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viernes, 18 de marzo de 2016

La levitación de Sor Clarisa


Clarisa fue una muchacha excepcionalmente guapa, así como altanera y caprichosa, como niña que provenía de una familia adinerada que siempre le dio todos los gustos. Entrada en la adolescencia cayó en el desenfreno sexual, acompañado de drogas y alcohol, y de todos cuantos vicios pueda generar lo más oscuro de la naturaleza humana. Pese a todo, llegó a los veintiún años rozagante y bella, sin que su cuerpo mostrara los estragos de una vida disipada. Pero su alma agonizaba.
De nada parecían servir los llantos y oraciones de su abuela, rogando por su salvación. Vástago de un decadente hogar, con un padre que ocupaba todo su tiempo sólo en hacer dinero, y una madre que no pensaba más que en lujos, saraos y otras frivolidades, se crió en la más absoluta libertad, sin freno ni disciplina de ninguna especie. Cuando entró en la vorágine del mal vivir, fue considerada como un caso perdido y se desentendieron absolutamente de ella, al punto de olvidar que tenían una hija.
Una madrugada salía de una orgía, saturada de alcohol y de cocaína, tras haber tenido relaciones con cinco hombres a la vez, y se dio por andar sola por las calles de la ciudad. En la mitad de un puente se detuvo a mirar el río, el fluir agitado de las aguas. Hastiada ya de sí misma, por un instante pasó por su mente: ¿Y si termino con todo esto, si dejo que el río y luego la mar me traguen en sus fauces, y nadie sepa ya más nada de mí?
En estas reflexiones estaba, y cuando ya elevaba una pierna para traspasar la barandilla y dar con su cuerpo en las aguas turbulentas, elevando al azar los ojos vio en la orilla un templo, un templo pequeño y humilde, que parecía llamar al recogimiento. Sus pasos, como si no fueran los suyos, la dirigieron hacia allí. Aquel templo tenía una pequeña portezuela abierta. Por fuera, el sacristán lavaba la vereda.
La niña se detuvo ante la fachada, y al escuchar el saludo de aquel hombre, como por cumplido le comentó:
-¡Qué bonita iglesia!
-Todo es bello donde está Dios –le respondió, agregando tras una breve pausa-. ¿Quiere usted pasar? Aún no está abierta, pero en sus ojos veo que necesita consuelo.
Clarisa, como si una fuerza superior a ella empujara sus pasos, ingresó a la capilla y, cohibida y algo amedrentada, se sentó en el último asiento. No pisaba una iglesia desde que, siendo una cría, acompañaba a su abuela, cogida de su mano.
Frente a sí, desde el altar, la imagen doliente de Jesús crucificado parecía mirarla. El místico aroma que desprendía un sahumerio la llevó a un estado de ensoñación y, sumida en un duermevela, soñó -¿fue acaso un sueño?- que Jesús crucificado se desprendía de la cruz y avanzaba hacia ella. La imagen se detuvo frente a Clarisa y, con infinita dulzura, le apoyó la mano diestra sobre su cabeza. Sintió la muchacha un amor y una felicidad muy intensa, una sensación muy antigua y olvidada, como en los días de su infancia, cuando todo era inocencia, cuando todo era sorpresa.
-Hija mía –le dijo el Cristo-, yo nunca te abandonaré, ¿por qué me has dejado tú?
Como fulminada por un rayo, la niña se derrumbó, esparciéndose en el frío mármol del piso, cuan larga era, con sus brazos en cruz. Al volver a la conciencia, el sacristán y el cura la observaban, recostada en un banco de la sacristía. El anciano sacerdote dio un paso hacia atrás, elevó las palmas y sus ojos hacia el Cielo, con el arrobo de un santo barroco.
-Un aura de luz corona tu testa –afirmó.

Al comenzar esta relación usé el pretérito indefinido no por capricho ni por imprecisión, dije “Clarisa fue…” porque a partir de su encuentro con Dios, nuestra niña murió a la que era, a la Clarisa pecadora y libertina, y renació en la Clarisa que todos conocemos.
Prosigamos, pues, con la relación. Al salir de aquel templo, se llegó nuevamente al puente, al mismo lugar donde se había antes detenido, arrojó su abrigo de visón a la corriente, sus alhajas, su reloj de oro, su bolso de piel de cocodrilo repleto de frivolidades. Castigada por el intenso frío del invierno, encaminó sus pasos hacia su casa, mientras mentalmente decía y repetía: Vanitas, vanitatum… Al llegar al hogar, se dirigió a su habitación, cogió todo el dinero que tenía guardado en un cajón y fue a la habitación de la criada, lo dejó en sus manos, pidiéndole:
-Dame la más miserable de tus ropas.
Las cogió, las vistió, y así ataviada fue a la habitación de su abuela. La anciana señora se hallaba de rodillas en su reclinatorio. Oraba, y al mover los labios, le llegaba a la boca el sabor salado y amargo de sus lágrimas. Mónica se llamaba la señora, como la madre de San Agustín. Ante la imagen del crucificado a la que oraba su abuela la niña cayó de hinojos. Sorprendida, la señora le preguntó:
-Niña, ¿qué te sucede?
-Abuela, seca tus lágrimas. Dios me ha llamado, y tomaré los hábitos.

