Bill Jamison había sido siempre el mejor
amigo de Jerry Roberts. Ambos habían crecido en la zona sur, cerca del viejo
parque de atracciones. Habían ido juntos a la escuela primaria y luego a la
secundaria, y más tarde entraron juntos en Eisenhower, donde hicieron cuanto
estuvo en su mano para tener el mayor número de profesores comunes, se
intercambiaron camisas y suéteres y pantalones con pinzas, y salieron y
fornicaron con las mismas chicas, e hicieron todas esas cosas que suelen salir
al paso normalmente.
En el verano conseguían trabajos juntos: macerar
melocotones, recoger cerezas, deshebrar lúpulo, cualquier cosa que les
proporcionase algo de dinero y en donde no hubiera que soportar a un patrón al
acecho. Y compraron un coche a medias. El verano anterior a su último curso,
juntaron el dinero y se compraron un Plymouth rojo del 54 por 325 dólares.
Lo compartieron. Y todo salió perfectamente.
Pero Jerry se casó antes de que finalizara el
primer semestre, y abandonó los estudios para tomar un empleo fijo en el centro
comercial Robby’s.
En cuanto a Bill, también él había salido con la
chica. Carol, se llamaba, y se llevaba muy bien con Jerry, y Bill iba a
visitarlos siempre que podía. Tener amigos casados le hacía sentirse más mayor.
Solía ir a almorzar o a cenar, y escuchaban a Elvis o a Bill Haley y los
Comets.
Pero a veces Carol y Jerry empezaban a ponerse a
tono sin importarles que Bill estuviera delante, y entonces Bill se levantaba y
se excusaba y se iba andando hasta la estación de servicio Dezorn’s a tomarse
una Coca-Cola, pues en el apartamento de Jerry no había más que una cama
abatible en la sala de estar. O bien ellos se metían en el cuarto de baño, y
Bill se iba a la cocina y fingía interesarse por la alacena o el frigorífico
mientras trataba de no escuchar.
Así que Bill empezó a no ir tan a menudo; y,
después de graduarse en junio, consiguió un empleo en la fábrica Darigold y se
alistó en la Guardia Nacional. Al cabo de un año tenía a su cargo su propia
ruta lechera y mantenía relaciones formales con Linda. De modo que Bill y Linda
iban a visitar a Jerry y Carol, y bebían cerveza y oían discos.
Carol y Linda se llevaban bien, y a Bill le
halagó que Carol le dijera —así, confidencialmente
— que Linda era una “auténtica
persona”.
También a Jerry le gustaba Linda.
—Es estupenda— comentó Jerry.
Cuando Bill y Linda se casaron, Jerry fue el
padrino de boda. La fiesta, naturalmente, fue en el Donnelly Hotel, y Jerry y
Bill se cogieron del brazo y se bebieron el ponche de un trago y se despacharon
a gusto con toda clase de diabluras. Pero en determinado momento, en medio de
toda aquella alegría, Bill miró a Jerry y pensó en lo mucho que había
envejecido, pues tenía veintidós años y aparentaba muchos más. Para entonces
tenía ya dos hijos y había ascendido en Robby’s a adjunto a la gerencia, y
había otro retoño en camino.
Se veían todos los sábados y domingos, y más a
menudo si había una fiesta. Cuando hacía buen tiempo, Bill y Linda iban a casa
de Jerry, y asaban perritos calientes en la barbacoa, mientras dejaban a los
niños en la piscina portátil que Jerry había conseguido por cuatro perras —al
igual que tantas otras cosas— en el centro comercial donde trabajaba.
Jerry tenía una bonita casa. Estaba sobre una
colina desde donde se divisaba el Naches. Había otras casas en las cercanías,
pero no muy próximas. A Jerry le iban las cosas a pedir de boca. Cuando Bill y
Linda y Jerry y Carol se reunían, lo hacían siempre en casa de Jerry, pues era
él quien tenía la barbacoa y los discos y la chiquillería que no paraba de dar
la lata.
Sucedió un domingo en casa de Jerry.
