En el
año 1799, el capitán Amasa Delano, de Duxbury, en Massachusetts, al mando de un
gran navío destinado al transporte de mercancías y a la caza de la foca, fondeó
con un valioso cargamento en el puerto de Santa María, nombre de una pequeña
isla, yerma y deshabitada, situada en el extremo sur de la larga costa de
Chile. Tocó en aquel puerto para aprovisionarse de agua potable.
No
mucho después del amanecer del segundo día, cuando aún descansaba el capitán en
su litera, bajó el piloto a notificarle que un barco de vela desconocido estaba
entrando en el puerto. Era raro entonces encontrarse con otros navíos en
aquella parte del océano. El capitán se levantó en seguida, se vistió y subió a
la cubierta.
La
mañana era propia del litoral aquel. Todo estaba mudo y en calma; era gris. El
mar, aunque lo ondularan dilatados pliegues de olas, producía la impresión de
fijeza, y su alisada superficie parecía como plomo enfriado y sedimentado en el
molde del fundidor. El cielo parecía un manto gris. Las grises bandas de aves
inquietas, afines a las brumas errantes con que se confundían, pasaban rozando
sobre las aguas con rasero y caprichoso vuelo, igual que golondrinas sobre el
prado antes de la tormenta. Eran aquellas sombras presagio de otras más densas
que todavía estaban por llegar.
Aquel
velero desconocido, para mayor asombro del capitán Delano, que lo estaba
observando a través de su catalejo, no ostentaba pabellón alguno, y eso que era
costumbre, entre honrados marineros, izar aquél en seguida que se entraba en un
puerto, por desiertas que aparecieran sus márgenes y con sólo que otro navío
hubiera fondeado en él. Quizás, de tener en cuenta la soledad y el desamparo
del lugar, y las historias que sobre aquellos mares se contaban entonces, el
asombro del capitán Delano habríase convertido en grave preocupación, a no ser
persona de bondadoso temperamento y excepcionalmente crédula. Salvo en caso de
intervenir un estímulo extraño y repetido, y aun así a duras penas, le era
imposible ceder ante cualquier sentimiento de alarma que lo obligara a pensar
que el prójimo obraba con malignidad. Visto todo aquello de que es capaz el
género humano, mejor que decidan los sabios si tal rasgo del carácter pone o no
de manifiesto una particular agudeza y vivacidad de la percepción intelectual,
además del hecho de poseer un corazón benévolo.
Sin
embargo, fueran cuales fueran las dudas al principio suscitadas por la
presencia del barco desconocido, de seguro que en seguida se hubieran
desvanecido en la mente de cualquier marino experto, observando cómo se
aproximaba peligrosamente a la costa para esquivar el arrecife sumergido en las
cercanías de su proa. Con ello demostraba no sólo desconocer aquella isla, sino
también la presencia de la otra nave fondeada en el puerto. Por consiguiente,
no podía tratarse de un barco pirata conocedor de esas aguas. El capitán
Delano, sin que disminuyera su interés
inicial, siguió acechándolo, estorbado por los vapores que le ocultaban en
parte el casco, a través de los cuales la distante luz matinal de la cámara
fluía con destello un tanto equívoco, muy parecida a la del sol, que iba
lentamente levantándose sobre la línea del horizonte como si acompañara a la
nave desconocida en su entrada en el puerto. Aquella luz solar, también velada
a medias por las mismas nubecillas, bajas y reptantes, no se distinguían mucho,
por su aspecto, del siniestro ojo único de una intrigante de Lima que atalayara
la plaza desde el agujero indio de su negra “saya-y-manta”.
Quizá fuera engaño de la niebla, pero lo cierto es
que, cuanto más tiempo se observaba al velero desconocido, tanto más extrañas
resultaban sus maniobras. Pronto fue difícil conjeturar si realmente intentaba
entrar en el puerto, o qué otros fines guiaban sus movimientos. El viento, que
había arreciado un poco durante la noche, ahora soplaba con mayor ligereza e
inseguridad, lo cual acrecentaba todavía más la aparente incertidumbre de su
orientación.
Finalmente,
sospechando que se trataba de un barco en aprietos, el capitán Delano ordenó
lanzar al agua la ballenera y, a pesar de las prudentes advertencias que le
hizo el piloto, se dispuso a embarcarse en ella y gobernarla, al menos dentro
del recinto del puerto. La noche anterior, unos cuantos marineros de a bordo se
habían alejado un buen trecho del navío para ponerse a pescar en las cercanías
de unas rocas caídas, situándose fuera del alcance del barco. Una o dos horas
antes del amanecer, habían vuelto con un buen botín. Imaginando que aquel buque
desconocido había debido de permanecer largo tiempo parado en otras aguas más
profundas, el bondadoso capitán mandó depositar en la ballenera algunas cestas
de pescado que sirvieran de obsequio y poco después transmitió la orden de
partida. Al ver el peligro que aquél corría, pues seguía navegando demasiado
cerca del arrecife sumergido, urgió a los suyos para que aceleraran la marcha,
ya que era preciso advertir a sus tripulantes de la situación en que se
encontraban. No obstante, antes de que hubiera logrado aproximarse la ballenera,
ya había cambiado la dirección del viento, el cual, a pesar de soplar con poca
fuerza, hizo que la nave fuera alejándose del arrecife, rompiendo en parte las
brumas que la circundaban.
Observada
desde más cerca, la nave, cuando pudo vérsele distintamente encaramada en la
cresta de las olas plomizas, con jirones de niebla envolviéndola aquí y allá
con sus retazos, surgió igual que un monasterio encalado después de una
terrible tormenta, como asomado a algún sombrío precipicio pirenaico. No fue,
empero, una simple semejanza fantástica la que, por un momento, hizo creer al
capitán Delano que delante de él tenía nada menos que un buque cargado de
monjes. En la nebulosa distancia, parecía realmente que a las amuradas se
hubiera asomado una multitud de negros capuchos, mientras que, entrevistas a
intervalos a través de las portas abiertas, distinguíanse confusamente otras
enormes y sombrías figuras, como las de frailes negros deambulando por los
claustros.
Notas: Benito Cereno es
una novela breve de Melville (1819-1891), que se publicó por entregas, en 1855,
en el Putnam's Monthly. Cerca del género
del misterio e incluso del terror, la narración novela un hecho real, la
rebelión de unos esclavos en un buque español, En el año 1967 fue llevada al cine por el
director francés Serge Roullet.
Fotos: Javier Coria
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