Por Julio Ramón
Ribeyro
El Rosedal era la hacienda más codiciada del valle de Tarma,
no por su extensión, pues apenas llegaba a las quinientas hectáreas, sino por
su cercanía al pueblo, su feracidad y su hermosura. Los ricos ganaderos
tarmeños, que poseían enormes pastizales y sembríos de papas en la alta
cordillera, habían soñado siempre con poseer ese pequeño mundo donde, aparte de
un lugar de reposo y esparcimiento, podrían hacer un establo modelo, capaz
de surtir de leche a todo el vecindario.
Pero la fatalidad se encarnizaba en sustraerles estas
tierras, pues cuando su propietario, el italiano Carlo Paternoster, decidió
venderlas para instalarse en Lima prefirió elegir a un compatriota, don
Salvatore Lombardi, quien por añadidura nunca había puesto los pies en la
sierra. Lombardi fue además el único postor que pudo pagar en líquido y al
contado el precio exigido por Paternoster. Los ganaderos serranos eran
mucho más ricos y movían millones al año, pero todo lo tenían invertido en
sembríos y animales y metidos como estaban en el mecanismo del
crédito bancario, no veían generalmente el fruto de su fortuna más que en
la forma abstracta de letras de cambio y derecho de sobregiro.
Don Salvatore, en cambio, había trabajado durante cuarenta
años en una ferretería limeña, que con el tiempo llegó a ser suya y juntado
billete sobre billete un capital apreciable. Su ilusión era regresar algún día
a Tirole, en los Alpes italianos, comprarse una granja, demostrar a
sus paisanos que había hecho plata en América y morir en su tierra natal
respetado por los lugareños y sobre todo envidiado por su primo Luigi Cellini,
que de niño le había roto la nariz de una trompada y quitado una novia, pero
nunca salió del paisaje alpino ni tuvo más de diez vacas.
Por desgracia los tiempos no estaban como para regresar a
Europa, donde acababa de estallar la segunda guerra mundial. Aparte de ello don
Salvatore contrajo una afección pulmonar. Su médico le aconsejó entonces que
vendiera la ferretería y buscara un lugar apacible y de buen clima donde pasar
el resto de sus días. Por amigos comunes se enteró que Paternoster vendía El Rosedal
y renunciando al retorno a Tirole se instaló en el fundo tarmeño, dejando
a su hijo en Lima encargado de liquidar sus negocios.
La verdad es que por El Rosedal pasó como una nube veraniega
pues, a los tres meses de estar allí, cuando había emprendido la refacción de
la casa-hacienda, comprado un centenar de vacas y traído de Lima muebles y
hasta una máquina para fabricar tallarines, murió atragantado por una
pepa de durazno. Fue así como Silvio, su único heredero, quedó como propietario
exclusivo de El Rosedal.
A Silvio le cayó esta propiedad como un elefante desde un
quinto piso. No solo carecía de toda disposición para administrar una hacienda
lechera o administrar cualquier cosa, sino que la idea de enterrarse en una
provincia le puso la carne de gallina. Todo lo que él había deseado de niño era
tocar el violín como un virtuoso y pasearse por el jirón de la Unión con sombrero
y chaleco a cuadros, como había visto a algunos elegantes limeños. Pero don
Salvatore lo había sacrificado por su maldita idea de regresar a Tirole y
vengarse de su primo Luigi Cellini. Tiránico y avaro, lo metió a la tienda
antes de que terminara el colegio, justo cuando murió su madre, y lo mantuvo
tras el mostrador como cualquier empleado, pero a propinas, despachando todo el
día en mandil de tocuyo, tornillos, tenazas, plumeros y latas de pintura. No
pudo así hacer amigos, tener una novia, cultivar sus gustos más secretos,
ni integrarse a una ciudad para la cual no existía, pues para la rica
colonia italiana, metida en la banca y en la industria, era el hijo de un
oscuro ferretero y para la sociedad indígena una especie de inmigrante sin
abolengo ni poder.
Sus únicos momentos de felicidad los había conocido
realmente de niño, cuando vivía su madre, una mujer delicadísima que cantaba
operas acompañándose al plano y que le pagó con sus ahorros un profesor de
violín durante cuatro años. Luego algunas escapadas juveniles y
nocturnas por la ciudad, buscando algo que no sabía lo que era y que por
ello mismo nunca encontró y que despertaron en él cierto gusto por la soledad,
la indagación y el sueño. Pero luego vino la rutina de la tienda, toda su
juventud enterrada traficando con objetos opacos y la abolición progresiva de
sus esperanzas más íntimas, hasta hacer de él un hombre sin iniciativa ni
pasión.
Por ello tener, a los cuarenta años, que responsabilizarse
de una propiedad agrícola y por añadidura administrar su vida le pareció
excesivo. O una u otra cosa. Lo primero que se le ocurrió fue vender la
hacienda y vivir con su producto hasta que se le acabara. Pero un resto de
prudencia le aconsejó conservar esas tierras, ponerlas en manos de un buen
administrador y gozar de su renta haciendo lo que le viniera en gana, si alguna
vez le daba ganas de hacer algo. Para ello, naturalmente, tenía que viajar a
Tarma y estudiar sobre el terreno la forma de llevar a cabo su proyecto.
La hacienda la había visto muy de paso, cuando tuvo que
venir precipitadamente de Lima para recoger el cadáver de don Salvatore y
conducirlo al cementerio de la capital.
Pero ahora que volvió con mayor calma quedó impresionado por
la belleza de su propiedad. Era una serie de conjuntos que surgían unos de
otros y se iban desplegando en el espacio con el rigor y la elegancia de una
composición musical.
Para empezar, la casa. La vieja mansión colonial de dos
pisos, construida en forma de U entorno a un gran patio de tierra, tenía arcos
de piedra en la planta baja y una galena con balcón y soportales de madera en
los altos, rematada por un tejado de dos aguas. En medio del ala central se elevaba
una especie de torrecilla que culminaba en un mirador cuadrangular cubierto de
tejas, construcción extraña, que rompía un poco la unidad del recinto, pero le
daba al mismo tiempo un aire espiritual. Cuando uno entraba al patio por el
enorme portón que daba a la carretera se sentía de inmediato abrazado por las
alas laterales y aspirado hacia una vida que no podía ser más que enigmática,
recoleta y deleitosa.
Los bajos estaban destinados a la servidumbre e
instalaciones y los altos a la residencia patronal. Y esta la componían
una sucesión de alcobas espaciosas, donde Silvio identificó tres salones, un
comedor, una docena de dormitorios, una vieja capilla, cocina, baño y un saldo
de piezas vacías que podrían servir de biblioteca, despensa o lo que
fuese. Todas las habitaciones tenían empapelados antiguos, bastante desvaídos,
pero tan complicados y distintos –escenas de caza, paisajes campestres,
arreglos frutales o personajes de época- que invitaban más que a la contemplación
a la lectura. Y felizmente que esos cuartos conservaban su vieja mueblería, que
don Salvatore no había tenido tiempo de remplazar por sus artefactos de serie,
aún encajonados en un hangar de los bajos.
