Por M. García Viñó
“Si el mundo literario español fuese un mundo literario
serio, el libro de Antonio Enrique Canon
heterodoxo, aparecido en enero (DVD Ediciones, Padre Claret, 21, 08037
Barcelona), habría sido ya declarado el más importante del año. Pero el mundo
literario español no es serio, y hasta es posible que sea silenciado o tratado
echando fuera el balón de esa verdad que tan dañina estimarán, lo digan o no,
los mandarines. Por otra parte, los que
no saben, los que no quieren saber, los que callan, los que mienten, los
indolentes, los cobardes, los que aún esperan unas migajas de la Academia, de
las cátedras, de las fundaciones “culturales”, de las editoriales que reparten
lotería, de los suplementos literarios de los medios poderosos sabrán en
seguida que es un libro peligroso: por honrado, por sincero, por valiente, por
anticanónico, por revolucionario y heterodoxo.” Esto escribía yo en 2003, al
inicio de la recensión que escribí en La
Fiera sobre el libro mencionado. Hoy quiero escribir algo más amplio, con
las ideas que me suscitó su lectura.
Por lo que respecta a nuestra época, en la que
fundamentalmente me voy a centrar, lleva a cabo Enrique una rigurosa crítica de
lo establecido, del canon oficial impuesto por la Academia, del también oficial
dictado por el Ministerio de Cultura, que cómoda e interesadamente viene
determinando desde hace mucho cuáles son los libros que se deben tener en
cuenta en los estudios literarios en la enseñanza media; del oficioso que
determinan la industria cultural y las “autoridades” de la crítica que la
amparan. Y lo hace a partir y mediante una reflexión hecha, primero, desde la
descalificación razonada de todo ello y, después, de la exaltación de lo marginal y marginado,
la periferia del sistema, la independencia y la libertad de espíritu.
Si el mundo literario español dejó de ser serio con el advenimiento
de la democracia -¡desgraciado país, que aprovecha la libertad únicamente para
abrir casas de putas y bingos, hacer revistas y programas de cotilleo, traficar
con influencias y disfrazar la rapiña de negocio!-, ahora es ya un circo donde
ni siquiera actúan trapecistas, sólo payasos.
Si se toma como ejemplo la antaño respetable Real Academia
Española -con sus politiquillas y sus zombies, pero tan respetable como un
mueble apolillado-, vemos que cada vez es
más un remedo de la cúpula del anarquismo mundial de Chesterton. Ya
saben. Empiezan a infiltrarse policías en ella, hasta que llega un momento en
que los terroristas son todos policías, que ignoran la identidad de quienes les
rodean y continúan cometiendo delitos para dejar bien sentada su ortodoxia
criminal. Puede que hasta resulte gracioso lo que ocurra cuando todos los
académicos sean analfabetos.
La Fiera Literaria
publicó, en su número 73, correspondiente a setiembre de 1999, un artículo del profesor Juan Risaco
Condobrín, titulado “Canon de vivos y de
muertos”, que, luego de trazar un panorama que nos hizo gemir a todos los
presentes, concluía:
“¿Hay futuro? Hay dos futuros posibles. Uno: que el
desprestigio de los constructores del canon caiga sobre el canon mismo y el
sufrido público abandone la ingrata tarea de leer necedades. Otro futuro, el
mejor y el más deseable: que La Fiera
Literaria, es decir,
la conciencia crítica, logre derrotar a los pedantes y hunda
el canon actual en el infierno que merece”.
Pero Antonio Enrique, que se propone ahondar en estratos más
profundos que el de la heterodoxia como discrepancia respecto al canon oficial,
arranca de la funesta fecha (1492) del Edicto de Expulsión, que hizo salir a
unos cincuenta mil, pero dejó dentro a muchos más, obligados a vivir en el
disimulo, practicando una doble moral. En el campo que nos interesa, a
expresarse en una especie de criptoliteratura. Y ello hasta el siglo XIX, con
la consecuencia del “menosprecio de la heterodoxia y la aceptación del criterio
mayoritario como canon intelectual. Esta insidia para cuanto se sustrae a la
“norma”, esta reticencia para quien escapa de lo fijado y establecido, otorga a
nuestra literatura, aun en el presente, un cariz no aplicable a las de nuestro
entorno inmediato”.
