Por Clandestino
Menéndez
El alquimista, de Paulo Coelho, una novela publicada
por primera vez en 1988, supuso el primer éxito a nivel mundial del famoso
autor brasileño do perilha branca. En su momento, y hoy que lo
releo, sus páginas despertaron en mí una especie de llama repentina, de
combustión súbita, de deflagración interior de la que, sin más preámbulos,
quiero hacer partícipes a los lectores, en la seguridad de que me comprenderán.
Pero vamos por orden:
La novela se inicia con una serie de citas, prólogos,
entradillas, prefacios, facios y posfacios en los que el autor mezcla escenas
bíblicas con mitos griegos y hasta refranes populares, que tanto tienen que ver
unos con otros como el tango con el heavy
metal o Clint Eastwood con Karina. El caso es que, con esta introducción,
primero: Coelho se quita de en medio cerca de catorce páginas, que no son
pocas; y segundo: crea la ilusión de que está adentrando al lector en una
suerte de arcano, algo así como un puzzle cósmico donde todos los componentes,
aun los más peregrinos, van a estar relacionados, y si el lector, al fin, no
encuentra la clave de la unidad será por su culpa (la del lector, claro).
Aprovecha también Coelho, de paso, como los dentistas que
cuelgan todos sus títulos y diplomas en la sala de espera, para decirnos que él
estudió en su día Alquimia con un maestro de la leche, el maestro Ram, que le
dio clases mediante telepatía (así dice, no miento). Esta enseñanza a distancia
terminó por convertir a Coelho en un experto autorizado de toda autoridad para
hablar sobre el tema de la Gran Obra y, por qué no, sobre todo lo que se
tercie. Dicho lo cual, y cuando uno piensa ya que el autor va a tirarse todo el
libro mostrándonos su currículum y preambulándonos la historia, esta de pronto
comienza.
Y hete aquí que nos habla de un muchacho español, de nombre
Santiago, habitante de Andalucía, que un día siente la necesidad de viajar y
ver mundo, y entonces duda entre hacerse turista (verídico) o pastor. Al final
opta por el pastoreo porque así también puede tocar la flauta. Al comienzo de
la novela, este Santiago marcha con sus ovejas hacia Tarifa, ya sabes, lector,
el conocido centro ganadero, para vender allí su lana. Huyendo de todos los
tópicos, resulta que el muchacho, la última vez que estuvo en la villa tarifeña
para el esquileo, se enamoró de la hija del comprador de lana, culmen de toda
hermosura (la hija, no el comprador). El muchacho va todo el camino, entre
balido y balido, pensando en cómo conquistar a la muchacha y pedir su mano,
pero cuando va a entrar en la ciudad, de repente, y no se sabe muy bien por
qué, cambia de propósito y va a ver a una vieja gitana para que le lea un
sueño, el cual sueño, o yo estaba atontolinado y no me he dado cuenta (todo
puede ser), o no se nos ha dicho cuándo ni dónde lo ha tenido. Pero esto es lo
de menos: el caso es que el muchacho va a ver a la gitana interpretadora de
sueños que, para de nuevo escapar del tópico, se ha situado al fondo de una
casa, detrás de una cortina, y en un ambiente que recuerda no sé por qué al de
la consulta de la pitonisa Lola.
Sobrecogido (¿quién no?), el muchacho cuenta a la gitana que
ha soñado con que un tesoro le aguardaba en las pirámides de Egipto (y aquí se
ve de nuevo el truco coelhense de pretender crear un clima misterioso,
iniciático y profundo, a fuerza de meter en un mismo saco todo lo esotérico,
críptico, enigmático o simplemente raro que se va encontrando por ahí, desde
las Pirámides hasta el Santo Grial, pasando por los dólmenes de Stonehenge o
las alineaciones del Atlético de Madrid). La gitana le dice que lo que tiene
que hacer es, pues, ir a las Pirámides a por el tesoro, y entonces el muchacho,
de quien tres paginas atrás se nos ha dicho que estuvo en un seminario
estudiando latín, español y teología, resulta que no sabe qué es eso de las
Pirámides ni cuála cosa sea Egipto ni, si me apuran, qué sentido tiene la
preposición «de». Debido a todo ello, sale de la casa de la gitana muy
confundido.