Tras la casa estaba el rosedal, que daba el nombre a la
hacienda. Era un lugar encantado, donde todas las rosas de la creación, desde
un tiempo seguramente inmemorial, florecían en el curso del año. Había rosas
rojas y blancas y amarillas y verdes y violeta, rosas salvajes y rosas civilizadas,
rosas que parecían un astro, un molusco, una tiara, la boca de una coqueta. No
se sabía quién las plantó, ni con qué criterio, ni por qué motivo, pero
componían un laberinto polícromo en el cual la vista se extasiaba y se perdía.
Contiguo al jardín se encontraba la huerta, pocas higueras y
perales, en cambio, cinco hectáreas de durazneros. Los árboles eran bajos, pero
sus ramas se vencían bajo el peso de los frutos rosados y carnosos, cubiertos
de una adorable pelusilla, que eran una delicia para el tacto antes de ser un
regalo para la boca. Ahora comprendía Silvio cómo su padre, movido por una impulsión
estética y golosa, se había tragado uno de esos frutos con pepa y todo, pagando
ese gesto con su vida.
Y cruzando el cerco de la huerta se penetraba en el campo
abierto. Al comienzo los alfalfares, que crecían hasta la talla de un mozo a
ambas orillas del río Acobamba, y luego las praderas de pastoreo,
llanísimas, cubiertas siempre de hierba húmeda, y como límite de
la propiedad el bosque de eucaliptos, que empezaba en la planicie y
ascendía un trecho por los cerros, dejando el resto librado a retamas, cactus y
tunares.
Silvio se felicitó de no haber obedecido a su primer impulso
de vender la hacienda y, como le gustaba tal como era dio orden de inmediato de
suspender los bastos trabajos de refacción que había emprendido don Salvatore.
Solo admitió que terminaran de enlucir la fachada de rosa claro y que repararan
cañerías, goteras, entablados y cerraduras. Renunció además a buscar un administrador
y dejó toda la gestión en manos del viejo capataz Eleodoro Pumari quien,
gracias a su experiencia y a su treintena de descendientes, estaba mejor que nadie
capacitado para sacarle provecho a esa heredad.
Estas pequeñas ocupaciones lo obligaban a postergar su
retorno a Lima, pero sobre todo la idea de que en la costa estaban en pleno
invierno. Nada detestaba más Silvio que los inviernos limeños, cuando empezaba
la interminable garúa, jamás se veía una estrella y uno tenía la impresión de
vivir en el fondo de un pozo. En la sierra en cambio era verano, lucía el sol
todo el día y hacía un frío seco y estimulante. Eso lo determinó a entablar
relaciones más íntimas con sus tierras y a ensayar las primeras con su nueva
ciudad.
Los tarmeños lo acogieron al comienzo con mucha reticencia.
No solo no era del lugar, sino que sus padres eran italianos, es decir,
doblemente extranjero. Pero al poco tiempo se dieron cuenta de que era un
hombre sencillo, sano, serio y por añadidura soltero. Esta última cualidad fue
el mejor argumento para que le abrieran las puertas de su clan. Un soltero era
vulnerable y por definición soluble en la sociedad regional.
El clan lo formaban una decena de familias que poseían todas
las tierras de la provincia, con excepción del El Rosedal, que seguía siendo
una isla en el mar de su poder. A su cabeza estaba el hacendado más rico y
poderoso, don Armando Santa Lucía, alcalde de Tarma y presidente del Club Social.
Fue el primero en invitarlo a una de sus reuniones y todo el resto del clan
siguió.
Silvio aceptó esta primera invitación por cortesía y algo de
curiosidad e ingresó así paulatinamente a una ronda de comilonas,
paseos y cabalgatas que se fueron encadenando unas con otras según las leyes de
la emulación y la retribución. Todo el verano lo pasó de hacienda en hacienda y
de convite en convite. Algunas de estas reuniones duraban días, se convertían
en verdaderas fiestas ambulantes y conglomerantes, a las que iba adhiriendo de
paso nuevas comparsas. Silvio recordaba haber cenado un domingo en casa de
Armando Santa Lucía con cinco terratenientes y haber terminado la reunión un
jueves, cerca de la provincia de Ayacucho, desayunando con una cuarentena
de hacendados.
Como no era afecto a la bebida y parco en el comer, rehusó
varias de estas invitaciones con el propósito de romper la cadena, pero había
empezado la época de las lluvias, las reuniones asumieron un aspecto más
familiar y soportable, limitándose a cenas y bailes en las residencias de Tarma.
Si el verano era la época de las correrías varoniles, el invierno era el
imperio de la mujer. Silvio se dio cuenta que estaba circunscrito por
solteronas, primas, hijas, sobrinas o ahijadas de hacendados, feísimas todas,
que le hacían descaradamente la corte. Esas familias serranas eran inagotables
y en cada una de ellas había siempre un lote de mujeres en reserva, que ponían oportunamente
en circulación con propósitos más bien equívocos. Silvio tenía demasiado
presente la imagen de su madre y su ideal de belleza femenina era muy refinado
para ceder a la tentación y así poco a poco fue abandonando estas
frecuentaciones para recluirse estoicamente en su hacienda.
Y en esta cada día se sentía mejor, a punto que siguió
postergando su retorno a Lima donde, en realidad, no tenía nada que hacer. Le
encantaba pasear bajo las arcadas de piedra, comer un durazno al pie del árbol,
observar como los Pumari ordeñaban las vacas, hojear viejos periódicos como si hicieran
referencia a un mundo inexistente, pero sobre todo caminar por el rosedal. Rara
vez arrancaba una flor, pero las aspiraba e iba identificando en cada perfume
una especie diferente. Cada vez que abandonaba el jardín tenía el deseo
inmediato de regresar a él, como si hubiera olvidado algo. Varias veces lo
hizo, pero siempre se retiraba con la impresión de un paseo imperfecto.
Así pasaron algunos años. Silvio estaba ya plenamente
instalado en la vida campestre. Había engordado un poco y tenía la tendencia
a quitarse rara vez el saco de pijama. Sus andares por la hacienda se fueron
limitando al claustro y el rosedal y finalmente le ocurrió no salir durante
días de la galería de los altos e incluso de su dormitorio, donde se hacía
servir la comida y convocaba a su capataz. A Tarma hacía expediciones mínimas,
por asuntos extremadamente urgentes, al extremo que los hacendados dejaron de
invitarlo y corrieron rumores acerca de su equilibrio mental o de su virilidad.
