CARTA DE UN TRADUCTOR CATALÁN A EDWARD ALBEE
“Por favor, complete una planilla con todas aquellas expresiones en español que no se ajusten exactamente al texto original en inglés, explicando detalladamente por qué debió apartarse de él”: algo así le escribió el representante de Edward Albee al traductor catalán Joan Sellent, que estaba trabajando sobre la obra A delicate balance del octogenario dramaturgo estadounidense. Sellent accedió a cumplir con el extraño requerimiento, según él, por amistad hacia los productores españoles de la obra, ya que de lo contrario no podrían montarla.
Pero la semana pasada se dio a conocer una carta abierta
dirigida a Albee por el catalán, que no es precisamente un recién llegado a la
traducción ni un desconocedor de sus múltiples riesgos y desafíos. Nacido en
Castellar del Vallés en 1948, es profesor de Traducción e Interpretación en la
Universidad Autónoma de Barcelona, tradujo decenas de obras desde el francés y
el inglés al catalán (desde novelas a guiones cinematográficos, pero sobre todo
piezas teatrales) y entre los autores que vertió al español o catalán están los
narradores Salman Rushdie, Paul Auster, Henry James, Noah Gordon y HG Wells, y
también dramaturgos como Tennessee Williams, Harold Pinter, David Mamet, Arthur
Miller, Neil LaBute, Oscar Wilde, George Bernard Shaw y, por supuesto, William
Shakespeare.
Así dice parte de la carta —por las dudas: bilingüe— que
dirigió al autor de Quién le teme a Virginia Woolf.
Creo que el respeto es una de las prioridades que el
traductor debe tener siempre presente y que este respeto tiene dos destinatarios
principales: por un lado, el texto original (y, por extensión, su autor); por
otro, los espectadores potenciales de la obra.
Permítame explicarle los principales motivos por los cuales
los requerimientos que recibí después de haber traducido su obra me provocaron
el impulso inmediato de no perder ni un minuto en acatarlos: básicamente me
sentí insultado como profesional al darme cuenta de que, luego de trabajar como
traductor durante más de treinta años, alguien esperaba que dedicara una parte
importante de mi tiempo a una tarea tan absurda como inútil.
En cuanto a la primera parte de sus exigencias —que anotara
«cualquier desviación de las exactas palabras inglesas»—, bien le puedo
asegurar que, exceptuando los nombres de los personajes y un par de topónimos o
referencias culturales, el resto de mi traducción es una absoluta y radical
desviación de las exactas palabras inglesas, sencillamente porque está escrita
en otro idioma. Un idioma que, por cierto, no es el español —como erróneamente
dice su correo— sino el catalán, una lengua que pertenece a la familia de las
lenguas romances y tiene características propias suficientes para conferirle la
condición de lengua autónoma en relación con el español y con otras ramas de
esta familia. Imagínese el largo kilométrico de la planilla si hubiera decidido
cumplir con este requerimiento literalmente.
Edward Albee
En cuanto a la parte final de sus exigencias —por qué
escogió las palabras que usó como reemplazo»—, podría limitarme a argumentar
que la dudosa oportunidad de una pregunta como ésta (piense por un momento en
que alguien que desconociera su idioma le hiciera la misma pregunta respecto de
una obra suya) me vuelve reticente a contestarla, pero dejaré de lado el amor
propio y haré el esfuerzo: señor Albee, las palabras escogidas lo fueron
simplemente porque el traductor las consideró apropiadas. Usted tenía todo el
derecho de temer que podía escoger palabras que traicionasen o distorsionasen
el sentido, la intención, el tono y el registro del original; no le diré que es
un temor del todo injustificado, porque no escasean los traductores que
maltratan y distorsionan lo que les cae en las manos, pero ¿cree que si yo
fuera uno de éstos habría de explicitar mis errores en la planilla que se me
obligaba a rellenar?
Creo firmemente que es decisivo y legítimo que el dramaturgo
haga valer su autoridad, sobre todo en estos tiempos en los que proliferan los
directores de escena que, en lugar de estar al servicio del texto, tienden a
tomarse libertades difícilmente justificables y a otorgarse una supuesta
autoría que no les corresponde. Estos directores con ínfulas de autor son uno
de los flagelos de la escena contemporánea. También considero absolutamente
legítimo el derecho del dramaturgo a controlar las traducciones de sus obras
antes de que lleguen a la imprenta o al escenario. Faltaría más.
No obstante, creo que cuando uno decide hacer valer sus
derechos —y ahora en referencia a cualquier ámbito de la actividad humana— cabe
esperar que el pragmatismo, el sentido común y la ética más elemental lo
inclinen a hacerlo de una manera inteligente y conveniente a sus intereses, y
no de forma ofensiva hacia la parte que supuestamente podría poner en riesgo
sus derechos. La experiencia de haber traducido su obra me ha hecho ver hasta
qué punto puede resultar lamentable la autoridad cuando se ejerce de una manera
que no tiene otra utilidad que humillar gratuitamente a un profesional que no
quiere otra cosa que hacer bien su tarea.
ORIGINAL COMPLETO EN
INGLÉS:
Dear Mr. Albee ,
About a
year ago I was commissioned to translate your play A Delicate Balance for
a specific production which premiered in Barcelona
last autumn.
As has
always been the case with all the plays I have translated for the stage, I
undertook this task with the intention of being as respectful as possible. I
believe respect is one of the priorities a translator should always have in
mind, and that such respect has two main addressees: the original text (and by
extension its author) on the one hand, and the potential audience on the other.