Las mujeres estaban en la cocina preparando las
cosas. Las hijas de Jerry jugaban en el jardín. Lanzaban una pelota de plástico
a la piscinita, chillaban y se metían a chapotear detrás de ella.
Jerry y Bill, echados en las tumbonas del patio,
bebían cerveza y descansaban.
Bill llevaba el peso de la conversación: hablaba
de gente que conocían, de Darigold, del Pontiac Catalina de cuatro puertas que
pensaba comprarse.
Jerry miraba fijamente el tendedero, o el Chevy
descapotable del 68 que estaba en el garaje. Bill pensó que Jerry iba a acabar
por quedarse ensimismado, mirando como miraba todo el tiempo fijamente y sin
decir esta boca es mía.
Bill se movió en su tumbona y encendió un
cigarrillo. Preguntó:
— ¿Te sucede algo, muchacho? Quiero decir... ya
sabes.
Jerry acabó su cerveza y aplastó la lata. Se
encogió de hombros.
—Ya sabes— dijo.
Bill asintió con la cabeza.
Luego Jerry propuso:
— ¿Qué tal si nos damos una vuelta?
—Me parece perfecto— aprobó Bill—. Les diré a
las mujeres que nos vamos.
***
Tomaron la carretera del río Naches rumbo a
Gleed. Conducía Jerry. El día era cálido y soleado, y el aire azotaba el
interior del coche.
— ¿Adónde vamos?— preguntó Bill.
—Vamos a echar unas partidas de billar.
—Estupendo— celebró Bill. Se sentía mucho mejor
viendo a Jerry animado.
—Hay que salir de vez en cuando— se justificó
Jerry. Miró a Bill—. ¿Me entiendes, no?
Sí, Bill le entendía. Le gustaba ir con los
compañeros de la fábrica a jugar en la liga de bolos del viernes por la noche.
Le gustaba irse un par de veces a la semana después del trabajo a tomarse unas
cervezas con Jack Broderick. Sabía que los jóvenes tienen que salir de vez en
cuando.
—Al pie del cañón— dijo Jerry mientras tomaba la
pista de grava que conducía al Rec Center.
Entraron. Bill sostuvo la puerta para que pasara
Jerry, y al pasar Jerry le dio un puñetazo suave en el estómago.
— ¡Qué hay, gente!
Era Riley.
— ¿Eh, cómo están, chicos?
Riley salía de detrás de la barra sonriendo
abiertamente. Era un hombre corpulento. Llevaba una camisa hawaiana de manga
corta que le colgaba fuera de los tejanos. Riley repitió:
— ¿Cómo están, chicos?
—Venga, calla y ponnos un par de Olys— pidió Jerry,
guiñando un ojo a Bill—.
¿Y tú cómo estás, Riley?— preguntó Jerry.
Riley continuó:
— ¿Cómo les va, chicos? ¿Dónde se han metido?
¿Tienen algún lío de faldas? La última vez que te vi, Jerry, tenías a la
parienta de seis meses.
Jerry se quedó quieto unos instantes, y
pestañeó.
— ¿Qué hay de esos Olys?— insistió Bill.
Se sentaron en unos taburetes cerca de la
ventana. Jerry comentó:
— ¿Qué local es éste, Riley, sin una sola chica
un domingo por la tarde?
Riley rió. Contestó:
—Imagino que están todas en la iglesia rezando
para conseguir un macho.
Se tomaron cinco latas de cerveza cada uno y
tardaron dos horas en jugar tres partidas de turnos y dos de billar ruso.
Riley, sentado en un taburete, hablaba y miraba cómo jugaban. Bill no paraba de
mirar primero su reloj y luego a Jerry.
Bill saltó:
— ¿Bueno, en qué piensas, Jerry? Repito, ¿en qué
piensas?
Jerry acabó la lata, la aplastó y se quedó un
momento dándole vueltas en la mano.