Dos o tres veces viajó a Lima, generalmente para asistir a
un concierto o comprar algún útil para la hacienda y siempre retornó
cumplida su tarea. Cada vez que volvía reanudaba sus paseos, reconociendo en
cada lugar los clisés guardados por su memoria, pero no obtenía ello el antiguo
goce. Una mañana que se afeitaba creyó notar el origen de su malestar: estaba
envejeciendo en una casa baldía, solitario, sin haber hecho realmente nada,
aparte de durar. La vida no podía ser esa cosa que se nos imponía y que uno
asumía como un arriendo, sin protestar. Pero ¿qué podía ser? En vano miró a su
alrededor, buscando un indicio. Todo seguía en su lugar. Y sin embargo
debía haber una contraseña, algo que permitiera quebrar la barrera de la
rutina y la indolencia y acceder al fin al conocimiento, a la verdadera
realidad. ¡Efímera inquietud! Terminó de afeitarse tranquilamente y encontró su
tez fresca, a pesar de los años, si bien en el fondo de sus ojos creyó notar
una lucecita inquieta, implorante.
Una tarde que se aburría demasiado cogió sus prismáticos de
teatro y resolvió hacer lo único que nunca había hecho: escalar los cerros de
la hacienda. Estos quedaban al final de las praderas y estaban cubiertos en la
falda baja por el bosque de eucaliptos. Bordeando el río cruzó los alfalfares y
pastizales, luego el bosque y emprendió la ascensión bajo el sol abrasador. La
pendiente del cerro era más empinada de lo que había previsto y estaba plagada
de cactus, magueyes y tunares, plantas hoscas y guerreras, que oponían a su
paso una muralla de espinas. La constitución del suelo era más bien rocosa y
repelente. A la media hora estaba extenuado, tenía las manos hinchadas y los zapatos
rotos y aún no llegaba a la cresta. Haciendo un esfuerzo prosiguió hasta que
llegó a la cima. Se trataba naturalmente de una primera cumbre, pues el cerro
luego de un corto declive, proseguía ascendiendo hacia el cielo azul.
Silvio se moría de sed, maldijo por no haber traído una cantimplora con
agua y renunciando a continuar la escalada se sentó en una roca para contemplar
el panorama. Estaba lo suficientemente alto como para ver a sus pies la
totalidad de la hacienda y detrás, pero muy lejanos, los tejados de Tarma. Al
lado opuesto se distinguían los picos de la cordillera oriental que separaban
la sierra de la floresta.
Silvio aspiró profundamente el aire impoluto de la altura,
comprobó que la hacienda tenía la forma de un triángulo cuyo ángulo más agudo
lo formaba la casa y que se iba desplegando como un abanico hacia el interior.
Con sus prismáticos observó las praderas, donde espaciadamente pastaban las
vacas, la huerta, la casa y finalmente el rosedal. Los prismáticos no eran
muy poderosos, pero le permitieron distinguir como una borrosa tapicería
coloreada, en la cual ciertas figuras tendían a repetirse. Vio círculos, luego
rectángulos, en seguida otros círculos y todo dispuesto con tal precisión
que quitándose los binoculares trató de tener del jardín una visión de
conjunto. Pero estaba demasiado lejos y a simple vista no veía más que una
mancha polícroma. Ajustándose nuevamente los prismáticos prosiguió su
observación: las figuras estaban allí, pero las veía parcialmente y por
series sucesivas y desde un ángulo que no le permitía reconstituir la totalidad
del dibujo. Era realmente extraño, nunca imaginó que en ese abigarrado rosedal existiera
en verdad un orden. Cuando se repuso de su fatiga, guardó los prismáticos
y emprendió el retorno.
En los días siguientes hizo un corto viaje a Lima para
asistir a una representación de Aída por un conjunto de ópera
italiano. Luego intentó divertirse un poco, pero en la costa se estaba en invierno,
lloviznaba, la gente andaba con bufanda y tosía, la ciudad parecía haber
cerrado sus puertas a los intrusos, se aburrió una vez más, añoró su vida
eremítica en la hacienda v bruscamente retornó a El Rosedal.
Al entrar al patio de la hacienda se sintió turbado por la
presencia de la torrecilla del ala central, tomó claramente conciencia del
carácter aberrante de ese minarete, al cual además nunca había subido a causa
de sus escalones apolillados. Estaba fuera de lugar, no cumplía ninguna función,
al primer temblor se iba a venir abajo, tal vez alguna vez sirvió para otear el
horizonte en busca del invisible enemigo. Pero tal vez tenía otro objeto,
quien ordenó su construcción debía perseguir un fin preciso. Y claro, cómo
no lo había pensado antes, solo podía servir de lugar privilegiado
para observar una sola cosa: el rosedal.
De inmediato ordenó a uno de los hijos de Pumari que
reparara la escalera y se las ingeniara como fuese para poder llegar al observatorio.
Como era ya tarde, Calixto tuvo que trabajar parte de la noche remplazando
peldaños, anudando cuerdas, clavando garfios, de modo que a la mañana siguiente
la vía estaba expedita y Silvio pudo emprender la ascensión.
No tuvo ojos más que para el rosedal, todo el resto no
existía para él y pudo así comprobar lo que viera desde el cerro: los
macizos de rosas que, vistos del suelo, parecían crecer arbitrariamente,
componían una sucesión de figuras. Silvio distinguió claramente un círculo, un rectángulo,
dos círculos más, otro rectángulo, dos círculos finales. ¿Qué podía significar
eso?¿Quién había dispuesto que las rosas se plantaran así? Retuvo el dibujo en
su mente y al descender los reprodujo sobre un papel.
Durante largas horas estudió esta figura simple y
asimétrica, sin encontrarle ningún sentido. Hasta que al fin se dio cuenta, no
se trataba de un dibujo ornamental sino de una clave, de un signo que remitía a
otro signo: el alfabeto Morse. Los círculos eran los puntos y los rectángulos,
las rayas. En vano buscó en casa un diccionario o libro que pudiera ilustrarlo.
El viejo Paternoster solo había dejado tratados de veterinaria y fruticultura.
A la mañana siguiente tomó la carreta que llevaba la leche
al pueblo y buscó inútilmente en la única librería de Tarma el texto
iluminador. No le quedó más remedio que ir al correo para consultar con el
telegrafista. Este se encontraba ocupadísimo, era hora de congestión y prometió
enviarle al día siguiente la clave morse con el lechero.
Nunca esperó Silvio con tanta ansiedad un mensaje. La
carreta del lechero regresaba en general al mediodía, pero Silvio estuvo desde
mucho antes en el portón de la hacienda, mirando la carretera. Apenas sintió en
la curva el traqueteo de las ruedas se precipitó para coger el papel de manos
de Esteban Pumari. Estaba en un sobre y llegando a su dormitorio lo desgarró.
Cogiendo el papel y lápiz convirtió los puntos y rayas en letras y se
encontró con la palabra RES.
Pequeña palabra que lo dejó confuso. ¿Qué cosa era una res?
