VERÓNICA
Fray Tomás de la Pasión era un espíritu perturbado por el
demonio de la ciencia. Flaco, anguloso, nervioso, pálido, dividía sus horas del
convento entre la oración, la disciplina y el laboratorio. Había estudiado las
ciencias ocultas antiguas, nombraba con cierto énfasis, en las conversaciones
del refectorio, a Paracelso y a Alberto el Grande, y admiraba a ese otro fraile
Schwartz, que nos hizo el favor de mezclar el salitre con el azufre.
Por la ciencia había llegado hasta penetrar en ciertas
iniciaciones astrológicas y quirománticas; ella le desviaba de la contemplación
y del espíritu de la Escritura; en su alma estaba el mal de la curiosidad, la
oración misma era olvidada con frecuencia, cuando algún experimento le mantenía
caviloso y febril; llegó hasta pretender probar sus facultades de zahorí, y los
efectos de la magia blanca. No había duda de que estaba en gran peligro su alma,
a causa de su sed de saber y de su olvido de que la ciencia constituye
sencillamente, en el principio, el arma de la Serpiente; en el fin, la esencial
potencia del Anticristo.
¡Oh, ignorancia feliz, santa ignorancia! Fray Tomás de la
Pasión no comprendía tu celeste virtud, que pone un especial nimbo a ciertos
mínimos siervos de Dios, entre los esplendores místicos y milagrosos de las
hagiografías. Los doctores explican y comentan altamente, cómo ante los ojos
del Espíritu Santo, las almas de amor son de modo mayor glorificadas que las
almas de entendimiento. Hello ha pintado, en los sublimes vitraux de
sus Fisonomías de santos, a esos beneméritos de la Caridad, a esos
favorecidos de la humildad, a esos seres columbinos, sencillos y blancos como
los lirios, limpios de corazón, pobres de espíritu, bienaventurados hermanos de
los pajaritos del Señor, mirados con ojos cariñosos y sororales por las puras
estrellas del firmamento. Fluysmans en el maravilloso libro en que Durtal se
convierte, viste de resplandores paradisíacos al lego guarda puercos que hace
bajar a la pocilga la admiración de los coros arcangélicos, el aplauso de las
potestades de los cielos. Y fray Tomás de la Pasión no comprendía eso. Él
creía, creía, con la fe de un verdadero creyente. Mas la curiosidad le azuzaba
el espíritu, le lanzaba a la averiguación de los secretos de la naturaleza y de
la vida. A tal punto, que no comprendía cómo esa sed de saber, ese deseo
indominable de penetrar en lo velado y en lo arcano del universo, era obra del
pecado, y añagaza del Bajísimo para impedirle de esa manera su consagración
absoluta a la adoración del Eterno Padre.
Llegó a manos de fray Tomás un periódico en que se hablaba
detalladamente del descubrimiento del alemán doctor Roentgen, quien había
encontrado la manera de fotografiar a través de los cuerpos opacos; supo lo que
era el tubo Crookes, la luz catódica, el rayo X. Vio el facsímile de una mano
cuya anatomía se transparentaba claramente, y la figura patente de objetos
retratados entre cajas bien cerradas.
No pudo desde ese instante estar tranquilo. ¿Cómo podría él
encontrar un aparato como los aparatos de aquellos sabios? ¿Cómo podría
realizar en su convento las mil cosas que se amontonaban en su enferma
imaginación?
En las horas de los rezos y de los cantos, notábanle todos
los otros miembros de la comunidad, ya meditabundo, ya agitado como por súbitos
sobresaltos, ya con la faz encendida por repentina llama de sangre, ya con los
ojos como extáticos, fijos en el cielo o clavados en la tierra. Y era la obra
del pecado que se afianzaba en el fondo de aquel combatido pecho: el pecado
bíblico de la curiosidad, el pecado de Adán junto al árbol de la ciencia del
bien y del mal.
Múltiples ideas se agolpaban a la mente del religioso, que
no encontraba la manera de adquirir los preciosos aparatos. ¡Cuánto de su vida
no daría él por ver los peregrinos instrumentos de los sabios nuevos, en su
pobre laboratorio de fraile aficionado, y sacar las anheladas pruebas, hacer
los maravillosos ensayos que abrían una nueva era a la sabiduría humana! Si así
se caminaba, no sería imposible llegar a encontrar la clave del misterio de la
vida... Si se fotografiaba ya lo interior de nuestro cuerpo, bien podía pronto
el hombre llegar a descubrir visiblemente la naturaleza y origen del alma; y,
aplicando la ciencia a las cosas divinas, ¿por qué no? aprisionar en las
visiones de los éxtasis, y en las manifestaciones de los espíritus celestiales,
sus formas exactas y verdaderas... ¡Si en Lourdes hubiese habido una
instantánea, durante el tiempo de las visiones de Bernadette! Si en los
momentos en que Jesús o su Madre Santa favorecen con su presencia corporal a
señalados fieles, se aplicase la cámara obscura... ¡oh, cómo se convencerían entonces
los impíos! ¡Cómo triunfaría la religión!...
Así cavilaba, así se estrujaba los sesos el pobre fraile,
tentado por uno de los más encarnizados príncipes de las tinieblas.
Y sucedió que en uno de esos momentos, en uno de los
instantes en que su deseo era más vivo, en hora en que debía estar entregado a
la disciplina y a la oración en la celda, se presentó a su vista uno de los
hermanos de la comunidad, llevándole un envoltorio bajo el hábito.
-Hermano -le dijo-, os he oído decir que deseabais una
máquina como esas con que los sabios están maravillando el mundo. Os la he
podido conseguir. Aquí la tenéis.
Y depositando el envoltorio en manos del asombrado Tomás,
desapareció, sin que éste tuviese tiempo de advertir que bajo el hábito se
habían mostrado, en el momento de la desaparición, dos patas de chivo. Fray
Tomás, desde el día del misterioso regalo, consagróse a sus experimentos.
Faltaba a maitines, no asistía a la misa, excusándose como enfermo. El padre
provincial solía amonestarle; y todos le veían pasar, extraño y misterioso, y
temían por la salud de su cuerpo y de su alma.
Y él ¿qué hacía?
Fotografió una mano suya, frutas, estampas dentro de libros,
otras cosas más.
Y una noche, el desgraciado, se atrevió por fin a realizar
su pensamiento...
Dirigióse al templo, receloso, a pasos callados. Penetró en
la nave principal, y se dirigió al altar en que, a la luz de una triste lámpara
de aceite, se hallaba expuesto el Santísimo Sacramento. Abrió el tabernáculo.
Sacó el copón.
Tomó una sagrada forma. Salió huyendo de su celda.
Al día siguiente, en la celda de fray Tomás de la Pasión, se
hallaba el señor arzobispo delante del padre provincial.
-Ilustrísimo señor -decía éste-, a fray Tomás le hemos
encontrado muerto. No andaba muy bien de la cabeza. Esos sus estudios y
aparatos creo que le hicieron daño.
-¿Ha visto su reverencia esto? -dijo su señoría ilustrísima,
mostrándole una placa fotográfica que recogió del suelo, y en la cual se
hallaba, con los brazos desclavados y una terrible mirada en los divinos ojos,
la imagen de Nuestro Señor Jesucristo.
Rubén Darío
(1867-1916)
Pintura: La Santa Faz (1586 y 1595). El Greco, Museo Nacional del Prado,
Madrid.
Nota: Relato extraído del libro Verónica y otros cuentos fantásticos, Alianza Editorial, 1995. Prólogo y selección de José Olivio Jiménez.
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