Por: Ignacio González Orozco
Si el anterior jefe de Estado español, Juan
Carlos de Borbón, se tenía por “hermano mayor” del rey de Marruecos, Mohamed
VI, quiere decir que su hijo Felipe debe de ser el “primo” alto del opresor del
pueblo saharaui y gran exprimidor de los bienes nacionales de sus propios
súbditos marroquíes.
Parece que ambos países mantienen hoy
excelentes relaciones, y eso no está mal, pero no ocurría lo propio hace 95
años, el 22 de julio de 1921, cuando 20.000 soldados
españoles —o mejor dicho, los supervivientes de ese contingente— se retiraban a
la desesperada hacia Melilla, huyendo de la acometida de las cabilas
insurgentes lideradas por Abd el-Krim el-Jatabi (1882-1963), futuro presidente
de la efímera República Socialista del Rif (1921-1926).
Ese repliegue militar hispano pasó a la historia como el Desastre de Annual, la tragedia mayor del despropósito supino de la guerra de Marruecos, un conflicto que se prolongó entre 1909 y 1927. Allí fue derrotado un ejército con pobre equipamiento y deficientemente alimentado, mal dispuesto para el combate tanto en el aspecto táctico como psicológico; víctima de los errores de estrategia y logísticos del alto mando (y también de sus corruptelas).
El comandante en jefe de la fuerza, general
Silvestre, buscó la gloria personal en la tentativa de una victoria rápida y
aplastante sobre los insurrectos, sin ponderar las limitaciones de sus
efectivos ni los recursos reales del enemigo. La retirada, pronto huida, se
inició el 22 de julio, forzada por el ataque masivo de los cabileños sobre
posiciones de difícil defensa y mal comunicadas entre sí. Seis jornadas de
carnicería después, alrededor de 3.000 militares españoles en desbandada
alcanzaron la posición fortificada de Monte Arruit, donde acabaron siendo
masacrados, ya rendidos, por la numerosa hueste cabileña. Solo unos pocos
cientos lograron salvarse del holocausto: algunas decenas llegaron a Melilla,
fueron salvados in extremis por barcos de la marina de guerra o pudieron
refugiarse en la zona de Marruecos bajo administración francesa, mientras los
otros tuvieron la suerte de ser rescatados de las gumias por los cadíes de las
cábilas, que invocaron la compasión hacia los prisioneros prescrita por la ley
islámica cuando sus fieles ya se habían cobrado un terrible tributo de sangre.
Del general Silvestre, nunca más se supo: desapareció en los primeros compases
de la retirada y ni unos ni otros lograron encontrar su cadáver.
Crónica de Manuel Florentín en el “ABC”
(1921)
Cabe decir también que muchos de los
balazos que mataron a soldados españoles fueron disparados con los fusiles
vendidos de contrabando a los rebeldes por un prohombre hispano, el multimillonario
mallorquín Juan March (gran patriota: más tarde financiaría el “Glorioso
Alzamiento Nacional”), cuyos descendientes presumen hoy de abolengo, excelencia
empresarial y mecenazgo obviando la memoria de las buenas prácticas del
fundador de la saga. También debe recordarse que las levas para Marruecos solo
afectaban a las clases populares, pues previo pago de 2.000 pesetas de entonces
—era mucha pasta— se esquivaba la mili; otra modalidad de escaqueo, destinada a
los universitarios (¿quién podía permitirse en aquel tiempo el lujo de cursar
estudios superiores?), consistía en acogerse a la modalidad de “voluntario de
un año”, supuesto en el cual se realizaba un servicio militar más corto que los
tres años habituales, y con elección de destino por parte del interesado (así
se libró de ir a la guerra marroquí otro patriota entre los patriotas, José
Antonio Primo de Rivera). Y es que la flor y nata de la juventud plutócrata
española tenía su puesto de combate reservado en las tertulias de los cafés y
las páginas de opinión de los diarios propagandísticos de la época, malversando
conciencias en pro de la sangría.