Un animal, sin duda, un vacuno, como los que abundan en la hacienda. Claro, el
propietario original de ese fundo, un ganadero fanático, había querido
sin duda perpetuar en el jardín el nombre de la especie animal que albergaba
sus tierras y de la cual dependía su fortuna: res, fuera vaca, toro o ternera.
Silvio tiró la clave sobre la mesa, decepcionado. Y tuvo
verdaderamente ganas de reír. Y serio, pero sin alegría, descubriendo que en el
empapelado de su dormitorio había aparte de naturalezas muertas arreglos
florales. RES. Algo más debía expresar esa palabra. Naturalmente, en latín,
según recordó, res quería decir cosa, Pero ¿qué era una cosa? Una cosa era
todo, Silvio trató de indagar más, de escabullirse hasta el fondo de esta
palabra, pero no vio nada y vio todo, desde una medusa hasta las torres de la
catedral de Lima. Todo era una cosa, pero de nada le servía saberlo. Por donde
la mirara, esta palabra lo remitía a la suma infinita de todo lo que contenía
el universo. Aún se interrogó un momento, pero fatigado de fa esterilidad de su
pesquisa, decidió olvidarse del asunto. Se había embarcado sin duda por un
mal camino.
Pero en mitad de la noche se despertó y se dio cuenta de que
había estado soñando con su ascensión a la torre, con el rosedal en dibujo. Su
mente no había dejado de trabajar. En su visión interior perduraba, escrita en
el jardín y en el papel, la palabra RES. ¿Y si le daba la vuelta? Invirtiendo
el orden de las letras logró la palabra SER. Silvio encendió una lámpara,
corrió a la mesa y escribió con grandes letras SER. Este hallazgo lo llenó de
júbilo, pero al poco rato comprobó que SER era una palabra tan vaga y extensa
como COSA y muchísimo más que RES.¿Ser qué, además? SER era todo. ¿Cómo tomar
esta palabra, por otra parte, como sustantivo o como verbo infinitivo? Durante
un rato se rompió la cabeza. Si era un sustantivo tenía el mismo significado
infinito y por lo tanto inútil que COSA. Si era un verbo infinitivo carecía de complemento,
pues no indicaba lo que era necesario ser. Esta vez sí se hundió profundamente
en un sueño desencantado.
En los días siguientes bajó a menudo a Tarma en las tardes
sin un motivo preciso, daba una vuelta por la plaza, entraba a una tienda o se
metía al cine. Los nativos, sorprendidos por esta reaparición, después de
tantos meses de encierro, lo acogieron con simpatía. Lo notaron más sociable y
aparentemente con ganas de divertirse. Aceptó incluso asistir a un gran baile
que don Armando Santa Lucía daba en su residencia, pues había ganado el premio
al mejor productor de papas de la región. Como siempre Silvio encontró en
esta reunión a lo mejor de la sociedad tarmeña ya la más escogida gente de
paso, así como a las solteronas de los años pasados que, más secas y
arrugaditas, habían alcanzado ese grado crepuscular de madurez que presagiaba
su pronto hundimiento en la desesperación. Silvio se entretuvo conversando con
los hacendados, escuchando sus consejos para renovar su ganado y mejorar su
servicio de distribución de leche, pero cuando empezó el baile una idea artera
le pasó por la mente, una idea que surgió como un petardo del trasfondo de su
ser y lo cegó: no era una palabra lo que se escondía en el jardín, era una
sigla.
Sin que nadie comprendiera por qué, abandono súbitamente la
reunión y tomó la última camioneta que iba a la montaña y que podía dejarlo de
paso en la puerta de su hacienda. Apenas llegó se acomodó frente a su mesa y
escribió una vez más la palabra RES. Como no se le ocurría nada la invirtió y
escribió SER. De inmediato se le apareció la frase Soy Excesivamente Rico. Pero
se trataba evidentemente de una formulación falsa. No era un hombre rico, ni
mucho menos excesivamente. La hacienda le permitía vivir porque era solo
frugal. Volvió a examinar las letras y compuso Serás Enterrado Rápido, lo que
no dejó de estremecerlo, a pesar de que le pareció una profecía infundada.
Pero otras frases fueron desalojando a la anterior: Sábado Entrante
Reparar,¿reparar qué? Solo Ensayando Regresarás, ¿adónde? Sócrates Envejeciendo
Rejuveneció, lo que era una fórmula estúpida y contradictoria. Sirio Engendro
Rocío, frase dudosamente poética y además equívoca, pues no sabía si se trataba
de la estrella o de un habitante de Siria. Las frases que se podían componer a
partir de estas letras eran infinitas. Silvio llenó varias páginas de su cuaderno,
llegando a fórmulas tan enigmáticas y disparatadas como Sálvate Enfrentando
Río, Sucedió le Encontrar Rupia o Sóbate Encarnizadamente Rodilla, lo que a la
postre significaba remplazar una clave por otra.
Sin duda se había embarcado en un viaje sin destino. Aún por
tenacidad ensayo otras frases. Todas lo remitían a la incongruencia.
Durante meses se abandonó a ese simulacro de la felicidad
que es la rutina. Se levantaba tarde, tomaba varios cafés acompañados de su
respectivo cigarro, daba una vuelta por las arcadas, impartía órdenes a los
Pumari, bajaba de cuando en cuando a Tarma por asuntos fútiles y cuando realmente
se aburría iba a Lima donde se aburría más. Como seguía sin conocer a nadie en
la capital, vagaba por las calles céntricas entre miles de transeúntes
atareados, compraba tonterías en las tiendas, se pagaba una buena comida, se
atrevía a veces a ir a un cabaret y rara vez a fornicar con una
pelandusca, de donde salía siempre insatisfecho y desplumado. Y regresaba a
Tarma con el vacío en el alma, para deambular por sus tierras, aspirar una rosa,
gustar un durazno, hojear viejos periódicos y aguardar ansioso que
llegaran las sombras y acarrearan para siempre los escombros del día
malgastado.
Una mañana que paseaba por el rosedal se encontró, con
Felícito Pumari, que se encargaba del jardín, y le preguntó qué modo seguía
para mantenerlo floreciente, cómo regaba, dónde plantaba, qué rosales
sembraba, cuándo y por qué. El muchacho le dijo simplemente que él se limitaba
a reponer y resembrar las plantas que iban muriendo. Y siempre había sido
así. Su padre le había enseñado y a su padre su padre.
Silvio creyó encontrar en esta respuesta un estímulo: había
un orden que se respetaba, el mensaje era trasmitido, nadie se atrevía a una
transgresión, la tradición se perpetuaba. Por ello volvió a inclinarse sobre
sus claves, comenzando por el comienzo, y se esforzó por encontrarles sino una
explicación por lo menos una aplicación.
