"Hace
tres años, en el otoño de 1997, R.G. se suicidó. En el convulso clima que
imperaba entonces un hecho de esta naturaleza, se comprende, no tuvo nada de
extraordinario. Incluso hoy en día para el lector –en el caso de que este libro
llegue a tener algún lector– la muerte, sea cual sea su motivo –los boletines
oficiales clasifican de forma abrumadora los motivos en la categoría de
«triviales»–, forma parte de los asuntos cotidianos de la vida. Da igual el
periódico o el canal de televisión que las gentes elijan, porque en cualquiera
de ellos se encontrarán con la crónica de las muertes del día. Si por una u
otra razón no la encuentran, se inquietan, les entra un malestar parecido al
que sienten los que acostumbran a leer habitualmente el horóscopo cuando el
periódico o el canal en cuestión lo ha omitido. En tales circunstancias, un
suicidio no sorprende a nadie. Tampoco yo pretendo sorprender a nadie al
rememorar el suicidio del señor R.G.
Las razones que me empujan a atraer la atención, por poca que sea, sobre este caso tienen que ver con una obligación, digamos, moral. El suicidio se produjo en mi casa, en una de las habitaciones de la vivienda que habito, que tenía alquilada a la víctima. Y a propósito, ignoro si en el presente caso será acertado o no hablar de víctima. Los desdichados que optan por el suicidio para solucionar las contradicciones que mantienen consigo mismos o con el mundo, quizá con ambos, son propiamente víctimas. Pero si no viene a cuento o suscita controversia, lo retiro. Al fin y al cabo, los términos no tienen para mí la menor importancia. De los términos se ocupan los especialistas y yo no lo soy. Como he remarcado antes, solo soy el testigo de un suicidio. Y este se produjo cierto día en una de las habitaciones de mi casa. A esta circunstancia se añadirán después otras mucho más esenciales.
Para mí, R.G. no era un inquilino normal y corriente. Él no se presentó en mi casa solo porque de entre un montón de anuncios escogiera el mío. En el caso que nos ocupa, pues, la casualidad no intervino. Conocía a R.G. y él me conocía a mí. Para él yo era un viejo amigo de su padre y para mí él era el hijo único de un amigo de toda la vida. En este aspecto me siento doblemente concernido, tanto en relación con el padre como con el hijo, y presa de un indeleble sentimiento de culpa que me pesa en el alma.
Cuando R.G. se suicidó yo me encontraba en un bar próximo a mi edificio tomando una copa. Uno de los vecinos llegó a la carrera y me apremió para que lo dejara porque en mi vivienda se había oído un disparo de pistola y algo, pues, debía de haber ocurrido. A decir verdad, al principio no le di importancia. No tenía por qué dársela. Los tiros se oían día y noche por doquier y bien podía ser que el vecino creyera que el disparo procedía de mi casa. No me inquieté tampoco por otra razón de mayor calado: al salir de mi casa cerca de una hora antes, había dejado a R.G. en mi estudio. Llevaba encerrado allí alrededor de diez días, prácticamente de la mañana a la noche, escribiendo algo a máquina. Pese a los problemas suscitados en ocasiones por su delicado estado mental, nada en su comportamiento de aquellos días me hacía vaticinar que lo que estaba redactando era una especie de testamento, su última palabra antes de abandonar este mundo.
Encontramos el cuerpo de R.G. en su habitación. Se había dado muerte sobre la cama y yo cerré la puerta de inmediato, apenas lo vislumbré desde lejos tendido y anegado en sangre. La policía llegó muy rápido, a los diez minutos de telefonearle yo. Me quedé de nuevo en el pasillo cuando cierto número de civiles y de azules uniformados, por tomar prestado la jerga periodística, entraron en la habitación y se consagraron al suicida el tiempo que consideraron necesario para obtener alguna prueba material, entre ellas una pequeña pistola modelo ruso TT de fabricación china. Los expertos me hicieron saber, no sin extrañeza, que no habían encontrado escrito alguno, ni siquiera una nota por breve que fuera.
–Normalmente –se me quejó uno de ellos–, los suicidas dejan alguna clase de explicación, a modo de disculpa o de acusación, sobre el acto que cometen, lo que nos ayuda bastante a esclarecer el caso. Ahora bien, según parece, este chaval no ha querido dejar nada, se lo ha llevado todo consigo.
