Reproducimos
en esta bitácora el conocido artículo de Alessandro Baricco donde nos cuenta la
investigación que le llevó a descubrir la decisiva participación del editor
Gordon Lish en la obra de Raymond Carver, el poeta y autor de excelentes
relatos. Para Baricco, el llamado representante del “realismo sucio”, no sólo
fue constantemente corregido por su editor, eliminando casi el cincuenta por
ciento de los textos originales, sino que Lish fue el creador del estilo
literario de Carver. Ya saben, el minimalismo, economía de medios, la abstracción,
los finales abiertos… Para la investigación, Baricco accedió a los originales
del escritor estadounidense.
Por: Alessandro Baricco.
Bloomington (Indiana). Todo empezó hace unos
meses, en agosto. Compro el New York
Times y en la portada del Magazine –“The
Carver chronicles”, 08/09/1998; nota del autor de este blog- encuentro un bellísimo retrato de Raymond
Carver. Ojos fijos en el objetivo y expresión impenetrable, exactamente como
sus cuentos. Abro la revista y encuentro un largo artículo firmado por D.T. Max.
Contaba cosas curiosas. Decía que desde hace varios años circula un rumor a
propósito de Carver: que sus memorables cuentos no los escribió él; los
escribía, pero su editor los corregía radicalmente haciéndolos casi
irreconocibles.
El artículo informaba que este editor se llamaba
Gordon Lish, más bien se llama, porque todavía vive, aunque de esa historia no
hable con gusto. Luego el articulista dice que tuvo la curiosidad de saber qué
había de verdad en esta especie de leyenda metropolitana.
Así que fue a Bloomington a visitar una
biblioteca a la cual Gordon Lish había vendido todas las cartas y los escritos
a máquina de Carver en los que estaban incluidas sus correcciones. Fue y
revisó. Y se quedó pasmado. De una manera muy americana, tomó uno de los libros
de Carver (De qué hablamos cuando
hablamos de amor) e hizo cuentas. Resultado: en su trabajo de editor Gordon
Lish había eliminado casi el cincuenta por ciento del texto original de Carver
y había cambiado el final a diez de trece cuentos. ¿Nada mal, verdad?
Puesto que Carver no es un escritor cualquiera,
sino uno de los máximos modelos literarios de los últimos veinte años, pensé
que había una historia que aclarar. Y dado que en los periódicos se escribe más
lo que es bonito para leer y mucho menos lo que realmente acontece, pensé que
había sólo un modo de averiguarlo. Ir y cerciorarse. Así que fui e investigué.
Bloomington realmente existe, es una pequeña ciudad universitaria perdida en
medio de kilómetros de trigo y silos. Muchos estudiantes y, en el cine,
Benigni. Todo normal. También la biblioteca existe. Se llama Lilly Library y
está especializada en manuscritos, primeras ediciones y otros preciosísimos
objetos fetichistas de este tipo. Si estuvieras en Europa deberías dejar como
rehén a un pariente, entregar kilos de cartas de presentación, y esperar con paciencia.
Pero allí es Norteamérica. Das un documento, te sonríen, te explican el
reglamento y te desean buen trabajo (en casos como estos yo oscilo entre dos
pensamientos: “Son así y sin embargo matan a la gente en la silla eléctrica'' y
“Son así y por eso matan a la gente en la silla eléctrica''). Me senté, pedí el
archivo Gordon Lish y me llegó una enorme caja para mudanzas, llena de carpetas
muy ordenadas. En cada carpeta, un cuento de Carver: el escrito original con
las correcciones de Gordon Lish.
Con las condiciones de no usar bolígrafo, de
tener los codos sobre la mesa y pasar las páginas una por una, podía tocar y
mirar. Formidable. Me fui directo al más bello (según yo), de los cuentos de
Carver: Diles a las mujeres que vamos.