RES era una palabra clarísima y no necesitaba de ningún
comentario. E impulsado por la naturaleza de su fundo y los consejos de los
hacendados se dedicó a incrementar su ganado, adquirió sementales caros y vacas
finas y luego de sapientes cruces mejoró notablemente el rendimiento de sus
reses. La producción de leche aumentó en un cien por ciento, tuvo necesidad de nuevas
carretas para el reparto y el renombre de su establo ganó toda la región. Al
cabo de un tiempo, sin embargo, la hacienda llegó a su rendimiento óptimo y se
estancó. Al igual que el ánimo de Silvio, que no encontraba mayor placer en
haber logrado una explotación modelo. Su esfuerzo le había dado un poco más de
beneficios y de prestigio, pero eso era todo. Él seguía siendo un solterón
caduco, que había enterrado temprano una vocación musical y seguía
preguntándose para qué demonios había venido al mundo. Abandonó entonces sus
cruces bovinos y dejó de supervigilar la marcha del establo. Por pura ociosidad
se había dejado crecer una barba rojiza y descuidada. Por la misma razón
volvió a interesarse por su clave, que seguía indescifrable sobre su mesa.
RES=COSA.
COSA. Muy bien. Se trataba tal vez de adquirir muchas cosas.
Hizo entonces una lista de lo que le faltaba y se dio cuenta que le faltaba
todo. Un avión, por ejemplo, un caballo de carrera, un mayordomo hindú, una
corbata con puntitos rojos, una lupa y así indefinidamente. Otra vez se encontraba
enfrentado al infinito. Decidió entonces que lo que debía hacer era la lista de
las cosas que tenía y empezó por su dormitorio: una cama, una mesa de noche,
dos sábanas, dos frazadas, tres lámparas, un ropero, pero apenas había llenado
algunas hojas de su cuaderno se encontró con problemas insolubles: las
figuras del empapelado, por ejemplo, ¿eran una o varias cosas? ¿Tenía qué
anotar y describir una por una? Y si salía a la huerta, ¿tenía que contar los
árboles y más aún los duraznos y peor todavía las hojas? Era una estupidez,
pero también por ese lado lo cercaba el infinito. Pensó incluso que si no
poseyera sino su cuerpo hubiera pasado años contando cada poro, cada vello y
catalogando estas cosas, puesto que le pertenecían. Es así que tirando su
inventario al aire examinó nuevamente su fórmula e invirtiéndola se acodó
frente a la palabra SER.
Y esta vez le resultó luminosa. SER era no solamente un
verbo en infinitivo sino una orden. Lo que él debía hacer era justamente SER.
Se interrogó entonces sobre lo que debía ser y en todo caso descubrió que lo
que nunca debía haber sido era lo que en ese momento estaba siendo:
un pobre idiota rodeado de vacas y eucaliptos, que se pasaba días íntegros
encerrado en una casa baldía combinando letras en un cuaderno. Algunos
proyectos de SER le pasaron por la cabeza. SER uno de esos dandis que se
paseaban por el jirón de la Unión diciéndoles piropos a las guapas. SER un
excelente lanzador de jabalina y ganar aunque sea por unos centímetros a esa
especie de caballo que había en el colegio y que arrojaba cualquier objeto,
fuera, redondo, chato o puntiagudo, a mayor distancia que nadie. O ser, ¿por
qué no? lo que siempre había querido ser, un violinista como Hasha Heifetz, por
ejemplo, cuya foto vio muchas veces de niño en la revista Life, tocando
su instrumento con los ojos cerrados, ante una orquesta vestida de impecable smoking y
un auditorio arrebatado.
La idea no le pareció mala y desenterrando su instrumento lo
sacó de su funda y reinició los ejercicios de su niñez. A esta tarea se aplicó
con un rigor que lo sorprendió. En un par de meses, a razón de cinco o seis
horas diarias; alcanzó una habilísima digitación y meses después ejecutaba ya solos
y sonatas con una rara virtuosidad. Pero como había llegado a un tope tuvo
necesidad de un profesor. La posibilidad de tener que viajar para ello a
Lima lo desanimó. Felizmente, como a veces ocurre en la provincia, había un
violinista oscuro, que tocaba en misas, entierros y matrimonios y que era
músico y ejecutante genial, a quien el hecho de medir un metro treinta de estatura
y haber vivido siempre en un pueblo serrano lo habían sustraído a la admiración
universal. Rómulo Cárdenas se entusiasmó con la idea de darle clases y sobre
todo vio en ello la posibilidad de realizar el sueño de toda su vida,
incumplido hasta entonces, pues era el único violinista de Tarma: tocar alguna
vez el concierto para dos violines de Juan Sebastián Bach.
Pero allí estaba Silvio Lombardi. Durante semanas Rómulo
vino todos los días a El Rosedal y ambos, encerrados en la antigua capilla,
trabajaron encarnizadamente y lograron poner a punto el concierto soñado. Los
Pumari no podían entender cómo este par de señores se olvidaban hasta de comer
para frotar un arco contra unas cuerdas produciendo un sonido que, para ellos,
no los hacía vibrar como un huayno.
Silvio pensó que ya era tiempo de pasar de la clandestinidad
a la severidad y tomó una determinación: dar un concierto con Cárdenas. E
invitar a El Rosedal a los notables de Tarma, para retribuirles así todas sus
atenciones. Hizo imprimir las tarjetas con quince días de anticipación y las distribuyó
entre hacendados, funcionarios y gente de paso. Paulo Pumari repintó la vieja
capilla, colocó bancas y sillas y convirtió la vetusta habitación en un
auditorio ideal.
Los hacendados tarmeños recibieron la invitación perplejos.
¡Lombardi invitaba a El Rosedal y para escucharlo tocar el violín a dúo con ese
enano de Cárdenas! No se decía en la invitación si habría luego comida o baile.
Muchos tiraron la tarjeta a la papelera, pensando luego decir que no la habían
recibido, pero algunos se constituyeron el sábado en la hacienda de Silvio. Era
una ocasión para echar una mirada a esa tierra evasiva y ver como vivía el
italiano.
Silvio había preparado una cena para cien personas, pero
solo vinieron doce. La gran mesa que había hecho armar bajo las arcadas tuvo
que ser desmontada y terminaron todos en el comedor de diario, en los
altos de la casa. Después del café fueron a la capilla y se dio el concierto.
Mientras ejecutaban la partitura Silvio comprobó de reojo que solo había once
personas y nunca pudo descubrir quién era el duodécimo que se escapó o que se
quedó en el comedor tomándose un trago más o repitiendo el postre. Pero el
concierto fue inolvidable. Sin el socorro de una orquesta, Silvio y Rómulo se
sobrepasaron, curvado cada cual sobre su instrumento crearon en esos momentos
una estructura sonora que el viento se llevó para siempre, perdiéndose en las
galaxias infinitas. Los invitados aplaudieron al final sin ningún entusiasmo.
