CIPIÓN Y BERGANZA o EL COLOQUIO DE LOS PERROS
Novela y coloquio que pasó entre Cipión y Berganza, perros del Hospital de la Resurrección, que está en la Ciudad de Valladolid, fuera de la puerta del campo, a quien comúnmente llaman “Los perros de Mahude”.
FRAGMENTO:
CIPIÓN. —Berganza amigo, dejemos esta noche el Hospital en guarda de la
confianza y retirémonos a esta soledad y entre estas esteras, donde podremos
gozar sin ser sentidos desta no vista merced que el cielo en un mismo punto a
los dos nos ha hecho.
BERGANZA. —Cipión hermano, óyote hablar y sé que te hablo,
y no puedo creerlo, por parecerme que el hablar nosotros pasa de los términos
de naturaleza.
CIPIÓN.—Así es la verdad, Berganza; y viene a ser mayor
este milagro en que no solamente hablamos, sino en que hablamos con discurso,
como si fuéramos capaces de razón, estando tan sin ella que la diferencia que
hay del animal bruto al hombre es ser el hombre animal racional, y el bruto,
irracional.
BERGANZA. —Todo lo que dices, Cipión, entiendo, y el
decirlo tú y entenderlo yo me causa nueva admiración y nueva maravilla. Bien es
verdad que, en el discurso de mi vida, diversas y muchas veces he oído decir
grandes prerrogativas nuestras: tanto, que parece que algunos han querido
sentir que tenemos un natural distinto, tan vivo y tan agudo en muchas cosas,
que da indicios y señales de faltar poco para mostrar que tenemos un no sé qué
de entendimiento capaz de discurso.
CIPIÓN. —Lo que yo he oído alabar y encarecer es nuestra
mucha memoria, el agradecimiento y gran fidelidad nuestra; tanto, que nos
suelen pintar por símbolo de la amistad; y así, habrás visto (si has mirado en
ello) que en las sepulturas de alabastro, donde suelen estar las figuras de los
que allí están enterrados, cuando son marido y mujer, ponen entre los dos, a
los pies, una figura de perro, en señal que se guardaron en la vida amistad y
fidelidad inviolable.
BERGANZA. —Bien sé que ha habido perros tan agradecidos que
se han arrojado con los cuerpos difuntos de sus amos en la misma sepultura.
Otros han estado sobre las sepulturas donde estaban enterrados sus señores sin
apartarse dellas, sin comer, hasta que se les acababa la vida. Sé también que,
después del elefante, el perro tiene el primer lugar de parecer que tiene
entendimiento; luego, el caballo, y el último, la jimia.
CIPIÓN. —Ansí es, pero bien confesarás que ni has visto ni
oído decir jamás que haya hablado ningún elefante, perro, caballo o mona; por
donde me doy a entender que este nuestro hablar tan de improviso cae debajo del
número de aquellas cosas que llaman portentos, las cuales, cuando se muestran y
parecen, tiene averiguado la experiencia que alguna calamidad grande amenaza a
las gentes.
BERGANZA. —Desa manera, no haré yo mucho en tener por señal
portentosa lo que oí decir los días pasados a un estudiante, pasando por Alcalá
de Henares.
CIPIÓN. — ¿Qué le oíste decir?
BERGANZA. —Que de cinco mil estudiantes que cursaban aquel
año en la Universidad, los dos mil oían Medicina.
CIPIÓN. —Pues, ¿qué vienes a inferir deso?
BERGANZA. —Infiero, o que estos dos mil médicos han de
tener enfermos que curar (que sería harta plaga y mala ventura), o ellos se han
de morir de hambre.
CIPIÓN.—Pero, sea lo que fuere, nosotros hablamos, sea
portento o no; que lo que el cielo tiene ordenado que suceda, no hay diligencia
ni sabiduría humana que lo pueda prevenir; y así, no hay para qué ponernos a
disputar nosotros cómo o por qué hablamos; mejor será que este buen día, o
buena noche, la metamos en nuestra casa; y, pues la tenemos tan buena en estas
esteras y no sabemos cuánto durará esta nuestra ventura, sepamos aprovecharnos
della y hablemos toda esta noche, sin dar lugar al sueño que nos impida este
gusto, de mí por largos tiempos deseado.