Un artilugio casi perfecto. Una lección. Tomé la carpeta, la abrí. Me repetí
que debía tener los codos sobre la mesa, e inicié la lectura.
COSA DE
NO CREERSE, AMIGOS
Ese cuento lo escogió Altman para su “Short Cuts”
-en España el film se tituló “Vidas cruzadas”; nota del autor de este blog-.
También le gustaba a él. Ocho paginitas y una trama muy sencilla. Están Bill y
Jerry, amigos de corazón desde la primaria. De los que compran el coche a
medias y se enamoran de la misma muchacha. Crecen. Bill se casa. Jerry se casa.
Nacen niños. Bill trabaja en el ramo de la gran distribución. Jerry es subdirector
de un supermercado. El domingo, todos van a casa de Jerry que tiene una piscina
de plástico y el asador de carne. Norteamericanos normales, vidas normales,
destinos normales. Un domingo, después de la comida, con las mujeres arreglando
la cocina y los niños en la piscina relajados, Jerry y Bill toman el coche y
van a dar una vuelta. En el camino encuentran a dos muchachas en bicicleta. Se
acercan con el coche y se hacen los graciosos. Las muchachas se ríen y no los
toman en cuenta. Bill y Jerry se van. Luego regresan. Sin saber muy bien qué
hacer. En cierto momento las muchachas dejan las bicicletas y toman el sendero
del campo. Bill y Jerry las siguen. Bill, un poco desalentado, se para. Prende
un cigarro. Aquí termina el cuento. Últimas cuatro líneas: “No llegó a saber lo
que quería Jerry. Pero todo empezó y terminó con una piedra. Jerry usó la misma
piedra con las dos muchachas, primero sobre la que se llamaba Sharon y luego
sobre la que se suponía que le tocaría a Bill”. Fin.
Frío, seco hasta el exceso, metódico, mortífero.
Un médico en su millonésima autopsia manifestaría mayor emoción. Carver puro.
Un final fulminante y una última frase perfecta, cortada como un diamante,
simplemente exacta, y helada. Aquella idea de despiadada velocidad, y aquel
tipo de mirada impersonal hasta lo inhumano, se han vuelto un modelo, casi un
tótem. Escribir, después de que Carver escribió aquel final, ya no es lo mismo.
Bien, y ahora una noticia. Aquel final no lo
escribió él. La última frase -esta espléndida, totémica frase- es de Gordon
Lish. En realidad, en su lugar Carver había escrito seis cuartillas, digo seis:
tiradas a la papelera por Gordon. Leerlas causa cierto efecto. Carver lo narra
todo, todo aquello que en la versión corregida desaparece en la nada dando al cuento
aquel tono formidable, de ferocidad lunar. Carver sigue a Jerry por la colina,
narra largamente la persecución a una de las dos muchachas, narra que Jerry la
viola y luego se levanta, queda como atontado y se va, pero regresa y amenaza a
la muchacha; quiere que no diga nada de lo que pasó. Ella lo único que hace es
pasarse las manos por el pelo y decir “vete”, sólo esto. Jerry continúa
amenazándola, ella no dice nada, y entonces la golpea con el puño, ella trata
de huir, él toma una piedra y la golpea en la cara (“sintió el ruido de los
dientes y de los huesos al quebrarse”), se aleja, luego regresa, ella está
todavía viva y se pone a gritar, él toma otra piedra y la remata. Todo en seis
cuartillas: lo que significa: ninguna prolijidad pero también ninguna prisa.
Con ganas de narrar, no de ocultar.
Sorprendente, ¿verdad? Todavía más es leer el
final, es decir, las últimas líneas. ¿Qué puso el frío, inhumano, cínico
Carver, al final de esta historia? Esta escena: Bill llega a la cima de la
colina y ve a Jerry de pie, inmóvil, y cerca de él el cuerpo de la muchacha.