Tiene lugar entonces uno de los episodios más catastróficos
de este libro, que comienza (o casi) con una frase ridícula que ya denunció en
su día un gran crítico como Héctor Abad Faciolince y que aquí reproduzco: “Era
un día caluroso y el vino, por uno de esos misterios insondables, conseguía
refrescar un poco su cuerpo”. Esto, efectivamente, de considerar como un
misterio insondable el hecho de que cuanto más bebe uno más menos sed tiene,
cuanto más come uno más se le pasa el hambre, y que durmiendo (oh, prodigio) se
va el sueño, es una de las mayores estupideces de la literatura escrita y oral
desde Homero aquí. Pero no acaba así este glorioso capítulo; sin darnos tiempo
a reponernos, se nos dice luego con el tono más solemne y grandilocuente una
simpleza tan obvia como que “cuando la gente ve siempre a las mismas personas
acabamos haciendo que pasen a formar parte de nuestras vidas”. Y ya para
remate, puntilla y descabello de un lector completamente entregado, Coelho, por
mente de Santiago, se nos mete a tratadista literario y opina que una de las
principales dificultades de las novelas es que aparecen muchos personajes y hay
que acordarse del nombre de todos, o al menos de la mayoría. “Si algún día él
[el muchacho] escribiese un libro, haría que cada vez apareciese sólo un
personaje, para que los lectores no tuviesen que ir recordando nombres de
memoria”. Yo creo, Coelho, que en un alarde técnico podría hacer que
apareciesen dos; el esfuerzo por seguir la novela sería doble pero podríamos
afrontarlo. Pero sigue, sigue Coelho, por boca de Santiago, presentando sus
ideales literarios; así, dice que una novela que estaba a la sazón leyendo el
muchacho «era buena, porque hablaba de un entierro en la nieve, lo cual le
transmitía una sensación de frío bajo aquel sol abrasador». Pues sí, puede ser,
aunque imagino que si la leyera un esquimal le parecería un bodrio y si la lee
de noche ya no digamos. En fin, que se ve que lo que quería el autor era crear
un personaje humilde y sencillo y lo que ha creado es una singular mezcla de
Forrest Gump y George Bush II comiendo galletitas saladas.
Pero sigue la historia, pese a todo, y ¿con quién me dirán
que se encuentra el tal Santiago en las calles de Tarifa? Pues nada menos que
con Melquisedec, rey de Salem, habitual por aquellos pagos. "Mi nombre es
Melquisedec —dijo el anciano—. ¿Cuántas ovejas tienes? —Las suficientes
—respondió el muchacho". Y todo sigue así, por estos derroteros de pregunta
abrupta / respuesta seca. Por ejemplo: “¿Cómo es Salem? —preguntó el muchacho.
—Como ha sido siempre", le responde el anciano. Coelho se ve que quería hacer
aquí de Melqui (permítanme que, en confianza, le llame a partir de ahora así)
un personaje profundo e interesante, pero lo único que consigue con estas
preguntas y respuestas desaboridas es convertirle en un tío borde y un tantito
gilipollas. El caso es que Melqui, después de todo, le revela a Santiago "la
mayor mentira del mundo". Aquí se la transcribo porque estas cosas siempre
viene bien saberlas:
“Es ésta: en un momento determinado de nuestra existencia
perdemos el control de nuestra vida y pasa a ser gobernada por el destino. Ésta
es la mayor mentira del mundo”.
Y, a cuenta de esto, insta Melqui al muchacho a realizar su
Historia Personal (quédese el lector con esto de las mayúsculas, porque más
adelante hablaré sobre ello). En este punto es cuando Coelho se torna heroico y
dice las grandes frases que le han hecho famoso. De entrada, dice que “cuando
quieres con voluntad alguna cosa, es porque ese deseo nació en el alma del
Universo. Es tu misión en la Tierra”. ¿Y cómo sabe uno, me pregunto yo, que
tiene esa auténtica voluntad, esa voluntad absoluta, esa voluntad
abracadabrante? El autor no lo dice pero la respuesta parece obvia: siguiendo
las enseñanzas de Coelho y leyendo (mejor, comprando) todos sus libros. La
segunda joya, que viene a continuación, es la más celebre del perillán
brasileño, al extremo que es la que emplea para, sentado al borde de la playa,
anunciar sus obras completas, y dice así: “Cuando tú quieres una cosa, todo el
Universo conspira para que realices tu deseo”. Esta frase, simbólica de Coelho,
es precisamente la más cursi, ñoña e ingenua de las proferidas por el autor
(con ser éstas muchas), y para colmo, además de ramplona, es falsa (quiero
pensar que inocentemente falsa, pero falsa de toda falsedad) pues, y voy a
hablar un momento en serio, ¿qué hay de aquellos cojos que desean con todo su
corazón andar o de aquellos ciegos que desean con toda su alma ver? ¿Qué ocurre
para que no vean cumplido su deseo?, ¿que no lo desean con la suficiente fuerza
y el Universo no conspira entonces? Hay veces, señor Coelho, que la estupidez y
la cursilería pueden resultar ofensivas.
