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jueves, 13 de septiembre de 2012

TIEMPO DE FEBRERO: LOS ALMENDROS (PLA)




Todos los almendros ya están floridos
 delante del mar brillante,
hasta Mallorca.
Joan Maragall


"Como en medio del invierno la primavera,
así el cielo hoy, el sol y el aire
abre de par en par balcones y puertas
y llena la casa de claridades..."

Así habla Maragall del tiempo que ahora hace en su poesía Les minves de gener (1). Añade:

"¿No sientes comezón?... ¡Di!
¿No te sientes la primavera en las entrañas?"

Yo creo que estos versos de don Joan - y los que siguen -, versos que poseen un gesto vivo y una piel tensa, fueron provocados por el memorable espectáculo de ver un día, en pleno invierno, los almendros floridos en la luz del invierno juvenil y en el aire fresco de menta.

No hay dos inviernos iguales. No hay sobre todo dos inviernos iguales en este país del Ampurdán, tierra de meteorología abrupta marca de la desaforada lucha de los elementos. Los hay en que el frío parece tener pereza. En otros, su procacidad es ofensiva. En todo caso, si el frío se abre y se descuida - si se descuida un solo momento - los almendros florecen. Es por eso que el momento de la floración de los almendros es incierto. No tiene día fijo. La floración es la consecuencia de un descuido, de un olvido momentáneo, de un momento de abandono. Si los milagros no son otra cosa que una apertura de la naturaleza, el florecer de los almendros, en pleno invierno, es el milagro más gracioso y ligero de la tierra. Es un milagro más gracioso cuanto más arriesgado se presenta, cuanto más visible es la extemporaneidad y audacia de la floración. Es cuando hace frío que los almendros son una pura delicia. ¡Qué elegante sorpresa!

Nos encontramos, entonces, en aquel momento del año tan delicado que, al abrir una ventana y mirar afuera, aparece la sutileza de un almendro rosado, extasiado, como un vaporoso enlucimiento.

Es en esos instantes donde se pueden diferenciar los matices. Hay flores de almendro de color de rosa; flores de color blanca, flores con un vago resplandor enrojecida de manteca fundida. Hay muchas clases de almendros. Las flores del almendro más dadas al carmín no se pueden confundir ni con las flores de los manzanos - las flores de los manzanos, que convierten Normandía en un prodigioso jardín - ni con la flor del melocotonero. La flor del melocotonero es realmente fascinadora: el momento en que este árbol florece, que es la primavera, se cubre de unas minúsculas flores de un chorro evaporado, pálido, exiguo, flores que siguen las ramas desnudas del árbol como pequeños gusanos de cristal transparente, de una pureza de transparencia realmente fascinadora. Así y todo, ninguna flor puede igualar la vaporosidad aérea de la flor del almendro. En este momento todas las riberas del Mediterráneo están irisadas por los almendros en flor. Todos los almendros están ya floridos delante del mar brillante, hasta Mallorca... En el árbol, esta flor, tanto si tiende al blanco como al color de rosa, tiene unos pistilos minúsculos, como pequeños cuernos de caracol, que, vistos desde cuatro metros, parecen microscópicas manchas negras, brillantes como cabezas de agujas, la cualidad de los pétalos, suave y carnosa al tacto, forma un tejido tan delicado, de un tacto tan ligero, que su fugacidad, de tan visible, tiene una cosa de tristeza. La sombra que proyecta la flor en el sol invernal es muy tenue, es la sombra de una sombra. La rama del almendro sobre la cepa arrugada y vieja, por no decir decrépita, coge un aire alado y parece como suspendida en la luz extática del sol. El vaho acarminado que nimba el ramo toca el aire de una matización rosada, que se deshace en el espacio. Es como un esponjamiento de una porosidad medular que se evapora en la luz tierna. Es el milagro de los almendros, el tejido vegetal convertido en placer por una audacia de la vida primigenia. Sobre las viejas piedras del país, moreras, tostadas, goteando la miel del sol de los siglos; sobre los terrones rotos por la arada paterna, que encuadran la gravedad de las viejas masías; sobre los sembrados que ahora nacen tocados por las heladas matutinas; sobre los campos de habas de oreja derecha; sobre verde acerado de los agaves fibrosos, los almendros son, en estos tiempos, como una transfiguración de la luz de la vida, como un designio amable de la sorda naturaleza.

La gran novedad es esta: ponerse de espalda al gran fuego de leña; avanzar hacia la puerta, sintiendo en los pómulos la dureza metálica del frío, y tener la visión repentina, instantánea, de los almendros floridos. ¿Cómo vinieron estas flores? Ayer no estaban. No había más que pelusa rosada de una vaguedad sin peso.