Antonio Enrique
Esta es la base de partida del recorrido del autor por
nuestra literatura heterodoxa, desde La
Celestina, El Lazarillo y El Quijote hasta la “novela metafísica”
en el siglo XX. Y es que, para Antonio
Enrique, la verdadera heterodoxia, más que el discurso opuesto al discurso del
poder establecido, que también lo es, consiste en la asunción implacable, sin
paliativos, por parte del escritor, como intelectual y como hombre, del propio
aislamiento, de la propia soledad frente al mundo que le ha tocado vivir. Por
eso la heterodoxia, para el autor, posee un matiz social, pero es, antes que
nada, una realidad metafísica. Y así “su” Cervantes, “su” Góngora, “su” San Juan
de la Cruz no tienen nada que ver con lo que desde hace siglos se viene
diciendo de ellos en las cátedras y las academias. Para éstas, el Lazarillo,
por ejemplo, es una sarta de cuentecillos geniales, que contienen una crítica
de los diversos estamentos sociales. Desde la perspectiva heterodoxa es mucho
más: es una acusación demoledora del estado moral de la nación más poderosa de
la tierra en aquel momento, de acuerdo con el cual un hombre no podía salir de
la miseria, si no era renunciando a su integridad. ¿No echa esto por tierra
todo, absolutamente todo el discurso imperial? Pues así a todo lo largo de la
historia, hasta los años sesenta, en que se ningunea la “novela metafísica”,
porque suponía un corte de manga al casticismo de la novela terruñera, y porque
además no le hizo el caldo gordo a las estructuras del poder intelectual
ignaro, era cosmopolita y además los críticos no estaban preparados.
La ortodoxia halla su razón de ser en la creencia absoluta
de la posesión de la verdad. Por tanto, no dialoga, y relega a los discrepantes
a la condición de herejes, réprobos, resentidos, impotentes, etc. Su discurso
es el siguiente: “Yo creo esto, luego es cierto; ese otro no está de acuerdo
conmigo, luego discrepa de la verdad”. Naturalmente, la posición de la
heterodoxia es neurótica, y los heterodoxos se comportan como neuróticos y
paranoides que reivindican el derecho a equivocarse. Por eso dialogan, mientras
los ortodoxos monologan.
Se ve pues que el autor de Canon heterodoxo, cuando llega a
nuestro tiempo, no se limita a partir de la vieja polémica de europeizantes
contra casticistas, de rebeldes contra conformistas, de rompedores contra
aborregados, de guapos contra catetos sino que levanta el canon -que llamo así
metafóricamente, claro, pues las canonizaciones son cosas de “los otros”- de
los universalistas, los revolucionarios, los solitarios, los dolidos por la
mediocridad ensalzada, pero hablando sólo lo imprescindible de lo que ha sido
esa polémica en los terrenos político, de interpretación histórica y
filosófico, y ciñéndose al literario. En este sentido, sólo leer lo que dice en
favor de la poesía de la diferencia, su reivindicación de la “novela
metafísica” y de autores injustamente silenciados por los “especialistas” y por
las mafias editoriales y la crítica a su servicio -casi toda-, y comprobar,
ojeando el índice onomástico, que
personajes como Vicent, Vázquez Montalbán, Haro Tecglen, García Montero,
Antonio Gala, Muñoz Molina, Hortelano, Umbral, Marsé, los realistas sociales o
costumbristas de los sesenta, etc., no figuran como representantes de la modernidad ni de la auténtica rebeldía,
conforta. Pero ni mucho menos invita al optimismo. Del capítulo dedicado a la
polémica de los sesenta entre los realistas y los metafísicos, teniendo en cuenta
lo que ha venido después, se puede deducir que aquí siempre ganan los
antiilustrados, los casticistas, los españolazos. ¿Por el terreno abonado que
supone la incultura del pueblo español, que nada preocupa a sus representantes
políticos? Posiblemente.
Resulta muy curioso -esto no lo dice Enrique, lo digo yo-
comprobar cómo, en los sesenta, los sedicentes opositores a la Dictadura se
aliaron con ella para abortar un brote muy serio de modernización de nuestra
novela y sostener la “de siempre”, la de
la España tradicional e inmovilista.