Más curiosidades: horrible fue la matanza
de prisioneros españoles a manos de los cabileños, cierto, tanto como el
bombardeo de los aduares con armas químicas lanzadas por la aviación española,
incluido el célebre gas mostaza usado en la Primera Guerra Mundial. O como la
crueldad demostrada para con sus propios compatriotas por los soldados
regulares (tropas marroquíes del ejército hispano), los mismos que alcanzaron
fama de vesania quince años después, con ocasión de la Guerra Civil española.
Sin olvidar al Tercio de extranjeros, la Legión, que entre otras bellaquerías lanzó
por el acantilado a los prisioneros rifeños tras el desembarco de Alhucemas y
en presencia de su comandante, un tal Francisco Franco Bahamonde (el hecho es
verídico: lo contempló desde el aire el aviador Ignacio Hidalgo de Cisneros,
futuro as de la aviación republicana, y puso denuncia ante la superioridad
militar, que por supuesto se cruzó de brazos).
¿Qué hacían allí esos soldados? Ni más ni
menos que defender los "intereses patrios" de políticos como el conde
de Romanones, valido del rey Alfonso XIII, varias veces jefe del consejo de
ministros y uno de los principales accionistas de las minas del Rif, que le
deparaban pingües beneficios. Las élites extractivas que hegemonizaban la
política española habían ampliado su actividad predatoria a los recursos
naturales del norte de Marruecos, migaja colonial consentida a España en la
pantagruélica bacanal de la Conferencia de Berlín (1884-1855), por supuesto sin
consideración hacia el parecer de los habitantes del lugar, tenidos por
despreciables salvajes, ni a la vida de los súbditos del rey Alfonso. Al monarca,
que solo se parecía a sus antepasados en la afición a cabaretear y encamarse
con mujeres del pueblo y la farándula, le hacía ilusión la perspectiva de ornar
su reinado con glorias militares evocatorias de los triunfos imperiales de sus augustos
precedentes, pero solo logró igualar las derrotas de los más desdichados de
ellos. Suerte que con el paso de las décadas llegaría José María Aznar, el
nuevo Cid Campeador, y su Gran Capitán particular, Federico Trillo, conductor
victorioso e inspirado cronista de la gesta de Perejil.
Transportando enfermos en la guerra del Rif
en la que murieron más de 13.000 soldados españoles
En conclusión, miles de jóvenes españoles de
las clases trabajadoras del campo y las ciudades murieron absurdamente en la
guerra de Marruecos, en aras de ambiciones particulares y por designio de políticos
al servicio de intereses oligárquicos. Fueron víctimas de un sistema político languideciente,
más interesado en sobrevivir sobre su rentabilidad parasitaria que en atender
las demandas reales de unos ciudadanos adormecidos por la demagogia de las
proclamas épicas. En fin, que cada cual establezca los paralelismos con la
actualidad que considere acertados.
Actualmente no hemos caído en semejante
dislate bélico (poquito faltó en Perejil, esa amada porción de España acerca de
cuya existencia tan pocos españoles podían dar fe antes de que ser ocupada por
Marruecos), pero los ingredientes para ese u otro desastre social ya están
servidos por los grandes chefs de la cosa pública… Y la sufriente abulia del
pueblo, también. Las glorias de El Gallo y Joselito han sido sustituidas por
las de Vicente del Bosque y sus virtuosos del balón, que son más
internacionales (cuidado, que hemos entrado en una nueva decadencia
balompédica), y ahora, al orgullo patrio le llaman Marca España, pero lo
sustancial estriba en que el efecto amnésico homologa unas gestas y otras, y
embriaga con efímeros consuelos incluso a quien se muere de hambre bajo la
maldición bíblica del desempleo.
Muy pocos recordarán Annual, porque a
muchos no les interesa hacerlo.
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