Era evidente que les había pasado por las narices un hecho artístico de valor
universal sin que se diesen cuenta. Más tarde, con los tragos, felicitaron a
los músicos con frases hiperbólicas, pero no habían escuchado nada, Juan
Sebastián Bach pasó por allí sin que le vieran el más pequeño de sus rizos.
Silvio siguió viendo a Cárdenas y ejecutando con él en la
capilla: bajo las arcadas y aun en pleno rosedal, solitarios conciertos,
verdaderos incunables del arte musical sin otros testigos que las palomas
y las estrellas. Pero poco a poco fue distanciándose de su colega, terminó por
no invitarlo más y refundió su violín en el fondo del armario. Lo hizo sin
júbilo, pero también sin amargura, sabiendo que durante esos días de inspirada
creación había sido algo, tal vez efímeramente, una voz que se perdió en los
espacios siderales y que, como la luz, acabó por hundirse en el reino de las sombras.
Por entonces se le cayó un incisivo y al poco tiempo otro y por flojera, por
desidia, no se los hizo reponer. Una mañana se dio cuenta de que la mitad
derecha de su cabeza estaba cubierta decanas. La mayor parte de los vidrios de
la galería estaban quebrados. En las arcadas descubrió durante un paseo peroles
con leche podrida. ¿Por qué, Dios mío, donde pusiera la mirada, veía instaurarse
la descomposición, el apolillamiento y la ruina?
Un paquete que recibió de Lima lo sacó un momento de sus
cavilaciones. En su época de furioso criptógrafo había encargado una serie de
libros y solo ahora le llegaban: diccionarios, gramáticas, manuales de
enseñanza de lenguas. Lo revisó someramente hasta que descubrió algo que lo
dejó atónito: RES quería decir en catalán nada. Durante varios días vivió
secuestrado por esta palabra. Vivía en su interior escrutándola por todos
lados, sin encontrar en ella más que lo evidente: la negación del ser, la
vacuidad, la ausencia. Triste cosecha para tanto esfuerzo, pues él ya sabía que
nada era él, nada el rosedal, nada sus tierras, nada el mundo. A pesar de esta
certeza siguió abocado a sus tareas habituales, en las que ponía un empeño
heroico, comer, vestirse, dormir, lavarse, ir al pueblo, durar en suma y era como
tener que leer todos los días la misma página de un libro pésimamente
escrito y desprovisto de toda amenidad.
Hasta que un día leyó, literalmente, una página diferente.
Era una carta que le llegó de Italia: su prima Rosa le comunicaba la muerte de
su padre, don Luigi Cellini, el lejano tío que don Salvatore había detestado
tanto. Rosa había quedado en la miseria, con una hija menor, pues su marido, un
tal Lucas Settembrini, había fugado del hogar años antes. Le pedía a Silvio que
la recibiera en la hacienda, ocuparía el menor espacio posible y se encargaría
del trabajo que fuese.
Si el viejo Salvatore no estuviese ya muerto hubiera
reventado dé rabia al leer esta carta. Así pues se había roto el alma
durante cuarenta años para que al final su propiedad albergara y mantuviera a
la familia del abusivo Luigi. Pero no fueron estas consideraciones lo que
movieron a Silvio a dilatar su respuesta, sino la aprensión que le producía
tener parientes metidos en la casa. Adiós sus hábitos de solterón, tendría que
afeitarse, quitarse el saco de pijama, comer con buenos modales, etc. Como no
sabía qué buen pretexto invocar para denegar el pedido de su prima, decidió mentir
y decirle que iba a vender la hacienda para emprender un largo viaje alrededor
del mundo que culminaría, según le pareció mí buen remate para su embuste, en
un monasterio de oriente, dedicado a la meditación.
Cuando resolvió escribir su respuesta cogió la carta de la
prima para buscar la dirección y la releyó. Y solo al final de la misiva notó
algo que lo dejó vibrando, en una difusa ensoñación: su prima firmaba Rosa
Eleonora Settembrini. ¿Qué había en esta firma de particular? No tuvo necesidad
de romperse la cabeza. Las iniciales de ese nombre formaban la palabra RES.
Silvio quedó indeciso, apabullado, sin saber si debía dar
crédito a este descubrimiento y llevar su indagación adelante. ¿Estaría al fin
en posesión del verdadero sentido de la clave? ¡Tantas búsquedas había
emprendido, seguidas de tantas decepciones! Al fin decidió someterse una
vez más a los designios del azar y contestó la carta afirmativamente,
enviando además, como pedía su ponía el dinero para los pasajes.
Las Settembrini llegaron a Tarma al cabo de tres meses, pues
por economía habían viajado en un barco caletero que se detuvo en todos
los puertos del mundo. Silvio había hecho arreglar para ellas dos
dormitorios en un ala apartada de los altos. Ambas aparecieron en El Rosedal
sin previo aviso; en la camioneta del mecánico Lavander, que excepcionalmente
hacía de taxi. Silvio aguardaba el atardecer en una perezosa de la galería y se
acariciaba la barba rojiza atormentado por uno de los tantos problemas que
le ofrecía su vida insípida: ¿debía o no venderle uno de sus sementales a don
Armando Santa Lucía? Apenas ellas atravesaron el portón y se detuvieron en
el patio de tierra, seguidas por Lavander que cargaba las maletas, Silvio
se puso de pie movido por un invencible impulso y tuvo que apoyarse en la baranda
de madera para no caer.
No era su prima ni por supuesto Lavander lo que lo
sacudieron sino la visión de su sobrina que, apartada un poco del resto,
observaba admirativa la vieja mansión, con la cabeza inclinada hacia un lado:
esa tierra secreta, ese reino decrépito y desgobernado, recibía al fin la
visita de su princesa. Esa figura no podía proceder más que de un orden
celestial, donde toda copia y toda impostura eran imposibles.
Roxana debía tener quince años. Silvio comprobó maravillado
que su italiano, que no hablaba desde que murió su madre, funcionaba a la
perfección, como si desde entonces hubiera estado en reserva, destinado a
convertirse, por las circunstancias, en una lengua sagrada. Su prima Rosa,
contra su promesa, ocupó desde el comienzo toda la casa y toda la hacienda.
Avinagrada y envejecida por la pobreza y el abandono de su marido, se dio
cuenta de que El Rosedal era más grande que el pueblo de Tirole, que alguien
podía tener más de cien vacas y se aplicó al gobierno del fundo con una pasión
vindicativa. Una de las primeras cosas que ordenó, puesto que Silvio formaba
parte de la hacienda, fue que reparara su dentadura, así como hizo reponer
todos los vidrios rotos de la galería. Silvio no volvió a ver más camisas
sucias tiradas por el suelo, porongos con leche podrida en los pasillos, ni
cerros de duraznos comidos por los moscardones al pie de los frutales. El
Rosedal comenzó a fabricar quesos y mermeladas y, saliendo de su
estacionamiento, entró en una nueva era de prosperidad.