El Régimen era y quería ser culturalmente autófago,
avariciosamente conservador de sus valores y morigeradas costumbres; cultivaba
el aislamiento de las ideas y se separaba, como reserva espiritual, de las
osadías del resto de Occidente. En esta tesitura, surgió un grupo de jóvenes
novelistas de espíritu abierto, universal, europeo, queriendo poner la novela
española a la hora del mundo, y fueron los que se decían de izquierdas, y sin
duda alguna lo eran -Sobejano, Sanz Villanueva, Soldevila, más otros políticamente neutros como Darío
Villanueva, Gullón, Indurain, quienes se empeñaron en seguir demostrando que
“España es diferente” , en continuar gritando “¡que inventen ellos!” y en
mantener consiguientemente la novela española a salvo de contaminaciones
extranjeras. Pienso que la razón es que
el suyo no era un izquierdismo científico, filosófico, como lo debiera haber
sido, dada su condición de intelectuales, sino ideológico-obrerista, algo que
está muy bien a la hora de las reivindicaciones laborales, pero no a la de
hacer literatura. Léanse las “novelas sociales” de aquel periodo y se
encontrarán en ella tantos andamios como pocas ideas. Y esto fue lo que se
empeñaron en defender unos profesores universitarios. Que, en último término,
lo podía haber hecho -ellos allá-, si era su gusto, pero sin atacar ni
oscurecer “lo otro”, esto es, todo cuanto no olía a pana, ni ignorar a los
personajes que no llevaban boina. Cuantas veces dijeron que los novelistas
metafísicos no denunciaban o pasaban por encima de los problemas de la
sociedad, mintieron.
Lo malo es que el tremendo error, el tan falso e injusto
enfoque, contaminó y aún sigue
contaminando a quienes vinieron luego. Como suele decirse, de aquellos polvos
vinieron estos lodos; lodos que hasta se puede decir que, más de treinta años
después, continúan defendiendo prácticamente los mismos, acompañados ahora, eso
sí, de esa hornada cuyos miembros ya nacieron constreñidos a mirar por los ojos
del marketing, el oropel de los “grandes premios” y de los fastuosos cócteles,
y las consignas de la publicidad, sobre todo de la encubierta. Antonio Enrique
resume el resultado en sus conclusiones (pág. 364). Antes se ha referido (pág.
303) al ingenuo seguimiento que aquí se hizo del modelo soviético de realismo;
de”ese realismo mostrenco, de crónica epitelial e intencionalidad presuntamente
social [que] suponía una regresión de hecho, en su apariencia ideológica
progresista. Y lo fue porque derivó a un costumbrismo cochambroso, falto de
objetividad y trascendencia y porque el tiempo ha pasado y apenas si se puede recordar
una docena de títulos”, y no, añado yo, de los más jaleados entonces. La
conclusión a que me refería, en la línea de lo que acabo de transcribir, es
ésta: “...hasta que al fin sobreviene el Medio Siglo, con una línea rectora de
realismo impostado; un realismo, el de los años 50, que nada aportó en términos
estéticos y ya sabemos a donde condujo en nuestros días a partir de la década
de los 80: a una literatura de mercado, más próxima al periodismo y la
cinematografía virtual que a la literatura concebida como creación de lenguaje
en sintonía con los problemas trascendentes del ser humano; ser humano no como
ocupante ocasional, ente pasivo y consumidor, de un tiempo concreto, sino como
arquetipo universal del hombre de siempre. La renovación de los años sesenta,
finalmente, con la aportación silenciada de la “novela metafísica”, fue debida,
en lo fundamental, a la influencia hispanoamericana, algo razonable”, etc. No, no:
nada razonable. Si me sumo a la denuncia del silenciamiento de la “novela
metafísica”, que ya he hecho, por otra parte, antes, tengo que discrepar
respecto a lo de la influencia señalada. Los “metafísicos” surgen a la vez que
los hispanoamericanos del “boom”, a quienes desconocían. Téngase en cuenta que
mi Novela española actual (Madrid,
Guadarrama, 1967), que marca el inicio el movimiento que en principio se llamó
“de la nueva novela española”, sale a la vez que Cien años de soledad y, por ende, llevaba tres años en la
editorial, como lo demuestra un informe favorable a su publicación firmado por
Gonzalo Torrente Ballester y fechado en e1965. Destinado en principio a la
“Colección Guadarrama de Crítica y Ensayo”, fue finalmente incluido en la
universitaria de bolsillo “Punto Omega”, que empezó a dirigir por entonces
Vintila Horia en la misma editorial. Yo, por otra parte, había adelantado
varios capítulos en revistas especializadas, uno de los cuales, el más teórico
y menos crítico, suscitó un comentario de Florencio Martínez Ruiz titulado El manifiesto de la “nueva novela”. Los
novelistas metafísicos surgieron, en primer lugar, de su propia reflexión sobre