***
Una vez en la carretera, Jerry empezó a pisarle
a fondo: a veces ponía el coche a ciento treinta y ciento cuarenta kilómetros
por hora. Acababan de adelantar a una vieja furgoneta cargada de muebles cuando
vieron a las dos chicas.
— ¡Mira eso!— exclamó Jerry, reduciendo la
marcha—. Ya haría yo algo con ellas.
Jerry siguió como una milla y salió de la
carretera.
—Volvamos— propuso—. Intentémoslo.
—Joder— dudó Bill—. No sé.
—Yo les haría algo— insistió Jerry.
Bill remoloneó:
—Sí. Pero no sé...
—Joder, venga— le apremió Jerry.
Bill miró el reloj y luego miró en torno. Dijo:
—Suelta el rollo tú. Yo estoy desentrenado.
Jerry hizo sonar la bocina mientras giraba en
redondo.
Cuando se acercó a la altura de las chicas
redujo la velocidad. Hizo entrar el Chevy en el arcén. Las chicas siguieron
pedaleando en dirección opuesta, pero se miraron una a otra y rieron. La que
ocupaba el borde de la pista era alta y esbelta y tenía el pelo oscuro; la otra
era rubia y más menuda. Ambas llevaban shorts y blusas que dejaban al
descubierto la espalda.
—Putas— masculló Jerry.
Esperó a que pasaran los coches para cruzar y
tomar la dirección contraria.
—La morena es para mí— decidió. Añadió—: La
pequeña es tuya.
Bill se echó hacia atrás en su asiento y se tocó
el puente de las gafas de sol.
—Esas no van a hacer nada— auguró.
—Pronto las tendrás a tu lado— le contradijo
Jerry. Cruzó la autopista y dio marcha atrás.
—Prepárate— anunció.
—Hola— dijo Bill cuando alcanzaron las
bicicletas—. Me llamo Bill.
—Muy bonito— dijo la morena.
— ¿Adónde van?— preguntó Bill.
Las chicas no respondieron. La pequeña rió.
Siguieron pedaleando y Jerry siguió conduciendo.
—Eh, venga. ¿Adónde van?— insistió Bill.
—A ningún sitio— contestó la pequeña.
— ¿Y dónde es ningún sitio?
—Ya te gustaría saberlo— coqueteó la pequeña.
—Te he dicho mi nombre— respondió Bill—. ¿Cuál
es el tuyo? Este se llama Jerry.
Las chicas se miraron y rieron.
Apareció un coche a la zaga. El conductor tocó
el claxon.
— ¡A la mierda!— gritó Jerry.
Aceleró hasta despegarse de las bicicletas y
dejó que el coche lo adelantara.
Luego retrocedió hasta situarse al lado de las
chicas. Bill propuso:
—Nos damos un paseo. Las llevamos adonde
quieran. Lo prometo. Tienen que estar cansadas de darles a los pedales. Tienen
pinta de cansadas. No es bueno el exceso de ejercicio. Y menos para las chicas.
Las chicas rieron.
— ¿Lo ven?— continuó Bill—. Ahora venga, díganos
cómo se llaman.
—Yo soy Barbará, y ésta es Sharon— dijo la
menuda.
— ¡Perfecto!— exclamó Jerry—. Ahora entérate de
a dónde van.
— ¿Adónde van?— quiso saber Bill—. ¿Eh, Bárbara?
La chica rió.
—A ninguna parte— respondió—. Por la carretera.
— ¿Pero por la carretera adónde?
— ¿Te importa que se lo diga?— le preguntó a su
amiga.
—No, me da igual— contestó la amiga—. Me da
exactamente igual. No voy a ir a ninguna parte con nadie— resolvió la chica
llamada Sharon.
— ¿Adónde van?— insistió Bill—. ¿Van a Picture
Rock?
Las chicas rieron.
—Allí es donde van— aseguró Jerry.
Apretó el acelerador del Chevy, adelantó a las
chicas y se metió en el arcén: ahora habrían de pasar a su lado.
—No sean así— dijo Jerry. Y les instó—: Venga.
Si ya hemos sido presentados —argumentó.