Roxana había cumplido los quince años en el barco que la
trajo y parecía que los seguía cumpliendo y que nunca dejaría de cumplirlos.
Silvio detestaba la noche y el sueño, porque sabía que era tiempo sustraído a
la contemplación de su sobrina. Desde que abría los ojos estaba ya de pie,
rogándole a Etelvina Pumari que trajera la leche más blanca, los huevos más
frescos, el pan más tibio y la miel más dulce para el desayuno de Roxana.
Cuando en las mañanas hacía con ella el habitual paseo por la huerta
ingresaba al dominio de lo inefable. Todo lo que ella tocaba resplandecía, su
más pequeña palabra devenía memorable, sus viejos vestidos eran las joyas de la
corona, por donde pasaba quedaban las huellas de un hecho insólito y el perfume
de una visita de la divinidad.
El embeleso de Silvio se redobló cuando descubrió que Roxana
tenía por segundo nombre Elena y que, apellidándose Settembrini, reaparecía en
sus iniciales la palabra RES, pero cargada ahora de cuánto significado. Todo se
volvía clarísimo, sus desvelos estaban recompensados, había al fin descifrado
el enigma del jardín. De puro gozo ejecutó una noche para Roxana todo el concierto
para violín de Beethoven, sin comerse una sola nota, se esmeró en montar bien a
caballo, se tiñó de negro la parte derecha de su pelambre y se aprendió de
memoria los poemas más largos de Rubén Darío, mientras Rosa se incrustaba cada
vez más en la intendencia de la hacienda, secundada por la tribu desconcertada
de los Pumari, y dejaba que su primo se deleitara en la educación de su hija.
Silvio había concebido planes grandiosos: fundar y financiar
una universidad en Tarma, con una pléyade de profesores ricamente pagados, para
que Roxana pudiera hacer sus estudios como alumna única; enviar sus medidas a
costureros de París para que regularmente le expidieran los modelos más
preciosos; contratar un cocinero de renombre ecuménico con la misión de
inventar cada día un plato nuevo para su sobrina; invitar al papa en cada
efemérides religiosa para que celebrara la misa en la capilla de la hacienda.
Pero naturalmente que tuvo que reajustar estos planes a la modestia de
sus recursos y se limitó a poner le una profesora de español y otra de canto, hacerle
sus trajes con una solterona del lugar y obligar a Basilia Pumari a que se
pusiese delantal y toca al servir, lo que arruinó su belleza nativa y la convirtió
en un mamarracho colosal.
Este período de beatitud empezó en un momento a enmohecerse.
Silvio notó que Roxana disimulaba a veces un bostezo tras su mano cuando él
hablaba o que el foco de su mirada estaba situado en un punto que no coincidía
con su presencia. Silvio le había narrado ya diez veces su infancia y su
juventud, adornándolas con la imaginación de un cuentista persa, y le había
ejecutado en interminables veladas toda la música para violín que se había
escrito desde el Renacimiento. Roxana, por su parte, conocía ya de memoria toda
la hacienda, no había alcoba en la cual no hubiera introducido su grácil y
curiosa naturaleza, era incapaz de extraviarse en el laberinto del jardín,
para cada árbol de la huerta tenía una mirada de reconocimiento, todos los
meandros del río conservaban la huella de sus pisadas y los eucaliptos del
bosque la habían adoptado como su deidad.
Pero había algo que Roxana ignoraba: la palabra escondida en
el rosedal. Silvio no le había hablado nunca de esto, pues era su más preciado
secreto y quien quisiese descubrirlo tenía, como él, que pasar por todas las
pruebas de una iniciación. Pero como Roxana tendía cada vez más a distraerse y
su espíritu se escapaba a menudo de los límites de la heredad, decidió recobrar
su atención poniéndola sobre la pista de este enigma. Le dijo así un día que en
la hacienda había algo que ella nunca encontraría. Picada su curiosidad, Roxana
reanudó sus andares por la hacienda, en busca de lo oculto. Silvio no le
había dado mayores indicios y ella no sabía en consecuencia si se trataba de un
tesoro, de un animal sagrado o de un árbol de la Sabiduría. En sus recorridos
parecía que iba encendiendo las luces de habitaciones invisibles y Silvio tras
ella, sombrío, apagándolas. Como al cabo de un tiempo no descubría nada se
irritó, exigió más detalles y como Silvio rehusó dárselos se molestó diciéndole
que era malo y que ya no lo quería. Silvio quedó muy afligido, sin saber qué
partido tomar. Fue entonces cuando Rosa salió de la sombra y le dio
el golpe de gracia.
Rosa había puesto ya orden en la hacienda y dado por
concluida la primera etapa de sumisión. Esa codiciada propiedad, más
floreciente que nunca, les pertenecería de pleno derecho cuando Silvio
desapareciera. Pero había otras propiedades más grandes en Tarma. En sus frecuentes
viajes a la ciudad había tenido ocasión de informarse e incluso de visitar
fundas con miles de cabezas de ganado. Para acceder a ellos tenía un
instrumento irremplazable: Roxana. Inversamente, los ganaderos tarmeños habían
intuido que la presencia de esa niña era tal vez la ocasión soñada para entrar
al fin en posesión de El Rosedal. Roxana nunca había puesto los pies en Tarma,
cautiva como la había tenido el encanto de la hacienda y los cuidados de
Silvio, pero se sabía de ella y de su belleza por los decires de sus
profesoras.
De este modo, intereses contrarios pero convergentes se
pusieron simultáneamente en marcha, con fines mezquinamente nupciales, que
implicaban a la postre la sustracción de Roxana al imperio de su tío.
Todo coincidió con la feria de Santa Ana y con el
aniversario de Roxana, que cumplía dieciséis años. Rosa dijo que ya era tiempo
de que esa niña frecuentara un poco de mundo, al mismo tiempo que una
delegación de hacendados vino a El Rosedal para rogarle a Silvio que fuera mayordomo
de la feria. Esto último era más que un honor una dignidad, perseguida por
todos los señores, pero que implicaba en contrapartida la organización de
grandes y costosos festejos en los que participaba toda la comunidad.
Silvio se dijo por qué no, quizás la solución era que Roxana
se distrajera, eso le volvería el resplandor que día a día iba perdiendo y tal
vez el júbilo de vivir en El Rosedal.
Decidió entonces reunir el aniversario de su sobrina y la
feria en una gran fiesta, en cuyo preparativo se abocó durante un mes como
si fuese el hecho más importante de su vida. Hizo aplanar y arreglar el patio
de la hacienda, repintar nuevamente la fachada, colocar maceteros con flores en
las arcadas, adornar con faroles la galería y limpiar los senderos del jardín y
la huerta de pétalos y frutos caídos. Aparte de ello contrató artificieros
chinos para el castillo de fuego, un elenco de bailarines de Acobamba, otro de
músicos de Huancayo y un equipo de maestros de la pachamanca para que
cocieran bajo tierra reses, puercos, carneros, gallinas, cuyes y palomas, aparte
de todas las legumbres y hortalizas del valle. En cuanto al bar, dio carta
blanca al Hotel Bolívar de Tarma para que surtiera la reunión de todas las
bebidas regionales y extranjeras.