Me encogí de hombros. Y por poco no cometo una estupidez. –Estás en un error –estuve a punto de decirle–, es imposible que no encuentres ninguna prueba por escrito. Desde hace diez días, la víctima escribía algo con mi máquina que seguramente debe estar en alguna parte.
La intuición me ayudó a no cometer esa estupidez. Solo me encogí de hombros, cerré la boca y me mantuve mudo en el pasillo hasta que ellos acabaron su trabajo, inspeccionaron y fotografiaron la escena y el cadáver. Al final, colocaron el cuerpo sobre una camilla, los expertos sellaron la puerta de la habitación y se marcharon todos. Pero el asunto, como era de esperar, no se dio por zanjado. Tuve que hacer acto de presencia cada vez que al juez instructor del caso se le ocurría interrogarme. Es esta una fastidiosa historia en la que no merece la pena que me extienda. Después llegó el momento en que los expertos juzgaron razonable cerrar el caso. Todo apuntaba a un puro y clásico suicidio, fruto de un delicado estado mental, y me dejaron en paz.
Ahora, tres años después, considero llegado el momento de recatarlo. Mis declaraciones, en los cerca de dos meses que duraron las diligencias y hasta que se archivó el caso, fueron honestas salvo en un punto, en el que mentí de modo consciente. Me refiero al testimonio escrito. Yo mantuve la patraña de que la víctima no había dejado nada escrito, información que acreditó mi vecino. Cuando abrimos la puerta de la habitación y vimos sobre la cama al suicida, ninguno de los dos entró. Hasta aquí todo era absolutamente cierto. Mi patraña comenzó en cuanto se fueron los expertos, me quedé solo y me entraron las dudas. «No, amigo mío, no –me dije–. Tú no puedes haberte ido así, no es tu estilo.» Y entré en mi estudio. La máquina de escribir estaba en su sitio, tapada con su funda de tela contra el polvo. Sobre la mesa no había ninguna hoja en blanco o escrita. En la papelera ningún trozo de papel arrugado. Lo que buscaba lo encontré en el armario, entre una hilera de carpetas. Estaba colocado de manera que saltara a la vista. Era una vieja carpeta, de esas de cartón grueso con gomas.
A continuación le brindo al lector el contenido de esa carpeta. Considero innecesaria una nota preliminar, cualquier tipo de aclaración o comentario estilístico. De hacerlo denigraría la memoria del difunto. Pero quizá tenga interés una precisión. En su testimonio R.G. tuvo a bien no aparecer con su verdadero nombre. Lo que me induce a una serie de hipótesis y, sobre todo, a la dolorosa sospecha de que la indecisión y la falta de resolución para quitarse la vida asaltaron durante largo tiempo al difunto. En cuanto al resto de actores, buena parte de los cuales son conocidos míos, aparecen con sus nombres verdaderos.
La decisión de ofrecer el contenido de la carpeta no la tomé enseguida. Necesité tres años para decidirme. Hube de superar las dudas, los escrúpulos morales comúnmente aceptados. Y considerar los peligros a afrontar. Pero ¿quién podría asegurar hoy, en nuestra tierra albanesa, que no se siente expuesto a toda clase de peligros?".
(Prólogo a El sueño de Damocles, de Fatos Kangoli. Traducción directa del albanés, María Roces González. Editorial Siruela)
SINOPSIS
El sueño de Damocles es la historia de una locura. También es una hermosa tragedia de amor que nos zambulle en los oscuros recovecos de la realidad albanesa. Una recreación en clave contemporánea de la historia de Romeo y Julieta; como escenario, la Tirana de los años noventa donde las mafias dominan todas las esferas sociales, y la corrupción y la miseria se perpetúan sin visos de esperanza. El joven Ergys, estudiante de Literatura, trabaja como camarero en el café-bar Pacífico donde conoce a Linda, una pintora de la que se enamora perdidamente: un amor prohibido porque, durante la época de la dictadura, la familia de la chica estaba al lado de los verdugos, y la familia de Ergys en el de los reprimidos. Comienza entonces para Ergys un verdadero descenso a los infiernos donde los instantes de delirio y lucidez se suceden, donde pasado y presente se mezclan. Rodeado de alucinaciones, acosado por el terrible fantasma de un Damocles que hace pender sobre él su amenazante espada, Ergys decide quitarse la vida. Antes del acto final, emprende la tarea de dejar la confesión escrita, en descarnados retazos, de la serie de acontecimientos que le han arrastrado a tomar esa terrible decisión.