Quiere huir pero apenas puede moverse. Las montañas y las sombras, a su
alrededor, le parecen un encantamiento obscuro que lo aprisiona. Piensa
irracionalmente que quizás bajando de nuevo hasta la calle y ocultando una de
las dos bicicletas, todo se borraría y la muchacha dejaría de estar allí.
Ultimas líneas: “Pero Jerry estaba ahora de pie frente él, desaparecido en su
vestimenta como si los huesos lo hubieran abandonado. Bill sintió la terrible
cercanía de sus dos cuerpos, a la distancia de un brazo, incluso menos. Luego
la cabeza de Jerry cayó sobre su espalda. Levantó una mano y, como si la
distancia que ahora los separaba, mereciera por lo menos eso, se puso a golpear
a Jerry, afectuosamente, sobre la espalda, rompiendo a llorar”. Fin.
ADIÓS,
MISTER CARVER
Ahora bien, la curiosidad no es la de entender
si es más bello el cuento tal como lo escribió Carver o como salió de la tijera
de Gordon Lish. Lo interesante es descubrir, bajo las correcciones, el mundo
original de Carver. Es como llevar a la luz un cuadro sobre el cual alguien ha
pintado después otra cosa. Usas un disolvente y descubres mundos ocultos. Una
vez empezado es difícil detenerse. De hecho no me detuve.
Diles a
las mujeres que salimos es la obra maestra que es porque realiza a
la perfección un modelo de historia que luego tendría en los herederos más o
menos directos de Carver una atracción muy fuerte. Lo que se narra allí es una
violencia que nace, sin explicaciones aparentes, en un terreno de absoluta
normalidad. Entre más violento y sin motivo es el gesto y quien lo cumple es
una persona absolutamente ordinaria, más aquel modelo de historia se vuelve
paradigma del mundo y esbozo de una revelación inquietante sobre la realidad.
Demasiado inquietante y fascinador, para que no sea tomado en serio. Todos los
muchachos bien que, en tanta literatura reciente, buena y menos buena, matan de
la manera más feroz y sin ninguna razón, nacen de allí. Pero si se usa el disolvente,
se descubre una cosa curiosa. Carver nunca pensó en Jerry como en alguien
realmente normal, como un norteamericano ordinario, como uno de nosotros. Bill
sí lo es, pero Jerry no. Y la narración siembra acá y allá pequeños y grandes
indicios. Hablan de un muchacho que perdía su trabajo porque “no era el tipo a
quien le gusta que se le diga lo que debe hacer”. Hablan de un muchacho que en
la boda de Bill se emborracha y se pone a cortejar de manera pesada a las dos
madrinas de la esposa, y luego va a buscar pelea con los empleados del hotel. Y
en el coche, aquel famoso domingo, cuando ven a las dos muchachas, el diálogo
carveriano original es más bien duro:
(Jerry)
“Vamos. Probemos”.
(Bill) “¡Jesús!
No sé. Deberíamos regresar a casa. Además, son demasiado jóvenes, ¿no?''.
“Bastante
viejas para sangrar, bastante viejas para… ¿conoces el dicho, no?''.
“Sí,
pero no sé''.
“¡Cristo!,
sólo debemos divertirnos un poco con ellas, hacerles pasar un mal rato''.
Es bastante para que el lector sienta de entrada
un hedor de violencia y tragedia. Y cuando la tragedia llega abarca seis
páginas y es construida paso a paso, explicada paso a paso, con una lógica que
hiela, pero que es una lógica en la que cada peldaño es necesario y todo al
final parece casi natural. Todo viene a la mente menos un teorema que describe
la violencia como un repentino segmento enloquecido de la normalidad. La
violencia allí es más bien el resultado del comportamiento de toda una vida.
Sólo que Gordon Lish borró todo. Ni qué decirlo,
tenía talento. Hasta en los más pequeños indicios, quita a Jerry su pasado,
incluidos los últimos minutos del asesinato. Quiere que la tragedia, congelada,
esté puesta sobre la mesa en las últimas cuatro líneas. Nada de anticipaciones,
please. Se perdería el efecto.