El caso es que, por soltarle tamaña memez, Melqui le cobra
al muchacho una décima parte de sus ovejas, aun siendo el rey de Salem rico y
opulento. La razón es que "todo tiene un precio. Eso es lo que tratan de
enseñar los Guerreros de la Luz". Lo cual, por mucho que se adorne guerreril y
luminícamente, no es sino una burda justificación para el hecho de que Coelho,
estando como asegura estar en posesión del secreto de la vida (así parece
sostenerlo a veces y completamente en serio), no lo ponga al servicio de la
Humanidad sino que lo venda en dosis encuadernadas a 9 euros más IVA (tal me
costó este bolodro, que no me despachó precisamente ningún Guerrero de la Luz,
sino una dependienta de El Corte Inglés).
El viejo al fin se marcha y a su salida se suceden grandes
catástrofes, o si no juzgue el lector este párrafo, tontuno por demás: “Un
viento empezó a soplar. Él conocía aquel viento: la gente lo llamaba de
Levante, porque con este viento llegaban también las hordas de infieles (¿Qué
tendrá que ver los infieles con el viento, Paulo? La gente lo llama de Levante
porque viene de donde se levanta el sol). Hasta que conoció Tarifa, nunca había
pensado que África estuviese tan cerca (pues sí, cuando estaba en Groenlandia
pensaba que África estaba mucho más lejos). Esto era un gran peligro: los moros
podrían invadirles nuevamente (mejor lo dejamos aquí, Paulo, que no está el
horno para bollos)”.
Hecho, como se ve, un piélago de dudas, el muchacho repara
entonces en un vendedor de palomitas de maíz que, según le explicará el rey de
Salem, un día quiso cumplir su Historia Personal pero se compró el carrito y la
fue aplazando, aplazando, y así indefinidamente. Y digo yo, y el lector habrá
apreciado, que sucediéndose la historia en un ambiente presuntamente simbólico
y con un vago eco medieval, ¿no habría un elemento menos pop, y nunca mejor
dicho, menos circunstancial y más sugerente que un vendedor de palomitas, que
ya de por sí suena a cachondeo? Comoquiera que sea, a la vista de aquel
proletario del maíz Santiago decide desprenderse de su cabaña ovina y lanzarse
en pos de su Historia Personal.
Y aquí haré un pequeño inciso, como anuncié, sobre el tema
de las mayúsculas, que Paolo va desparramando aquí y allá por todo el texto
para remarcar infinidad de conceptos, para sufrimiento de quienes, como yo,
además de una gran finura literaria y pirómana, también tenemos sensibilidad
tipográfica, y nos duele ver cómo en muchas ocasiones el texto parece una
auténtica montaña rusa, pues el autor mayusculiza conceptos tales como Historia
Personal (ya citado), Secreto de la Felicidad (cómo no), Suerte del
Principiante, Maestro Jardinero, Amor de Madre, Entresuelo Izquierda, y así un
sinfín más hasta alcanzar la cumbre, que ocurre cuando, atacado por el estro,
va Paulo y escribe “Todas las Cosas”.
A Todo Esto ya tenemos a nuestro protagonista en África,
donde apenas llegar, por la forma en que el muchacho (transmutado ya claramente
en Forrest Gump) saca el dinero obtenido con las ventas de sus ovejas del
bolsillo y comienza a mostrarlo a palmas abiertas por zocos y tabernas, algo,
un no sé qué, un qué sé yo, una indicación sutil del autor, nos hacía sospechar
que iban a robárselo. Al fin, al cabo de tres o cuatro páginas (mucho tardaron,
de todas maneras), efectivamente se lo roban, pero el muchacho no se lo toma a
mal porque "sintió de repente que podía mirar el mundo (...) como un aventurero
en busca de un tesoro". Una consolación digna de Boecio.