BERGANZA. —Y aun de mí, que desde que tuve fuerzas para
roer un hueso tuve deseo de hablar, para decir cosas que depositaba en la
memoria; y allí, de antiguas y muchas, o se enmohecían o se me olvidaban.
Empero, ahora, que tan sin pensarlo me veo enriquecido deste divino don de la
habla, pienso gozarle y aprovecharme dél lo más que pudiere, dándome priesa a
decir todo aquello que se me acordare, aunque sea atropellada y confusamente,
porque no sé cuándo me volverán a pedir este bien, que por prestado tengo.
CIPIÓN.—Sea ésta la manera, Berganza amigo: que esta noche
me cuentes tu vida y los trances por donde has venido al punto en que ahora te
hallas, y si mañana en la noche estuviéremos con habla, yo te contaré la mía;
porque mejor será gastar el tiempo en contar las propias que en procurar saber
las ajenas vidas.
BERGANZA. —Siempre, Cipión, te he tenido por discreto y por
amigo; y ahora más que nunca, pues como amigo quieres decirme tus sucesos y
saber los míos, y como discreto has repartido el tiempo donde podamos
manifestallos. Pero advierte primero si nos oye alguno.
CIPIÓN.—Ninguno, a lo que creo, puesto que aquí cerca está
un soldado tomando sudores; pero en esta sazón más estará para dormir que para
ponerse a escuchar a nadie.
BERGANZA. —Pues si puedo hablar con ese seguro, escucha; y
si te cansare lo que te fuere diciendo, o me reprehende o manda que calle.
CIPIÓN. —Habla hasta que amanezca, o hasta que seamos
sentidos; que yo te escucharé de muy buena gana, sin impedirte sino cuando
viere ser necesario.
BERGANZA.—“Paréceme que la primera vez que vi el sol fue en
Sevilla y en su Matadero, que está fuera de la Puerta de la Carne; por donde
imaginara (si no fuera por lo que después te diré) que mis padres debieron de
ser alanos de aquellos que crían los ministros de aquella confusión, a quien
llaman jiferos. El primero que conocí por amo fue uno llamado Nicolás el Romo,
mozo robusto, doblado y colérico, como lo son todos aquellos que ejercitan la
jifería. Este tal Nicolás me enseñaba a mí y a otros cachorros a que, en
compañía de alanos viejos, arremetiésemos a los toros y les hiciésemos presa de
las orejas. Con mucha facilidad salí un águila en esto.”
CIPIÓN. —No me maravillo, Berganza; que, como el hacer mal
viene de natural cosecha, fácilmente se aprende el hacerle.
BERGANZA. — ¿Qué te diría, Cipión hermano, de lo que vi en
aquel Matadero y de las cosas exorbitantes que en él pasan? Primero, has de
presuponer que todos cuantos en él trabajan, desde el menor hasta el mayor, es
gente ancha de conciencia, desalmada, sin temer al Rey ni a su justicia; los
más, amancebados; son aves de rapiña carniceras: mantiénense ellos y sus amigas
de lo que hurtan. Todas las mañanas que son días de carne, antes que amanezca,
están en el Matadero gran cantidad de mujercillas y muchachos, todos con
talegas, que, viniendo vacías, vuelven llenas de pedazos de carne, y las
criadas con criadillas y lomos medio enteros. No hay res alguna que se mate de
quien no lleve esta gente diezmos y primicias de lo más sabroso y bien parado.
Y, como en Sevilla no hay obligado de la carne, cada uno puede traer la que
quisiere; y la que primero se mata, o es la mejor, o la de más baja postura, y
con este concierto hay siempre mucha abundancia. Los dueños se encomiendan a
esta buena gente que he dicho, no para que no les hurten (que esto es
imposible), sino para que se moderen en las tajadas y socaliñas que hacen en
las reses muertas, que las escamondan y podan como si fuesen sauces o parras.
