Por:
Javier Coria.
Un español llega a París en
busca de documentación sobre la actriz Jean Seberg. Casi sin advertirlo, se ve
envuelto en una trama de represión contra pintores latinoamericanos que han
escapado de las dictaduras militares de sus países…
Estas
son las escuetas líneas argumentales de este cómic de Ángel de la Calle,
publicado por El Reino de Cordelia y con prólogo de Paco Ignacio Taibo. El
dibujante se convierte en unos de sus personajes, porque es el español que
viaja a París para escribir la biografía de la bella actriz (Juana de Arco, Buenos días, tristeza, Al
final de la escapada y Lilith)
norteamericana, fallecida en París, siendo musa de la nouvelle vague. En esta
segunda novela gráfica de Ángel de la Calle se adentra en la represión y
torturas que, en las décadas de los sesenta y setenta, ejercieron las
dictaduras latinoamericanas contra, en este caso, artistas que buscaron refugio fuera de sus
países. Si la primera novela del autor, en dos volúmenes editados en 2003 y
2005, y reunida en un solo libro en 2007, Madotti,
una mujer del siglo XX, ya dio muestra de su maestría, con la presente lo
vuelve a hacer. Si con la historia de la afamada fotógrafa, activista política,
Tina Madotti, el dibujante nos explicó los movimientos revolucionarios del
siglo XX, en esta nos muestra el compromiso social y político de las
vanguardias artísticas. Aquí les dejamos con el prólogo de Paco Ignacio Taibo
II:
Como
si fuera un prólogo
VAN
A ENTRAR en una de las más brillantes novelas gráficas que he leído en mi vida.
Y me sigo preguntando, ¿para qué necesita un prólogo? En alguna otra parte de
este libro habrá una nota biográfica que cuente de dónde sale alguien con un
nombre tan imposible como Ángel de la Calle; no hay que ofrecer contextos,
porque este libro es el contexto; no hay que explicar influencias, porque este
libro es un continuo guiño que los transportará al Pont Neuf del París
cortazariano y a la necesidad de leer El
hombre en el castillo de Phillip K. Dick y de volver a ver À bout de souffle, o a preguntarte dónde
quedaron escondidos en tu biblioteca los manifiestos de Guy Debord.
Estas
notas iniciales son, por lo tanto, absolutamente dispensables, y usted puede
pasar directamente a lo que importa, que es Pinturas
de guerra. ¿Cómo definirla? Son historias de la historia. Unas historias
absolutamente desconocidas que construyen el panorama de una tragedia terrible
(y la palabra terrible debería leerse con mayúsculas y repetida al infinito) y
la épica de una generación de pintores que cruza las naciones de la América
Latina. Los años sesenta, los setenta, los años de la revolución y de los
sangrientos golpes militares, los debates sobre la vanguardia estética, los
asfixiantes exilios. Y todo ello con un punto de llegada: París.
Pero
lo que hace genial Pinturas de guerra es
que maneja con precisión las claves narrativas, que permiten que decenas de
personajes y sus historias se reúnan en una historia central: un agente de la CIA,
su homólogo de los servicios secretos franceses involucrado en el pasado en la
guerra sucia contra Argelia, una pintora chilena, un pintor tupamaro, un
superviviente mexicano de la matanza de Tlatelolco, un pintor montonero
argentino, y todos ellos reencontrándose, en un París de fecha imprecisable,
gracias al error que un joven español comete cuando llega a la ciudad para
escribir un biografía de la princesa maldita del cine norteamericano Jean
Seberg.
El
personaje, un Ángel de la Calle que nunca fue, se cruza con todas estas
historias y todos estos debates.
Ángel
sabe que, al fin y al cabo, una novela gráfica es esencialmente una novela, y
una novela (la madre de todas las guerras literarias) es una peripecia que liga
mil historias y un tiempo, del que uno de los personajes dirá: “Nosotros que
queríamos ser el país y apenas éramos el paisaje”.
No
se engañen por esta nota (ven, les dije que podían prescindir de ella). Ángel
organiza el caos: continuos, retornos al pasado, narraciones en primera o tercera
persona, cartas, acontecimientos que van y vienen en el tiempo, subtramas
policíacas (como la existencia de un falsificador de arte); y cruza personajes
reales, como Juan Goytisolo, Jean-Paul Sartre, los situacionistas, los
directores franceses de la nueva ola del cine, con sus personajes de ficción,
que a veces resultan más reales que los anteriores. Y, a la hora de narrar, se
permite todo: onirismo, digresiones laterales y laterales de lo lateral, o ir
del realismo al realismo mágico, por ejemplo, en las maravillosas páginas de la
fuga de Barragán tras la matanza de Tlatelolco con Van Paalen, donde estuve a
punto de pensar que el avión que lo sacaba de México lo pilotaba Malraux o
Saint-Exupéry.
Conforme
me voy adentrando en Pinturas de guerra,
me voy sumiendo en la complejidad de una época, me llegan ecos de viejas
discusiones, comienzo a ver rostros y debates olvidados. Y hay que agradecerle
a Ángel sus paisajes urbanos, sus recreaciones continuas de cuadros, fotos y
murales, su amor por los detalles, su capacidad literaria para concentrar la
historia en un zapato perdido…
Me
sorprende la lentitud con la que leo, atrapando detalles, gozando guiños,
volviendo a revisar una página, tratando de hilar historia con recuerdos,
haciéndome preguntas.
Nada
como la novela para crear un mundo, y cuando digo novela digo, a veces, novela
gráfica.
Pinturas de guerra reivindica
mi amor por el cómic, ese lenguaje único que no es suma de partes (lo escrito y
lo dibujado), sino algo indefinible que sirve para contar historias.
Hacía
meses que no me encontraba con ese tipo de obra que te cambia la vida, te la
mejora. Pero por qué me tienen que hacer caso, si llegaron hasta aquí, avancen
una página y compartan con el que ahora escribe el placer de leer una gran
novela. Al fin y al cabo, lectores somos y en el camino andamos.
Paco Ignacio Taibo II. Ciudad de México, junio de 2015.
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