Resultado: de allí nace “American Psycho”. Pero Carver, él, ¿qué tiene que ver?
¿Puedo permitirme una nota más técnica? Bien.
Carver es grande también por ciertos estilemos que, quizá sin que el lector se
dé cuenta, construyen de manera subterránea aquella mirada mortífera por la
cual se ha vuelto famoso. Trucos técnicos. Por ejemplo los diálogos. Muy secos.
Acompasados por aquel extenuante y obsesivo “dijo'” que, en la prosa, termina
volviéndose una especie de batería que da el tiempo, con exactitud implacable.
Un ejemplo: exactamente el diálogo citado arriba entre Bill y Jerry, en el
coche. En la edición oficial es un bello ejemplo de estilo carveriano:
“Mira
allá”, dijo Jerry, moderando la marcha. “A ésas les haría algo con ganas”.
Jerry
continuó más o menos por un kilómetro y luego se paró. “Volvamos atrás”, dijo. “Probemos”.
“¡Cristo!'”,
dijo Bill. “No sé”.
“Yo me
las jodería”, dijo Jerry.
Bill
dijo: “Sí, pero no sé”.
“¡Oh,
Cristo!”, dijo Jerry.
Bill
dio una mirada al reloj y luego miró alrededor. Dijo: “¿Les hablas tú? Yo estoy
desentrenado”.
Limpio, veloz, rítmico, ni una palabra de más.
Como un bisturí. Pero es la versión de Gordon Lish. El diálogo escrito
originalmente por Carver suena diferente:
“¡Mira allá!”,
dijo Jerry moderando la marcha. “Podría hacer algo con aquellas”.
Continuó
por el camino, pero los dos voltearon. Las dos muchachas los miraron y se
echaron a reír, continuando a pedalear en la orilla de la calle.
Jerry
avanzó otra milla, después se paró en una placita. “Regresemos. Probemos”.
“¡Jesús!
No sé. Deberíamos regresar a casa. Y además, ¿son demasiado jóvenes, no?”.
“Bastante
viejas como para sangrar, bastante viejas para... ¿Conoces el dicho, no?”.
“Sí,
pero no sé”.
“¡Cristo!,
tenemos sólo que divertirnos un poco con ellas, hacerles pasar un mal rato”.
“Claro”.
Dio una mirada al reloj y luego al cielo. “Habla tú”.
“¿Yo?
Yo estoy conduciendo. Háblales tú. Además están del lado tuyo”.
“No sé,
estoy un poco enmohecido”.
¿Sutilezas? No tanto. Si uno construye buques
petroleros, no chequea los tornillos. Pero si hace relojes, sí. Carver era un
relojero. Trabajaba hasta en lo más mínimo. El detalle es todo. Además, las
palabras de un diálogo son como pequeños ladrillos: si cambias uno no pasa
nada, pero si continúas cambiando, al final te encuentras con una casa diferente.
¿Dónde acabó el mítico “dijo”? ¿Dónde acabó la batería? ¿Y la regla del nunca
una palabra de más? ¿Dónde acabó aquel que llamamos Carver?
Para la crónica: conté los “dijo” añadidos por
Gordon Lish al texto de Carver en aquel cuento. Treinta y siete. En doce
cuartillas de las que casi la mitad no son diálogos y por tanto no cuentan.
Trabajaba fino Gordon Lish, nada que objetar.