Así las cosas, se ve obligado a entrar a trabajar para un
Mercader de Cristales (las mayúsculas son de Paulo), con quien se entiende
perfectamente porque el muchacho, según declara, “hacia muchos años que hablaba
con las ovejas en un lenguaje sin palabras”. También ayudó un poco que el
Mercader chapurreara algunos idiomas. Santiago quiere dinero rápido para estar
al día siguiente mismo en Egipto, a lo que el Mercader le revela que para llegar
a Egipto tiene que atravesar todo el desierto, ante lo cual el muchacho se
queda desolado, y el lector más, al pensar en el dinero que se gastaron sus
padres en darle una educación seminarista, latina y teológica para que, total,
no aprendiera ni siquiera eso que todo el mundo sabe. En fin, el muchacho es un
zoquete, qué vamos a hacerle, pero limpiando cristales resulta ser un hacha y
pronto llega a alcanzar en maestría al Mercader, quien según declara conoce,
después de treinta años, “todos los detalles del funcionamiento del cristal”.
Ah, el cristal, ese mecanismo tan complicado.
El aprendizaje cristalero del protagonista hace que Coelho
haga estas consideraciones sobre él: “Hubo una época en que le pareció que las
ovejas podían enseñarle todo sobre el mundo. // Pero las ovejas no hubieran
podido enseñarle árabe. // “Debe de haber en el mundo otras cosas que las
ovejas no puedan enseñar”, pensó el muchacho”. Así que se decide a proseguir
con su viaje hacia las Pirámides, después de enriquecerse con el negocio de los
cristales, lo cual demuestra que, muchas veces, para hacer dinero y escribir bestsellers no hace falta mucha
inteligencia. Más bien lo contrario.
Para ello, el muchacho se une a una caravana. Caravana, por
lo demás, bien asombrosa, pues según luego nos enteraremos “no importaba
cuántas vueltas tuviese que dar, la caravana seguía siempre en dirección a un
punto”. Este maravilloso suceso ocurre así también (y no deja de admirarme) con
los autocares Alsa: uno se monta en el que marca: “destino, La Coruña” y, por
esas cosas del azar, acaba por lo general llegando a La Coruña, ante el pasmo
de los viajeros. Hay ocasiones, sí, en que el autocar de pronto vira y se
dirige hacia Almería, pero más bien suele ocurrir lo otro.
La caravana echa a andar y, según nos explica Coelho, “en el
desierto sólo se oía el viento perpetuo, el silencio y los cascos de los
animales”. Sería un desierto empedrado. Entre los miembros de la caravana, el
muchacho se encuentra con un inglés cuya vida, «toda su vida, todos sus estudios
se encaminaban en busca del lenguaje único que hablaba el Universo». Esto del
lenguaje es una “coleada” más según la cual todas las cosas (o sea, Todas las
Cosas) hablan una suerte de Lenguaje Universal cuyas palabras principales son “suerte”,
“coincidencia”, “premonición” y más adelante se le irán ocurriendo otras. Esta
búsqueda del Lenguaje Universal (que, según parece, viene a ser la Alquimia) ha
hecho del inglés un tipo sabio al modo “coelhense”, es decir, capaz de soltar
sentencias como ésta: “Cuando no se puede volver, sólo debemos estar
preocupados por el mejor modo de seguir adelante”. En este punto, me tomo la
libertad de proponerle al brasileño unas cuantas sentencias más de parecido
jaez, por si acaso algún día se queda sin ellas. Máximas del estilo a: “Si uno
anda, ya no está parado”, “Si uno corre, avanza más rápido” o “Si uno tiene dos
rivales por delante, entonces no existe fuera de juego”.
A todo esto, dedican el inglés y el ex pastor (y el jefe de
la caravana, que se les une de vez en cuando para hacer una apostilla) la larga
travesía del desierto a aclarar lo del lenguaje que hablan todas las cosas, que
es algo que habíamos entendido a la primera y con lo que Coelho llega a ponerse
ciertamente pesadísimo. El tema se reduce a esto: “El mundo tiene un Alma, y
quien entienda esa Alma entenderá el lenguaje de las cosas”, pero repetido, ya
digo, mil veces. Así mismo, durante la travesía, desarrollan una especie de
filosofía de baratillo, o pensamiento todo a cien, que se reduce prácticamente
al tema del carpe diem (aprovechar el
momento) pero dicho con una solemnidad ridícula. Como cuando, por ejemplo, el
muchacho llega a la conclusión de que «mientras estoy comiendo, no hago nada
que no sea comer. Si estuviese caminando, sólo caminaría». Conozco yo, sin
embargo, gente capaz de comer mientras camina, de silbar mientras trabaja, e
incluso bastantes, y perdón por lo vulgar, que se meten al escusado con un
periódico; sin duda, todos ellos deben de ser prodigios de la naturaleza, según
esta filosofía coelhense fabricada a vuelapluma.