la necesidad de plantear -estaba en el ambiente desde la conmoción espiritual
suscitada por la Segunda Guerra Mundial- problemas existenciales profundos y,
naturalmente, de la gran novela intelectual europea. Más tarde, también, en el
aspecto de lo formal, algunos de ellos, que ya estaban en la ruta marcada por
Proust y Virginia Woolf, bebieron del nouveau roman. Hecha esta precisión,
continúo con el comentario al libro de Antonio Enrique, que, como decía al
principio, si el mundo literario español fuera serio suscitaría una muy seria
reflexión y hasta un cambio en el enfoque de la literatura española desde
mediados del siglo pasado hasta ahora. Y algo que me parece importante: sobre Novela española actual hubo, en el
momento de su aparición, “división de opiniones”, ataques enconados frente a
elogios entusiastas, prácticamente al cincuenta por ciento. Ni mucho menos
-insisto que en el momento de su aparición- silenciado. Si el de Antonio
Enrique lo es, si no levanta los comentarios, incluso la polémica que merece,
se demostrará -me temo que se demuestre- que la sociedad literaria de los
sesenta, aun bajo una dictadura, era más libre, más sana que la actual. Más
tarde, sí, vinieron las exclusiones, el vacío, porque la voz cantante la
llevaban, como siempre, los poderosos: profesores, académicos, críticos de los
medios influyentes... ¿Qué excusa hay
para que siga siendo así? Aunque desde
un punto de vista intelectual no tiene ninguna, el error cometido por los
críticos universitarios -y algunos de prensa como Conte, Iglesias Laguna,
Blanco Vila, Dámaso Santos, Ana Montaner, etc.- de los sesenta puede tener
alguna explicación por la confusión mental de la época. Pero ¿y los que
vinieron después? ¿Y los de ahora mismo? Salvo Juan Ignacio Ferreras y,
tímidamente, José María Martínez Cachero, los estudiosos de la novela que han
dedicado libros, ensayos o artículos a aquella época -Mainer, Rico, De la
Concha, Senabre, Rafael del Moral, Jordi
Gracia, García Posada, Ignacio Echevarría, Basanta, García Martín...-, han
continuado ignorando el movimiento renovador de los años sesenta, que
significó, como escribió Martínez Cachero, “una apasionada y saludable voz
discrepante”, y, según Ferreras, “una renovación”, en tanto otorgan
insostenibles auras inaugurales a superficiales novelas –algunas, ni lo son
propiamente hablando--, por ende estéticamente desfasadas, de Muñoz Molina,
Javier Marías y Eduardo Mendoza, cuya La
verdad sobre el caso Savolta se quiere presentar como un suceso inaugural
de una nueva etapa de la novela española, siendo así que, como dice Antonio
Enrique, se trata <”de una novela menor [que lo único que inicia es] un tipo
de novela de intriga policiaca que va a obtener consenso de público y
comercial”. Para preguntarse a continuación: “¿Es compatible la literatura con
las exigencias del mercado? ¿Existe un solo escritor -de los de éxito masivo-
que pueda asegurar que no ha recibido presiones (lógicamente, antes de
domesticarse) para hacer su obra más accesible, breve, directa y efectiva?”.
Considerando lo dicho al principio, tenemos que concluir que, hoy día, quien no
se avenga a pasar por el aro de los mercaderes se convierte automáticamente en
heterodoxo. En este punto, conviene decir que, en revistas y periódicos,
algunas reivindicaciones se han llevado a cabo por críticos jóvenes, es decir,
no contemporáneos de los sucesos silenciados o tergiversados: el propio
Enrique, Arturo del Villar, José Marzo, Víctor Moreno, principalmente, por no hablar de María del Mar Langa Pizarro,
quien, por lo menos y aunque con numerosas imprecisiones, no lo ha silenciado
en un desordenado libro publicado -y no se comprende- por la Universidad de
Alicante. ¿Se hará alguna vez justicia a unos escritores, a un movimiento,
entre los más universales de nuestra literatura?
Últimamente, he llegado a preguntarme si el hecho de que la
injusticia persista, con el repetidamente expresado contento de personajotes
que achabacanan nuestro mundo literario, como Mainer, Darío Villanueva o Sanz
Villanueva, no se debe a ningún tipo de
(nueva) conspiración de silencio ni a ignorancia -es imposible que “los que vinieron después”
ignoren la existencia de aquel movimiento que con tantos derechos forma parte
del canon heterodoxo, como señala Antonio Enrique en su libro, sino a la
circunstancia de que hablar de él y ponerlo en su sitio es algo que requeriría
leerse entre medio y un centenar de novelas. Y, al parecer, eso es demasiado
pedir a un profesor de Literatura. Aparte la falta de honradez intelectual de
los nombrados.
FUENTE: La Fiera Literaria
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