FIN DE
LA NOTA TÉCNICA. NO DEL ARTÍCULO, PORQUE TENGO TODAVÍA UN EJEMPLO. COLOSAL
El último cuento de la colección De qué hablamos cuando hablamos del amor
es brevísimo: cuatro páginas. Se titula “Todavía una cosa”. Formidable, por lo
que yo entiendo. Una sacudida eléctrica. Es una pelea. Por un lado, un marido
borracho. Por el otro, la esposa con una hija jovencita. La mujer no puede más
y le grita al marido que desaparezca para siempre. El dice algo. Se gritan
cosas. Casi no hay acción, sólo voces que exhalan miseria, y dolor, y rabia,
rumiando odio al ritmo de los obsesivos “dijo”. Lo que te tiene con la
respiración en suspenso es que todo está en vilo sobre la tragedia. La
violencia del marido parece que está por explotar. Es una bomba encendida. Hay
un instante en que todo se vuelve casi insoportablemente filoso. El lanza un tarro
contra una ventana. Ella le dice a la hija que llame a la policía. Pero lo que
pasa luego es que él dice: “Está bien, me voy” y va a su cuarto a hacer la
maleta. Regresa a la sala. La mecha de la bomba parece siempre más corta. Últimos
compases, de odio puro. El marido ya está en el umbral. Dice: “Sólo quiero
decir una cosa”. Punto y aparte. Última frase: “Pero luego no logró pensar lo
que podía ser”. Fin.
Es el clásico Carver. Miserias de una humanidad
desarmada y sin palabras. Nada sucede y todo podría suceder. Final mudo. El
mundo es una tragedia estática.
En la Lilly Library tomé el escrito de Carver.
Lo leí. Llegué hasta el final. El marido está en el umbral. Se voltea y dice: “Sólo
quiero decir una cosa”. Bien. ¿Saben qué pasa? Allí, en aquel escrito, lo dice.
Y como si no bastara, ¿saben qué dice? Aquí está:
“Escucha,
Maxine. Recuerda esto. Te amo. Te amo pase lo que pase. Y también te amo a ti,
Bea. Las amo a las dos”. Se quedó de pie
en el umbral y sintió que los labios le empezaban a temblar mientras las miraba
en la que, pensó, sería la última vez. “Adiós”, dijo.
“A esto
tú llamas amor'”, dijo Maxine y soltó la mano de Bea. Cerró la suya en un puño.
Luego sacudió la cabeza y hundió sus manos en las bolsas. Lo miró y dejó caer la
mirada, cerca de los zapatos de él. A él le vino a la mente, como en un shock,
que iba a recordar para siempre aquella tarde, y a ella parada de aquel modo.
Era horrible pensar que en todos los años venideros ella iba a ser para él
aquella mujer indescifrable, una figura muda metida en un traje largo, de pie
en el centro del cuarto, con los ojos mirando al suelo.
“Maxine,
gritó. “¡Maxine!”.
“¿A
esto lo llamas amor?”, dijo ella, levantando los ojos y mirándolo. Sus ojos
eran terribles y profundos, y él los miró, todo el tiempo que pudo.
Leí y releí este final. ¿No es extraordinario?
Es como descubrir que, en su versión original, Esperando a Godot termina con
Godot que efectivamente llega, y dice cosas sentimentales, o sólo sensatas. Es
como descubrir que en la versión original de Los novios, Lucía echa a Renzo y termina con un discurso
anticlerical. No sé.
Le dice “Te amo”, ¿entienden? Aquel silencio
suyo en el umbral de su casa parecía la última estación de la humanidad y de la
esperanza. Y sólo era un hombre que retomaba el aliento, con el corazón
despedazado, para encontrar la forma de decir a la mujer que la ama, que a
pesar de todo la ama. No es el silencio del desierto del alma. Sólo tenía que
tomar aliento. Encontrar el valor. Todo eso.
LAS
APOCALIPSIS NO SON COMO LAS DE ANTES
El artículo en el Magazine del New York Times
reconstruía el caso, y luego entrevistaba a unos addetti ai lavori (especialistas), preguntándose con qué derecho el
trabajo del editor se sobrepone al trabajo del autor y, naturalmente, si todo
eso redimensiona o no la figura de Carver. Por cierto, el problema es
interesante, y también en Italia podría tomarse como pretexto para volver a
reflexionar sobre la figura de los editores y hasta para descubrir alguna sabrosa
intriga del país. Pero otro es el punto que me parece más interesante.