En estas y otras simplezas, llegan al oasis de Al-Fayoum, y
(cito textualmente): “El muchacho no podía creer lo que estaba viendo: en lugar
de ser un pozo rodeado por algunas palmeras —como había leído una vez en un
libro de historia—, el oasis era mucho mayor que varias aldeas de España”. Es
decir, que el muchacho, después de haberse no se sabe cuánto tiempo en un
seminario, ignora dónde está, siquiera por aproximación, Egipto, uno de los
países más nombrados del mundo, pero sin embargo conoce y ha leído en libros de
historia sobre Al-Fayoum. Ciertamente asombroso. Aunque tal vez lo que quería
decir Coelho (y no lo logra) es que el muchacho tenía una noción de los oasis
(en general, no de ese en concreto) adquirida en los libros. Seguramente era
esto, por ello quede aquí como prueba de que, además de lo huero de la
filosofía que impregna (mejor, que pringa) este librillo, está escrito en
muchas ocasiones de forma deslavazada y sin gracia.
Allí en el oasis donde la caravana hace un alto el muchacho
se empieza a acercar al puro lenguaje del mundo. “Y esto se llamaba Amor”. Es
entonces cuando el nivel de cursilería asciende varios grados y el lector
desprevenido corre el riesgo de palmar de una hiperglucemia. “Y cuando estas
personas se cruzan y sus ojos se encuentran, el pasado y el futuro pierden toda
importancia, y solamente existe aquel momento, y aquella certeza increíble...”,
es un ejemplo del estilo, que durará a partir de aquí durante varios capítulos,
prácticamente hasta el final, y contra el que las autoridades sanitarias
deberían tomar medidas drásticas.
En medio de estas consideraciones sobre el Amor el muchacho
tiene tiempo para advertir cosas como que “las dunas cambian con el viento,
pero el desierto permanece igual”. Quede el lector con los ojos fijos sobre
esta frase, igual que hace ante los dibujos de tres dimensiones, y tras un
breve rato, de súbito, se le mostrará nítidamente su estupidez.
Cerca de treinta, cuarenta, cincuenta páginas sobre el Alma
del Mundo y el Lenguaje Universal, por si quedaba algún lector despistado no
había captado el concepto. En medio de tal engrudo, de pronto el muchacho tiene
una visión: dos gavilanes peleándose, que interpreta como que en breve dos
ejércitos librarán una batalla en aquel lugar. Se lo cuenta al jefe del oasis y
cuando sale de su tienda de pronto le intercepta un caballero, que pregunta con
voz ronca: “¿Quién osó leer el vuelo de los gavilanes?” “Yo osé —dijo el
muchacho”, y aquel fue el comienzo de una gran amistad.
El caballero en cuestión resulta ser un Alquimista que pone
al muchacho al cabo de la calle sobre una cuestión; ¿adivinan cuál? Sí señor,
el Alma del Mundo y el Lenguaje Universal, en largas charlas que el muchacho
escucha admirado, como si no hubiera oído nunca. Bien es verdad que el Alquimista emplea como ilustraciones
consejas de este estilo: “El mal no es lo que entra en la boca del hombre. El
mal es lo que sale de ella”, que suenan, por muy alquimista que sea uno, a
cartel de bienvenida del Asador Fermín.
Para colmo de males, Coelho se nos releva como machista.
Juzgue el lector: resulta que en sus reflexiones sobre el Alma del Mundo y Todo lo Demás, el muchacho ha conocido a una
tuaregsa, o como se diga, de nombre Fátima. El muchacho duda entre proseguir
viaje o quedarse con Fátima. El Alquimista le conmina a que siga su viaje en
pos de su Historia Personal porque “ella ya encontró su tesoro: tú», y más
adelante le dice que marche sin cuidado "porque una mujer del desierto sabe
esperar a su hombre”. Es lo que se dice: la mujer, con la pata quebrada y en el
oasis.