After I had
finished my translation of A Delicate Balance I was informed
about the obligation to submit to you, as the author of the original text, an
exhaustive five-column grid with the detailed specification of —I quote literally
from the e-mail sent by your agent— “any deviation from the exact English words
and the explanation why this couldn’t be directly translated into Spanish, and
why the words that were chosen were used.”
Allow me to
expose the main reason why those requirements triggered in me the immediate
impulse of not wasting a single minute in complying with them: I basically felt
insulted as a professional at realizing that, after having worked as a
translator for over thirty years, someone expected me to devote a hardly
negligible part of my own time to a task that was as preposterous as it was
useless.
As for the
first part of the above statement —“any deviation from the exact English
words”— I can assure you that, with the exception of the characters’ names and
the odd place name or cultural reference, the rest of my translation is an
absolute deviation from the exact English words, simply because it is written
in another language. A language, by the way, which is not Spanish —as is
erroneously specified in the quoted e-mail— but Catalan, which belongs to the
family of romance languages and has enough differential features as to enjoy
the status of an autonomous language with regard to Spanish or to any other in
that family. Fancy the kilometrical length the grid would have attained if I
had decided to meet such requirement literally.
As for the
final part of your demands —“… why the words that were chosen were used”—, I
could simply argue that the doubtful relevance of such a question (just imagine
someone who doesn’t know your language asking you such question regarding an
original work of yours) makes me rather reluctant to answer it, but
nevertheless I shall leave my self-esteem aside and will make the effort:
Mister Albee, the words that were chosen were used simply because the
translator thought them appropriate.
Joan Sellent
You were
perfectly entitled to fear I might have chosen and used some words that
betrayed or distorted the meaning, the intention, the tone and the register of
the original; I am not saying such fear would be altogether groundless, since
translators that ill-treat and distort any text they come across are not scarce
—but do you really think it possible that, had I been one of those, I would
have made my misdeeds explicit in the grid I was being compelled to fill in?
If I
finally gave in to your demands it was merely out of friendship with the
producers of the play, who had let me know that, if such demands were not
fulfilled, the author would stop the rehearsals and would not allow the play to
be staged (which would have inflicted a very serious financial blow to that
production company). Therefore I wasted some ten or twelve hours of my life on
making up a number of pompous pseudo-philological explanations in order to fill
in your grid; in other words, I drew up a list of utterly sterile absurdities
from beginning to end. What I can assure you is that, if I had been aware of
your demands before translating the play, I would have declined the commission
with hardly a second thought.
Perhaps
what I have written so far will make you suspect that I question the moral,
intellectual and legal right of a playwright to have the final say whenever one
of his plays is in the process of being produced. If this is the case, let me
hasten to say that nothing could be further from my intention. I firmly believe
in the legitimacy and importance of a playwright enforcing his authority,
especially in this day and age when stage directors proliferate who, instead of
being at the service of the text, tend to take quite a few hardly justifiable
liberties and bestow themselves with an authorship that does not belong to
them. Those stage directors who give themselves such author’s airs are indeed
one of the curses of the present-day theatrical world.
And
needless to say, I also regard as something totally legitimate the playwright’s
right to control the translations of his plays before they reach the press or
the stage. Of course I do. There are a lot of bad translations that, with their
semantic mistakes and stylistic imperfections, represent an annoying burden a
specific theatrical production may have to drag up to the stage and which is
often in a big problem for the production and its audience’s reception.
However,
when someone decides to enforce his rights —and now I am referring to any field
of human activity—I should think that practical logic, common sense and the
most elementary ethics would incline him to do it in such a way that is both
clever and useful to his own interests, rather than offensive to the party that
might supposedly endanger those rights. My personal experience of having had to
translate this play of yours has made me see how pathetic authority can be when
it is exerted in such a way that it’s of absolutely no use other than to
gratuitously humiliate a professional who has tried to do his job as well as he
can.
And allow
me to be a bit repetitive: your way of exerting your authority as a playwright
—at least as far as translations are concerned— is, from a pragmatic
point of view, absolutely useless. The grids you compel your translators to
fill in do not guarantee in the least the quality of a translation. Do you
honestly think it possible that anyone who has done a bad translation will be
able to detect his own translation mistakes and be as reckless as to enumerate
them explicitly?
In order to
guarantee some positive results in this sense, I cannot think of any other way
of achieving that than engaging the services of someone who is both proficient
in the source language and the target language and is at the same time familiar
enough with the requirements of theatrical language. Only if such person does a
detailed reading of the translation of the full text and confronts it with the
original will you be able to have a solid base for approving of or refusing a
translation, apart from saving your future translators a waste of time and an
unnecessary humiliation.
At the
beginning of this letter I mentioned respect as one of the priorities that
govern my work as a translator; it would have been really thoughtful of you if
such attitude had been reciprocal.
Yours,
Joan Sellent
Notas del bloguero: Parece
que al representante literario de Albee le gustó la respuesta del traductor,
pero presumo que no al destinatario de la misiva. Como dice Sallent, el
respecto debe ser mutuo, y si el autor desconfía del trabajo de su traductor,
lo tenía fácil, contratar los servicios de alguien que domine la lengua de
origen y la de destino y, por supuesto, que conozca el lenguaje teatral. Luego
confrontar los dos textos y así, llegado el caso, tener una base sólida para la
crítica. Esto está muy lejos de molestar, y en cierta forma humillar, al
traductor pidiéndole que la haga una absurda lista. Además ni sabía a que
lengua estaba traduciendo Sallent, ya que le habla de “palabras españolas”. Por
otra parte, decir que la profesionalidad y calidad de las traducciones
teatrales de Sellent son conocidas y reconocidas por profesionales, críticos y
todo amante del teatro que conoce su trabajo.
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