La fiesta pasó a los anales de la provincia. Desde antes del
mediodía empezaron a llegar los invitados por los cuatro caminos del
mundo. Algunos vinieron en automóvil, pero la mayor parte en caballos ricamente
enjaezados, con arneses y estribos de plata repujada. Los hombres llevaban el traje
tradicional: botas de becerro, pantalón de montar de pana, chaqueta de cuero o
paño, pañuelo anudado al cuello, sombrero de fieltro y poncho terciado al
hombro, esos ponchos de vicuña tan finamente tejidos que pasaban íntegros por
un aro de matrimonio. Las mujeres se habían dividido entre amazonas y ciudadanas,
según fueran esposas de hacendados o de funcionarios. Serían en total unas
quinientas personas, pues Silvio había invitado a propietarios de lugares tan
lejanos como Jauja, Junín o Chanchamayo. Y de estas quinientas personas casi la
mitad, eran hijos de los hacendados. No se sabía de dónde hablan salido tantos.
Vestidos al igual que sus padres, pero en colores más vivos, casi todos en
briosas cabalgaduras, formaron de inmediato como un bullicioso corral de
arrogantes gallitos, cada cual más apuesto y lucido que el otro.
Todo se desarrolló de acuerdo con lo previsto, salvo el
instante en que Roxana se hizo presente, y abrió una grieta de silencio y de
estupor en la farándula. Rosa había imaginado una puesta en escena
teatral: alfombrar la escalera que bajaba de la galería y hacerla descender al
sonde un vals vienés. Silvio pensó algo mejor: hacerla aparecer desde los aires
gracias a un procedimiento mecánico o extraerla de una torta descomunal. Pero
finalmente renunció a estos recursos barrocos, confiado en la majestad de su
sola presencia y simplemente hubo un momento en que Roxana estuvo allí y todo
dejó de existir.
Un círculo enmudecido la rodeó y nadie se atrevía a avanzar
ni a hablar. A Silvio mismo le costó trabajo dar el primer paso y tuvo que
hacer un esfuerzo para acercarse a la dama más próxima y presentarle a su
sobrina. Los saludos continuaron y el barullo se reinició. Pero otro círculo
más restringido se formó, el de los jóvenes, que luego de la presentación
ensayaban la galantería. Enamorados fulminantemente y al unísono, hubieran
sido capaces de batirse a trompadas o fuetazos si es que la presencia de sus
padres y un resto de decoro no los obligara a cierta continencia.
Después de los aperitivos y del almuerzo empezó el baile.
Silvio lo inauguró en pareja con Roxana, pero sus obligaciones de anfitrión lo
pusieron en brazos de señoras que lo fueron alejando cada vez más del foco de
la reunión. Desde la periferia vio como Roxana iba siendo solicitada
por una interminable hilera de bailarines, que se esforzaban por cumplir
esa tarde la más brillante de sus performances.¡Y eran tantos además que nunca
terminaría de conocerlos! El baile prosiguió interrumpido por brindis, bromas y
discursos hasta que Silvio, compartido entre atenciones a señoras y apartes con
señores, se dio cuenta de que Roxana hacía rato que no cambiaba de pareja. Y su
caballero era nada menos que Jorge Santa Lucía, joven agrónomo reputado por la
solidez de su contextura, la grandeza de su hacienda, la amenidad de su
carácter y la hermosura de sus pretendientes. En el torbellino los perdió
de vista, iba oscureciendo, tuvo que dar órdenes para que iluminaran los
faroles de la galería y nuevamente regresó al patio, la mirada indagadora en el
ánimo inquieto. Roxana seguía bailando con su galán y nunca vio en su rostro
expresión de tan arrobadora alegría.
Aún hizo otros brindis, bailó incluso con su prima Rosa que
se enroscó en sus hombros como una melosa bufanda, ordenó que fueran
previniendo a los artificieros y cuando oscurecía se sintió horriblemente
cansado y triste. Era el alcohol tal vez, que casi nunca probaba, o el ajetreo
de la fiesta o el exceso de comida, pero lo cierto es que le provocó retirarse
a los altos y lo hizo sin que nadie se percatara de ello o intentara retenerlo.
Apoyado en el barandal, en la penumbra, contempló la fiesta, su fiesta, que iba
cobrando un ritmo frenético a medida que pasaban las horas. La orquesta tocaba
a rabiar, las parejas sacaban polvo del suelo con sus zapateos, los bebedores copaban
la mesa del bar, bailarines acobambinos disfrazados de diablos ensayaban saltos
mortales cerca de las arcadas. Y Roxana, ¿dónde estaba? En vano trató de
ubicarla. No era esta, ni esta, ni esta. ¿Dónde la fontana de fuego, la
concha de la caverna oscura, la doble manzana de la vida?
Desalentado entró en su dormitorio cogió su violín, ensayó
algunos acordes y salió con su instrumento a la galería. La recorrió de un
extremo a otro hasta que se detuvo frente a la puerta que llevaba al minarete.
Hacía años que no subía. La puerta tenía un viejo cerrojo del cual solo él conocía
el secreto. Luego de abrirlo trepó trabajosamente por los peldaños apolillados y
las cuerdas vencidas. Al llegar al reducido observatorio cubierto de tejas
observó el rosedal y buscó el dibujo. No se veía nada, quizás porque no
había bastante luz. Por algún lado lucía una mata de rosas blancas, por
otro una de amarillas.¿Dónde estaba el mensaje? ¿Qué decía el mensaje? En ese momento
empezaron los fuegos de artificio y el cielo resplandeció. Luminarias rojas,
azules, naranja ascendían alumbrando como nunca el rosedal. Silvio trató otra
vez de distinguir los viejos signos, pero no veía sino confusión y desorden, un
caprichoso arabesco de tintes, líneas y corolas. En ese jardín no había enigma
ni misiva, ni en su vida tampoco. Aún intentó una nueva fórmula que improvisó
en el instante: las letras que alguna vez creyó encontrar correspondían correlativamente
a los números y sumando estos daban su edad, cincuenta años, la edad en que
talvez debía morir. Pero esta hipótesis no le pareció ni cierta ni falsa y la
acogió con la mayor indiferencia. Y al hacerlo se sintió sereno, soberano.
Los fuegos artificiales habían cesado. El baile se reanudó entre vítores,
aplausos y canciones. Era una noche espléndida. Levantando su violín lo encajó
contra su mandíbula y empezó a tocar para nadie, en medio del estruendo. Para
nadie. Y tuvo la certeza de que nunca lo había hecho mejor.
París, 29 de agosto
de 1976
No hay comentarios:
Publicar un comentario