Sor Clarisa vivió a partir de entonces en el olvido de sí. Todo su ser se volcó a la oración, a la mortificación y a aliviar los pesares del prójimo, con entusiasmo inquebrantable, con el mismo frenesí de su vida libertina. Apenas comía cuando no la pasaba de ayuno en ayuno, y el cilicio de su cintura, que jamás se quitaba, más que dolor la llenaba de dicha. Su alegría era tan intensa, tan contagiosa, que era capaz de sacarle una sonrisa al ser más desdichado de la tierra.
Pronto adquirió una gran popularidad. De toda la ciudad y de todos los pueblos aledaños se acercaban para verla, y se organizaban turismos en autobuses trayendo a centenares de personas, ansiosas de recibir la paz que de ella emanaba. Corrió pronto la fama de santa, que ella negaba con fervor diciendo:
-Yo he sido y soy la peor de las pecadoras, mi verdadero lugar es el infierno.
Y pronto llegaron a verla enfermos, enfermos desahuciados por la medicina, parias, desdichados sin trabajo y miserables, y a ellos como a todos, sólo les ofrecía su angelical sonrisa y algunas palabras de consuelo. Y se dio el caso de que muchos paralíticos echaron por tierra sus muletas y comenzaron a andar, y muchos borrachos dejaron para siempre de beber, un criminal de la peor calaña, un irrecuperable, se presentó por sí solo ante la justicia, una madre a punto de abortar parió feliz cinco criaturas, y un multimillonario donó todos sus bienes a la iglesia al morir.
-No, no, dejadme –se defendía Sor Clarisa-, yo no hago nada, yo soy la última de las mujeres. Si se produce algún milagro, es Dios quien lo hace, no yo.
Pero así como tuvo sus fieles, tuvo también sus detractores, los que nunca faltan, y aparecieron médicos, científicos que pretendieron explicar con la ciencia sus milagros, reducirlos a simples fenómenos naturales. Sor Clarisa, lejos de enfadarse con ellos, los amaba mucho más, y a ellos dedicaba sus primeros rezos, pues si bien tenían razón en que ella no hacía ningún milagro sino su Señor, la hacía sufrir saber que por su falta de fe se les cerraban las puertas del Paraíso.

Una mañana de primavera, en que las calles y los parques de la ciudad renacían en una policromía floral, y el aire olía a azahar, y eran las palabras, los gestos y los actos de Sor Clarisa cual florecillas de San Francisco, es mañana reunió en su derredor más gente que nunca, creyentes, gentes con dudas de fe, escépticos, agnósticos, ateos, llegados muchos de los ligares más recónditos del planeta movidos por su fama, y en un momento sucedió…
Sor Clarisa cerró sus ojos, elevó su rostro al cielo, y sus manos se apretaron firmemente a su corazón, como si quisiese escapar de su cuerpo. Sus muslos se juntaron fuertemente, se quebró ligeramente su cintura hacia atrás, y entró en estado de éxtasis. Comenzó a levitar. Todos, creyentes y no creyentes, al verla así suspiraron al unísono, y al punto que todos exclamaron a un tiempo: Milagro. El cuerpo de la santa quedó suspenso a una altura de unos veinte metros. Su atracción mística aspiró el aire, con su aroma floral, que infló la falda de su hábito, adoptando la redondez de una campana. Sus piernas se separaron, como dos badajos, y todos los presentes escucharon, anonadados, el tañido celestial de una campana.
-¡Jo, tío! –exclamó uno de los presentes más cercanos, alertando con un codazo a un compañero:
-¡Qué pasa!
-¡Qué no lleva bragas!

Arturo Seeber Bonorino

(Del libro de relatos: La levitación de Sor Clarisa. Divertimentos anticlericales. Ed. El Garaje, Madrid. Febrero, 2016.)

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