Las razones que me empujan a atraer la atención, por poca que sea, sobre este caso tienen que ver con una obligación, digamos, moral. El suicidio se produjo en mi casa, en una de las habitaciones de la vivienda que habito, que tenía alquilada a la víctima. Y a propósito, ignoro si en el presente caso será acertado o no hablar de víctima. Los desdichados que optan por el suicidio para solucionar las contradicciones que mantienen consigo mismos o con el mundo, quizá con ambos, son propiamente víctimas. Pero si no viene a cuento o suscita controversia, lo retiro. Al fin y al cabo, los términos no tienen para mí la menor importancia. De los términos se ocupan los especialistas y yo no lo soy. Como he remarcado antes, solo soy el testigo de un suicidio. Y este se produjo cierto día en una de las habitaciones de mi casa. A esta circunstancia se añadirán después otras mucho más esenciales.
Para mí, R.G. no era un inquilino normal y corriente. Él no se presentó en mi casa solo porque de entre un montón de anuncios escogiera el mío. En el caso que nos ocupa, pues, la casualidad no intervino. Conocía a R.G. y él me conocía a mí. Para él yo era un viejo amigo de su padre y para mí él era el hijo único de un amigo de toda la vida. En este aspecto me siento doblemente concernido, tanto en relación con el padre como con el hijo, y presa de un indeleble sentimiento de culpa que me pesa en el alma.
Cuando R.G. se suicidó yo me encontraba en un bar próximo a mi edificio tomando una copa. Uno de los vecinos llegó a la carrera y me apremió para que lo dejara porque en mi vivienda se había oído un disparo de pistola y algo, pues, debía de haber ocurrido. A decir verdad, al principio no le di importancia. No tenía por qué dársela. Los tiros se oían día y noche por doquier y bien podía ser que el vecino creyera que el disparo procedía de mi casa. No me inquieté tampoco por otra razón de mayor calado: al salir de mi casa cerca de una hora antes, había dejado a R.G. en mi estudio. Llevaba encerrado allí alrededor de diez días, prácticamente de la mañana a la noche, escribiendo algo a máquina. Pese a los problemas suscitados en ocasiones por su delicado estado mental, nada en su comportamiento de aquellos días me hacía vaticinar que lo que estaba redactando era una especie de testamento, su última palabra antes de abandonar este mundo.
Encontramos el cuerpo de R.G. en su habitación. Se había dado muerte sobre la cama y yo cerré la puerta de inmediato, apenas lo vislumbré desde lejos tendido y anegado en sangre. La policía llegó muy rápido, a los diez minutos de telefonearle yo. Me quedé de nuevo en el pasillo cuando cierto número de civiles y de azules uniformados, por tomar prestado la jerga periodística, entraron en la habitación y se consagraron al suicida el tiempo que consideraron necesario para obtener alguna prueba material, entre ellas una pequeña pistola modelo ruso TT de fabricación china. Los expertos me hicieron saber, no sin extrañeza, que no habían encontrado escrito alguno, ni siquiera una nota por breve que fuera.
–Normalmente –se me quejó uno de ellos–, los suicidas dejan alguna clase de explicación, a modo de disculpa o de acusación, sobre el acto que cometen, lo que nos ayuda bastante a esclarecer el caso. Ahora bien, según parece, este chaval no ha querido dejar nada, se lo ha llevado todo consigo.
Me encogí de hombros. Y por poco no cometo una estupidez. –Estás en un error –estuve a punto de decirle–, es imposible que no encuentres ninguna prueba por escrito. Desde hace diez días, la víctima escribía algo con mi máquina que seguramente debe estar en alguna parte.
La intuición me ayudó a no cometer esa estupidez. Solo me encogí de hombros, cerré la boca y me mantuve mudo en el pasillo hasta que ellos acabaron su trabajo, inspeccionaron y fotografiaron la escena y el cadáver. Al final, colocaron el cuerpo sobre una camilla, los expertos sellaron la puerta de la habitación y se marcharon todos. Pero el asunto, como era de esperar, no se dio por zanjado. Tuve que hacer acto de presencia cada vez que al juez instructor del caso se le ocurría interrogarme. Es esta una fastidiosa historia en la que no merece la pena que me extienda. Después llegó el momento en que los expertos juzgaron razonable cerrar el caso. Todo apuntaba a un puro y clásico suicidio, fruto de un delicado estado mental, y me dejaron en paz.
