Cuatro palabras
En el curso
de mi vida literaria, he escrito varios libros de viaje. Uno de ellos, “Cartes
de lluny”, que se publicó hace poco más de quince años, recibió, por parte del
público, una acogida bastante cordial.
Hasta ahora,
he tenido la desgracia de no poder presentar a mis lectores un libro sobre
algún país remoto, exótico y extraordinario. En mis libros, no hay mosquitos,
ni leones, ni chacales, ni objeto alguno sorprendente o raro.
Confieso
sentir, por otra parte, poca afición por el exotismo. Mi heroísmo y bravura son
escasos. Me gustan los países civilizados. Desde el punto de vista de la
sensibilidad me daría por satisfecho plenamente si pudiera llegar a ser un hombre
europeo. He sido siempre aficionado a la “mateotte” de anguilas, a la becada en
canapé y a la perdiz mediterránea.
Antiguamente,
el viajar, era un privilegio de los grandes. Solía ser la coronación normal de
los estudios de un hombre. En nuestra época, se generalizó y abarató de tal
manera que un hombre como yo ha podido vivir durante veinte años en casi todos
los países de Europa, por cuatro cuartos. Pero esto, también se ha terminado.
Por el momento, no viajan más que los propagandistas y los diplomáticos.
Viajaba,
ciertamente, mucha gente, pero quizá, el número de personas que se desplazaban
para formar su inteligencia y enriquecer su sensibilidad ha sido menor en
nuestra época que un siglo o dos atrás. En nuestro país había tres pretextos
esenciales para pasar la frontera: la peregrinación a Lourdes, la luna de miel
y los negocios. ¡Cuánta gente ha ido a Lourdes en los últimos decenios! Se iba
allí a ver el milagro, a cantar el “Ave”, a pedir a la Virgen que intercediera
por nuestros pobres cuerpos y almas.
La luna de
miel era otro de los grandes pretextos para hacer un largo viaje. A mi
entender, sin embargo, la luna de miel es una mala época para contemplar el
mundo externo con agudeza y claridad. Es cosa muy ardua ejecutar dos cosas
importantes a la vez. Para salir de casa, es esta, quizá, la peor época de la
vida. Si los recién casados hubieran tenido una ligera idea de su economía, nos
hubiéramos ahorrado los espectáculos que todos hemos visto en la estación de
Francia: verlos llegar fatigados, descompuestos, deshechos, pidiendo
mentalmente a gritos las zapatillas, maldiciendo Europa y sus museos, sus
monumentos y su cocina detestable. No. No es buena época la luna de miel para
hacer casi nada. Lo mejor, en estos casos, es salir a tomar un rato el sol por
la Diagonal o el Paseo de Gracia.
Y el tercer
pretexto, los negocios, era como los anteriores. Uno viaja, generalmente, para
ver las llamadas cosas inútiles del mundo —que son las únicas importantes— y
los negocios no dejan tiempo para nada.
Lo esencial,
para aprovechar un viaje es tomarlo como finalidad misma. Andar por el mundo un
poco al azar es muy agradable. Viajar sin tener un objeto concreto, es una auténtica
maravilla. Yo siento que podría curarme de todos mis vicios y de todas mis
virtudes —caso de que tenga alguna—. Lo que no podré dejar jamás es mi
recalcitrarte vagabundaje.
Hay que
viajar para descubrir, con los propios ojos que el mundo es muy pequeño, y por
tanto que es absolutamente necesario hacer un esfuerzo para dignificar la visión
hasta llegar a ver las cosas en grande. Hay que viajar para darse cuenta de que
una pasión una idea, un hombre, sólo son importantes si resisten una proyección
a través del tiempo y del espacio. No hay nada como alejarse un poco para
curarse de la psicosis de la proximidad, de la deformación de la proximidad, de
la que todos estamos atacados. Hay que viajar para aprender —a pesar de todo— a
conservar, a perfeccionar, a tolerar. Es en este sentido, creo, que los
antiguos aconsejaban el desplazamiento. Creían que era un buen método para
aprender a prescindir de pequeñeces, de difusos detalles, de torcidos
cubiliteos tribales, de grandiosidades escenográficas y falsas. La pieza de
caza del viajar es la aventura. La aventura es la flor, el perfume del azar y
de la diversidad. A veces es una puerta que se abre ante un mundo insospechado,
sobre un mundo que se sabe donde empieza y no se sabe donde acaba…
Portada de la 2ª edición. Ediciones
Destino, Barcelona, 1943.
En fin, ya que no se puede
viajar como antes, hay que viajar de
todos modos. Aquí está el fruto de mis recientes, insignificantes vagabundajes. Viajando en autobús, el vuelo es gallináceo.
La finalidad de este libro es
triple: primero, aspiro, como todos los autores de libros, a ganar con él,
algún dinerillo para ir tirando.
Segundo: en
el momento de escribirlo he tratado de contrastar hasta qué punto puedo llegar,
manejando esta lengua, a la desnudez estilística, a la simplificación máxima de
la manera literaria. No tengo ningún inconveniente en confesar que el
considerable esfuerzo que he debido hacer —lo digo para que a nadie se le
ocurra agradecérmelo— no ha sido logrado.
Finalmente
espero —y esto es cosa mía— que este libro será leído dentro de cien años
cuando algún curioso —y espero, gustoso— erudito trate de resucitar la vida que
estamos arrastrando —el temporal que estamos capeando. Esta tercera finalidad,
es importantísima. La segunda también. Y la primera, no digamos.
J.P. Mas Pla, 1941-1942
(Prólogo del libroViaje en autobús, de Josep Pla)
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