Descubrir que uno de los máximos modelos de la cultura narrativa contemporánea
es un modelo artificial. Nacido en laboratorio. Y sobre todo: descubrir que el
mismo Carver no estaba capacitado para mantener aquella mirada impasible sobre
el mundo que sus cuentos ostentan. Más bien, en cierto modo tenía el antídoto
contra aquella mirada. La esbozaba, quizás hasta la haya inventado, pero
después, entre líneas y sobre todo en los finales, la cuestionaba, la apagaba.
Como si tuviera miedo. Construía paisajes de hielo pero luego los veteaba de
sentimientos, como si tuviera necesidad de convencerse que, a pesar de todo
aquel hielo, eran habitables. Humanos. Al final, la gente llora. O dice te amo.
Y la tragedia es explicable. No es un monstruo sin nombre. Gordon Lish tuvo que
intuir, por el contrario, que la visión pura y simple de aquellos desiertos
helados era lo que aquel hombre tenía de revolucionario. Y era lo que los
lectores tenían ganas de que se les narrara. Borró minuciosamente todo lo que
podía calentar aquellos paisajes y, cuando era necesario, añadía aún más hielo.
Desde un punto de vista editorial él tenía la razón: construyó la fuerza de un
verdadero y propio modelo inédito. ¿Pero el punto de vista editorial es el
mejor punto de vista?
El último día, en la Lilly Library, me releí de
corrido los dos cuentos en la versión original de Carver. Bellísimos. De manera
distinta, pero bellísimos. ¿Saben qué había de diferente? Que al final tú
estabas de parte de Jerry y del marido borracho. Hay compasión por ellos y una
comprensión de ellos, que logra la acrobacia insensata de hacerte sentir de
parte del malo. Yo conocía al Carver que sabía describir el mal como cáncer
cristalizado sobre la superficie de la normalidad. Pero en el original era distinto.
Era un escritor que buscaba desesperadamente hallar el revés humano del mal,
demostrar que el mal es inevitable; dentro de él hay un sufrimiento y un dolor
que son el refugio de lo humano -el rescate de lo humano- en el paisaje glacial
de la vida. Debía saber bastante de personajes negativos. El era un personaje
negativo. Hasta me parece natural, ahora, pensar que haya buscado obsesivamente
hacer aquello y nada más que aquello: rescatar a los malos. En el último
cuento, el de la pelea, Gordon Lish cortó casi todas las palabras de la hija, y
aquellas palabras son afectuosas, son las palabras de una muchachita que no
quiere perder a su padre, y que lo ama. Ahora me parecen la voz de Carver. Y,
en cierto momento, hay una parte, siempre cortada por Lish, en la que el padre
mira a aquella muchachita, y lo que dice es de una tristeza y de una dulzura
inmensas: “Tesoro, me duele. Me encolericé. Olvídame, ¿quieres? ¿Me olvidarás?”.
No sé. Se necesitaría ver todos los otros
cuentos, estudiarlos seriamente. Pero regresé con la idea de que aquel hombre,
Carver, tenía en la cabeza algo terrible pero también fascinante. La idea de
que el sufrimiento de las víctimas es insignificante. Y que el residuo de
humanidad que hierve bajo esta zona glacial está custodiado por el dolor de los
verdugos. ¿Si así fuera, no residiría en esto su grandeza?
(Traducción de Annunziata Rossi -por error de transcripción, supongo, en este
texto había algunas incorrecciones que me he tomado la libertad de corregir-.
Tomado de La Repubblica (Italia,
27/04/1999). A su vez reproducido en La Jornada Semanal (México, 29/08/1999), de donde
corresponde esta reproducción en este blog).
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