Las chicas pasaron de largo.
— ¡No las voy a morder!— bromeó Jerry.
La morena miró hacia atrás. A Jerry le pareció
que le miraba con ojos propicios. Pero con una chica nunca se sabe.
Jerry volvió como un rayo a la calzada; de los
neumáticos salieron disparados guijarros y tierra.
— ¡Nos veremos!— les gritó Bill al pasar a su
lado.
—Está en el bote— comentó Jerry—. ¿No has visto
la mirada que me ha echado la muy guarra?
—No sé— dudó Bill—. Quizá sería mejor que
volviéramos a casa.
— ¡Pero si está hecho!— dijo Jerry.
Salió de la carretera y se detuvo bajo unos
árboles. La carretera se bifurcaba allí, en Picture Rock, de donde partía un
ramal para Yakima y otro para el Naches, Enumclaw, el puerto de Chinook y
Seattle.
A unos cien metros de la autopista se alzaba una
alta e inclinada masa de roca negra, parte integrante de una cadena poco
elevada de colinas llenas de senderos y pequeñas cuevas, en cuyas paredes podían
verse numerosas inscripciones indias. El lado escarpado de la roca daba a la
carretera, y sobre él había escritas cosas como éstas: NACHES 67 — LOS
WILDCATS DE GLEED — JESÚS NOS SALVA — DERROTAD A YAKIMA — ARREPENTÍOS.
Se quedaron dentro del coche, fumando. Los
mosquitos trataban de picarles en las manos.
—Cómo me gustaría tener una cerveza— exclamó
Jerry—. Iría a beberme una.
—Y yo— coreó Bill, y miró el reloj.
***
Cuando divisaron a las chicas, Jerry y Bill
salieron del coche. Se apoyaron sobre la aleta delantera.
—Recuerda— dijo Jerry, apartándose del coche—.
La morena es mía. Tú te encargas de la otra.
Las chicas dejaron las bicicletas en el suelo y
tomaron uno de los senderos. Desaparecieron tras un recodo y volvieron a
aparecer un poco más arriba. Ahora estaban allí, quietas, y miraban hacia
abajo.
— ¿Para qué nos siguen, eh chicos?— gritó la
morena.
Jerry tomó el sendero.
Las chicas se volvieron y se alejaron de nuevo a
buen paso. Bill fumaba un cigarrillo, y se paraba de vez en cuando para dar una
honda chupada. Cuando llegaron a un recodo, miró hacia atrás y vio el coche.
— ¡Muévete!— le instó Jerry.
—Ya voy— respondió Bill.
Siguieron subiendo. Pero Bill tuvo que recobrar
el resuello. Ya no podía ver el coche. Tampoco la carretera. A su izquierda
pudo ver una franja del Naches, que se extendía hacia abajo como una tira de
papel de aluminio.
Jerry dijo:
—Vete a la derecha y yo iré de frente. Les
cortaremos el paso a esas calientapollas.
Bill asintió con la cabeza. Jadeaba demasiado
para poder hablar. Siguió subiendo durante un rato; el sendero empezó a
descender y a encaminarse hacia el valle. Bill miró y vio a las chicas. Se
habían puesto en cuclillas tras un saliente del terreno. Tal vez estaban
sonriendo.
Bill sacó un cigarrillo. Pero no pudo
encenderlo. Entonces vio a Jerry. Y después de aquello, ya no importaba.
Lo que Bill había querido era joder con ellas. O
verlas desnudas. Pero tampoco le habría importado mucho que la cosa no saliera.
***
No llegó a saber lo que quería Jerry. Pero todo
empezó y acabó con una piedra. Jerry utilizó la misma piedra con las dos
chicas: primero con la que se llamaba Sharon y luego con la que se suponía que
le tocaría a Bill. Fin.
Traducción: Jesús
Zulaika.
Raymond
Carver: “Tell the Women We’re Going”. Recogido en el volumen de
relatos: What We Talk About When We Talk
About Love (1981), publicado en España con el título De qué hablamos cuando hablamos de amor.
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