Nacieron al conjuro de la noche, puede ser al conjuro de la calma del aire de la luna llena. Toda forma es la liberación de la tensión que la ha construido. Estas lunas tan claras de enero y de febrero, la luz de las cuales pone una punta de misterio sobre las paredes blanqueadas, sobre las viejas, destartaladas masías, que salpica de irrealidad la caligrafía desnuda de los árboles esbeltos que da una claridad viva sobre los sembrados menudos, estas lunas tan claras, sobre los cuales el tiempo navega de una manera plácida y tranquila, son propicias a la producción de estos misterios, a la distensión de las fuerzas ciegas.


Estos almendros floridos nos harán compañía unos cuantos días. Pocos días. Estas cortas tardes suaves de febrero, de aire seco y vivo, onduladas por el paso de un poco de viento, embelesadas en la luz pueril y rompedora del año adolescente, con el misterio verde de la germinación tímida, con la ternura dilatada del azul del cielo, con estas pequeñas nubes errabundas, de un blancor de nata, que se perderán en la lejanía de nuestra indiferencia, con el leoncillo juvenil del sol volcado sobre los sembrados y sobre las hierbas, con la pétrea soledad lineal de las montañas de color de tomillo, o cubiertas de pinos tétricos, en estas tardes de la juventud del año, estos almendros floridos son como una ansia imaginada de alguna forma paradisíaca.

Para comprender la delicadeza entrañable de la sensibilidad de estos tejidos, se han de ver los almendros sobre alguna extensión monstruosa y cósmica. Un almendro en flor, sobre la estúpida grandiosidad del mar, llega a cualidades y delicadezas que no se pueden describir. Es como una página de Mozart, del triste, juvenil, huidizo Mozart delante del descomunal bramido de la naturaleza.

Sobre las montañas heladas y muertas, pura mineralogía, esta flor llega a una gracia casi impertinente. Como el "David" de Verrocchio delante del gigante de dimensiones incomprensibles. Graciosos almendros que ponéis sobre el mundo inhóspito y frío una ilusión de temperatura blanda, ¡casi enfermiza! ¿Qué sois?, ¡decidme! ¿Sois in sueño, un designio, un latido, un anhelo o una pura ilusión del espíritu?

Yo creo que, en efecto, los almendros son cosa de poesía, figuraciones bellísimas. Son cosa de tanta belleza que cuando, en virtud de la fugacidad de las cosas, se produce el desfloramiento, yo siento el mismo vacío fundamental que sentí el día que en Cáller, en Cerdeña, me robaron la cartera.

Josep Pla (Las Horas, 1953)


ORIGINAL EN CATALÁN:

TEMPS DE FEBRER: ELS AMETLLERS

Tots els ametllers ja són florits
 davant del mar brillant, fins a Mallorca.
 Joan Maragall

«Com al mig de l’hivern la primavera,
 aixís el cel avui, el sol i l’aire
 obre de bat a bat balcons i portes
 i omple la casa de clarors...»

Així parla Maragall del temps que ara fa en la seva poesia Les minves de gener. Afegeix:

«No sents una frisança?... Digues!
 No et sents la primavera a les entranyes?»

Jo crec que aquests versos de don Joan —i els que segueixen—, versos que posseeixen un pneuma viu i una pell tensa, foren provocats pel memorable espectacle de veure un dia, en ple hivern, els ametllers florits en la llum de l’hivern jovenívol i en l’aire fresc de menta.

No hi ha dos hiverns iguals. No hi ha sobretot dos hiverns iguals en aquest país de l’Empordà, terra de meteorologia abrupta marca de la desaforada lluita dels elements. N’hi ha en què el fred sembla tenir peresa. En altres, la seva procacitat és ofensiva. En tot cas, si el fred bada i es descuida —si es descuida un sol moment— els ametllers floreixen. És per això que el moment de la florida dels ametllers és incert. No té dia fix. La florida és la conseqüència d’un descuit, d’un oblit momentani, d’un moment d’abandó. Si els miracles altra cosa no són que una badada de la naturalesa, el florir dels ametllers, en ple hivern, és el miracle més graciós i lleuger de la terra. És un miracle més graciós com més arriscat es presenta, com més visible és l’extemporaneïtat i audàcia de la florida. És quan fa fred que els ametllers són una pura delícia. Quina elegant sorpresa!

Ens trobem, doncs, en aquell moment de l’any tan delicat que, en obrir una finestra i mirar a fora, apareix la subtilesa d’un ametller rosat, extasiat, com un vaporós enlluernament.