Lo cursi va creciendo por páginas, hasta llegar a tal grado
de empalagosidad que hace temer por los empastes del lector. ¿Pues qué, si no,
el diálogo que se trae de pronto el muchacho en mitad del desierto con su
corazón y donde se dicen cosas tan sensibles como “nosotros, los corazones,
vamos hablando cada vez más quedo, pero no nos callamos nunca”, junto con otras
mil cosas por un estilo que me da repeluzno repetir?
Lo de la Historia Personal y todo lo demás tenia cierto (muy
poco, pero cierto) pase mientras se mantenía en el terreno de lo cursi, pero
cuando llega al nivel de la majadería resulta francamente cargante. Aquí va esta
escena que se comenta por sí sola. El muchacho y el Alquimista se encuentran
una concha (caparazón de molusco, para nuestros lectores sudamericanos) en el
desierto. El muchacho se la acerca al oído y oye el rumor del mar. Entonces
aclara el Alquimista: “El mar sigue dentro de esta concha, porque es su
Historia Personal. Y nunca la abandonará, hasta que el desierto se cubra
nuevamente de agua”.
De pronto, llegan los malos al oasis y sorprenden al
muchacho y al Alquimista en medio de sus incalificables elucubraciones. A
cambio de que no les maten, el Alquimista dice que el muchacho «se transformará
en viento». Ahí es nada. El muchacho, claro, le mira con asombro, pero el
Alquimista le tranquiliza diciéndole: “No te preocupes. Generalmente la muerte
hace que las personas lleguen a ser más sensibles a la vida”. Ante lo cual el
muchacho se tranquiliza. ¿Quién no?
El caso es que el muchacho se tira dos días mirando hacia el
desierto, y al tercero llega la gran prueba: debe convertirse en viento. ¿Cómo
lo hará?, se pregunta el lector. Pues nada más fácil. Como el muchacho ha
aprendido el Lenguaje Universal que habla Todo Quisqui, se pone a hablar con el
desierto, con el aire, con el Sol, para que le presten su poder, y todos acaban
remitiéndole al mismo: al de arriba. Con «la Mano que lo escribió todo» le
llaman, pero vamos, es el Altísimo. Allá va el muchacho a entrevistarse con él,
ni corto ni perezoso, ayudado por el sentimiento del Amor, y tiene lugar
entonces lo que en términos alquímicos técnicos se conoce como “la racatombe”.
Al cabo de lo cual, el muchacho se ha convertido en viento, los malos se
encogen de hombros y se van, el chico sigue en pos de su Historia Personal y yo
decido cerrar el libro a falta de pocas páginas porque, sinceramente, ya no
puedo más con él.
Sólo me queda, acaso, hacer una consideración general sobre
las posibles virtudes que hicieron de este libro un bestseller, y los palparios
defectos que hacen de él una obra mala sin paliativas. Entre las claves del
éxito cuenta sin duda el hecho, que ya apuntó Héctor Abad Faciolince, crítico
antes nombrado, de que Coelho sigue el esquema simple y básico que se encuentra
detrás de todos los cuentos infantiles y que es una especie de esquema de
comprensión universal, el ABC de los cuentos: joven se ve llamado a realizar
una misión, joven emprende viaje, joven se enamora, joven ha de superar una
serie de pruebas, joven triunfa. Asimismo habría que apuntar, entre los
propulsores del éxito, el hecho de que Coelho hace proselitismo, al distinguir
claramente entre nosotros, los que leemos la novela y tenemos una sensibilidad
y un sentido de lo trascendente, y el resto; y asimismo dice lo que cualquiera
quiere oír: que al final, en el último momento, aunque todo parezca apuntar
hacia lo contrario, tus sueños se realizarán y serás feliz. Súmesele a esto un
lenguaje elemental, sin riesgo, en ocasiones de parvulario, y tal vez se
empiece a comprender el porqué del éxito coelhense.
Entre los defectos habría muchos que apuntar, pero baste
uno, que es sin duda el más grave, y es la total falta de sentido del humor del
escritor, su insufrible engreimiento, el hecho de que realmente (¡realmente¡)
se cree que nos está dando la clave de la existencia y que está introduciendo
al lector en un mundo de espiritualidad. Sólo por eso, por no querer
distanciarse de sí mismo, resulta un libro extremadamente ridículo, tal vez uno
de los más ridículos que se hayan escrito nunca.
Tomado de:
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