Ahora, tres años después, considero llegado el momento de recatarlo. Mis declaraciones, en los cerca de dos meses que duraron las diligencias y hasta que se archivó el caso, fueron honestas salvo en un punto, en el que mentí de modo consciente. Me refiero al testimonio escrito. Yo mantuve la patraña de que la víctima no había dejado nada escrito, información que acreditó mi vecino. Cuando abrimos la puerta de la habitación y vimos sobre la cama al suicida, ninguno de los dos entró. Hasta aquí todo era absolutamente cierto. Mi patraña comenzó en cuanto se fueron los expertos, me quedé solo y me entraron las dudas. «No, amigo mío, no –me dije–. Tú no puedes haberte ido así, no es tu estilo.» Y entré en mi estudio. La máquina de escribir estaba en su sitio, tapada con su funda de tela contra el polvo. Sobre la mesa no había ninguna hoja en blanco o escrita. En la papelera ningún trozo de papel arrugado. Lo que buscaba lo encontré en el armario, entre una hilera de carpetas. Estaba colocado de manera que saltara a la vista. Era una vieja carpeta, de esas de cartón grueso con gomas.
A continuación le brindo al lector el contenido de esa carpeta. Considero innecesaria una nota preliminar, cualquier tipo de aclaración o comentario estilístico. De hacerlo denigraría la memoria del difunto. Pero quizá tenga interés una precisión. En su testimonio R.G. tuvo a bien no aparecer con su verdadero nombre. Lo que me induce a una serie de hipótesis y, sobre todo, a la dolorosa sospecha de que la indecisión y la falta de resolución para quitarse la vida asaltaron durante largo tiempo al difunto. En cuanto al resto de actores, buena parte de los cuales son conocidos míos, aparecen con sus nombres verdaderos.
La decisión de ofrecer el contenido de la carpeta no la tomé enseguida. Necesité tres años para decidirme. Hube de superar las dudas, los escrúpulos morales comúnmente aceptados. Y considerar los peligros a afrontar. Pero ¿quién podría asegurar hoy, en nuestra tierra albanesa, que no se siente expuesto a toda clase de peligros?".
(Prólogo a El sueño de Damocles, de Fatos Kangoli. Traducción directa del albanés, María Roces González. Editorial Siruela)
SINOPSIS
El sueño de Damocles es la historia de una locura. También es una hermosa tragedia de amor que nos zambulle en los oscuros recovecos de la realidad albanesa. Una recreación en clave contemporánea de la historia de Romeo y Julieta; como escenario, la Tirana de los años noventa donde las mafias dominan todas las esferas sociales, y la corrupción y la miseria se perpetúan sin visos de esperanza. El joven Ergys, estudiante de Literatura, trabaja como camarero en el café-bar Pacífico donde conoce a Linda, una pintora de la que se enamora perdidamente: un amor prohibido porque, durante la época de la dictadura, la familia de la chica estaba al lado de los verdugos, y la familia de Ergys en el de los reprimidos. Comienza entonces para Ergys un verdadero descenso a los infiernos donde los instantes de delirio y lucidez se suceden, donde pasado y presente se mezclan. Rodeado de alucinaciones, acosado por el terrible fantasma de un Damocles que hace pender sobre él su amenazante espada, Ergys decide quitarse la vida. Antes del acto final, emprende la tarea de dejar la confesión escrita, en descarnados retazos, de la serie de acontecimientos que le han arrastrado a tomar esa terrible decisión.
Fatos Kongoli
Fatos Kongoli (Elbasan, Albania Central, 1944).
Matemático de formación, trabajó como periodista literario y redactor
editorial. Después de la caída del régimen de Enver Hoxha comenzó a
publicarse su obra literaria, que obtuvo un gran reconocimiento tanto en su
país como en el extranjero. Actualmente, reside en Tirana. Junto a Ismail
Kadare, Kongoli es el más reconocido escritor albanés según la crítica
internacional.
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