És en aquests instants que hom pot diferenciar els matisos. Hi ha flors d’ametller de color de rosa; flors de color blanca, flors amb una vaga resplendor esgrogueïda de mantega fosa. Hi ha moltes classes d’ametllers. Les flors d’ametller més donades al carmí no es poden confondre ni amb les flors de les pomeres —les flors de les pomeres, que converteixen Normandia en un prodigiós jardí— ni amb la flor del presseguer. La flor del presseguer és realment fascinadora: al moment en què aquest arbre floreix, que és a la primavera, es cobreix d’unes minúscules flors d’un raig evaporat, pàl·lid, exsangüe, flors que segueixen les branques nues de l’arbre com petits cucs de cristall transparent, d’una puresa de transparència realment fascinadora. Així i tot, cap flor no pot igualar la vaporositat aèria de la flor de l’ametller. En aquest moment totes les riberes del Mediterrani estan irisades pels ametllers en flor. Tots els ametllers són ja florits davant del mar brillant, fins a Mallorca... En l’arbre, aquesta flor, tant si tendeix al blanc com al color de rosa, té uns pistils minúsculs, com petites banyes de cargol, que, vistos de quatre metres estant, semblen microscòpiques taques negres, brillants com caps d’agulla. La qualitat dels pètals, suau i carnosa al tacte, forma un teixit tan delicat, d’un tacte tan lleuger, que la seva fugacitat, de tan visible, té una cosa de tristesa. L’ombra que projecta la flor en el sol hivernal és tenuíssima, és l’ombra d’una ombra. La branca de l’ametller sobre la soca arrugada i vella, per no dir decrèpita, agafa un aire alat i sembla com suspesa en la llum extàtica del sol. El baf acarminat que nimba el ram toca l’aire d’una matisació rosada inconsútil, que es desfà en l’espai. És com un esponjament d’una porositat medul·lar que s’evapora en la llum tendra. És el miracle dels ametllers, el teixit vegetal convertit en plaer per una audàcia de la vida primigènia. Sobre les velles pedres del país, moreres, torrades, degotejant la mel del sol dels segles; sobre els gorets trencats per l’arada paterna, que enquadren la gravetat de les velles masies; sobre els sembrats que ara neixen tocats per les gelades matutines; sobre els camps de faves d’orella dreta; sobre verd acerat de les atzavares fibroses, els ametllers són, en aquest temps, com una transfiguració de la llum de la vida, com un desig amable de la sorda naturalesa.

La gran novetat és aquesta: posar-se d’esquena al gran foc de llenya; avançar cap a la porta, sentint en els pòmuls la duresa metàl·lica del fred, i tenir la visió sobtada, instantània, dels ametllers florits. Com vingueren aquestes flors? Ahir no hi eren. No hi havia més que un borrissol rosat d’una vaguetat sense pes.

Nasqueren al conjur de la nit, potser al conjur de la calma de l’aire de la lluna plena. Tota forma és l’alliberació de la tensió que l’ha construïda. Aquestes llunes tan clares de gener i de febrer, la llum de les quals posa una punta de misteri sobre les parets emblanquinades, sobre les velles, desgavellades masies, que esquitxa d’irrealitat la cal·ligrafia nua dels arbres esvelts que fa una claror viva sobre els sembrats menuts —aquestes llunes tan clares, sobre les quals el temps navega d’una manera plàcida i tranquil·la, són propícies a la producció d’aquests misteris, a la distensió de les forces cegues.


Aquests ametllers florits ens faran companyia uns quants dies. Pocs dies. Aquestes curtes tardes suaus de febrer, d’aire sec i viu, ondulades pel pas d’una mica de vent, embadalides en la llum pueril i trencadissa de l’any adolescent, amb el misteri verd de la germinació tímida, amb la tendresa dilatada del blau del cel, amb aquests petits núvols errabunds, d’una blancor de nata, que es perdran en la llunyania de la nostra indiferència, amb el lleonet jovenívol del sol bolcat sobre els sembrats i sobre les herbes, amb la pètria solitud lineal de les muntanyes de color de farigola, o cobertes de pins tètrics —en aquestes tardes de la joventut de l’any, aquests ametllers florits són com una ànsia imaginada d’alguna forma paradisíaca debolida.

Per a comprendre la delicadesa entranyable de la sensibilitat d’aquests teixits, s’han de veure els ametllers sobre alguna extensió monstruosa i còsmica. Un ametller en flor, sobre l’estúpida grandiositat del mar, arriba a qualitats i delicadeses que no es poden descriure. És com una pàgina de Mozart, del trist, jovenívol, fugisser Mozart davant del descomunal bramul de la naturalesa.

Sobre les muntanyes gelades i mortes, pura mineralogia, aquesta flor arriba a una gràcia gairebé impertinent. Com el «David» del Verrocchio davant del gegant de dimensions incomprensibles. Graciosos ametllers que poseu sobre el món inhòspit i fred una il·lusió de temperatura blana, gairebé malaltissa! Què sou?, digueu-me! Sou un somni, un desig, un batec, un anhel o una pura il·lusió de l’esperit?

Jo crec que, en efecte, els ametllers són cosa de poesia, figuracions bellíssimes. Són cosa de tanta bellesa que quan, en virtut de la fugacitat de les coses, es produeix el desflorament, jo sento la mateixa buidor fonamental que vaig sentir el dia que a Càller, a Sardenya, em robaven la cartera.

Josep Pla (Les Hores. Ed. Selecta, 1953)

Nota del bloguero: Les minves o “calmas de enero” son reducciones del nivel del mar.

Fotos Almendros: Wikimedia Commons

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