Pero ninguna cosa me admiraba más ni me parecía peor que el ver que estos
jiferos con la misma facilidad matan a un hombre que a una vaca; por quítame
allá esa paja, a dos por tres meten un cuchillo de cachas amarillas por la
barriga de una persona, como si acocotasen un toro. Por maravilla se pasa día
sin pendencias y sin heridas, y a veces sin muertes; todos se pican de valientes,
y aun tienen sus puntas de rufianes; no hay ninguno que no tenga su ángel de
guarda en la plaza de San Francisco, granjeado con lomos y lenguas de vaca.
Finalmente, oí decir a un hombre discreto que tres cosas tenía el Rey por ganar
en Sevilla: la calle de la Caza, la Costanilla y el Matadero.
CIPIÓN. —Si en contar las condiciones de los amos que has
tenido y las faltas de sus oficios te has de estar, amigo Berganza, tanto como
esta vez, menester será pedir al cielo nos conceda la habla siquiera por un año,
y aun temo que, al paso que llevas, no llegarás a la mitad de tu historia. Y
quiérote advertir de una cosa, de la cual verás la experiencia cuando te cuente
los sucesos de mi vida; y es que los cuentos unos encierran y tienen la gracia
en ellos mismos, otros en el modo de contarlos (quiero decir que algunos hay
que, aunque se cuenten sin preámbulos y ornamentos de palabras, dan contento);
otros hay que es menester vestirlos de palabras, y con demostraciones del
rostro y de las manos, y con mudar la voz, se hacen algo de nonada, y de flojos
y desmayados se vuelven agudos y gustosos; y no se te olvide este
advertimiento, para aprovecharte dél en lo que te queda por decir.
BERGANZA. —Yo lo haré así, si pudiere y si me da lugar la
grande tentación que tengo de hablar; aunque me parece que con grandísima
dificultad me podré ir a la mano.
CIPIÓN. —Vete a la lengua, que en ella consisten los
mayores daños de la humana vida.
BERGANZA. —“Digo, pues, que mi amo me enseñó a llevar una
espuerta en la boca y a defenderla de quien quitármela quisiese. Enseñóme
también la casa de su amiga, y con esto se escusó la venida de su criada al
Matadero, porque yo le llevaba las madrugadas lo que él había hurtado las
noches. Y un día que, entre dos luces, iba yo diligente a llevarle la porción,
oí que me llamaban por mi nombre desde una ventana; alcé los ojos y vi una moza
hermosa en estremo; detúveme un poco, y ella bajó a la puerta de la calle, y me
tornó a llamar. Lleguéme a ella, como si fuera a ver lo que me quería, que no
fue otra cosa que quitarme lo que llevaba en la cesta y ponerme en su lugar un
chapín viejo. Entonces dije entre mí: La
carne se ha ido a la carne. Díjome la moza, en habiéndome quitado la carne: Andad Gavilán, o como os llamáis, y
decid a Nicolás el Romo, vuestro amo, que no se fíe de animales, y que del lobo
un pelo, y ése de la espuerta. Bien pudiera yo volver a quitar lo que me
quitó, pero no quise, por no poner mi boca jifera y sucia en aquellas manos
limpias y blancas.”
CIPIÓN. —Hiciste muy bien, por ser prerrogativa de la
hermosura que siempre se le tenga respecto.
BERGANZA. —“Así lo hice yo; y así, me volví a mi amo sin la
porción y con el chapín. Parecióle que volví presto, vio el chapín, imaginó la
burla, sacó uno de cachas y tiróme una puñalada que, a no desviarme, nunca tú
oyeras ahora este cuento, ni aun otros muchos que pienso contarte. Puse pies en
polvorosa, y, tomando el camino en las manos y en los pies, por detrás de San
Bernardo, me fui por aquellos campos de Dios adonde la fortuna quisiese llevarme”…
(Continúa el texto que podrán leer si pasan por su biblioteca o librería habitual, aunque también hay versión digital en Wikipedia y en Cervantes Virtual).
(Continúa el texto que podrán leer si pasan por su biblioteca o librería habitual, aunque también hay versión digital en Wikipedia y en Cervantes Virtual).
Miguel de
Cervantes Saavedra
Ilustración de la edición de 1783 de A. Sancha
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