Para ir
al Concilio de Constanza el arzobispo de Burdeos había incluido en su séquito a
un curita turenés bien apersonado, cuyos modales y discurso eran, cosa cara,
exquisitos, tanto más cuanto que pasaba por ser hijo de la Soldée (1) y del gobernador.
El
arzobispo de Tours se lo había entregado gustosamente a su cofrade cuando aquél
estuvo de paso en la ciudad, por aquello de que los arzobispos, sabiendo cuán
agudos son los pruritos teológicos, se hacen regalos entre ellos.
Así
pues, al concilio vino ese joven cura y fue alojado en casa de su prelado,
hombre de buenas costumbres y de gran saber.
Philippe
de Mala, que así se llamaba el cura, resolvió obrar bien y servir con dignidad
al que le promovía, pero vio en aquel concilio mistigórico mucha gente de vida
disoluta, sin que por eso obtuvieran menos, sino que por el contrario, poseían
más indulgencias, escudos de oro y beneficios, que todos aquellos prudentes y
comedidos.
Pero
hete aquí que una noche, dura para su virtud, el diablo le susurró al oído y
entendimiento que ya era hora de que hiciera su provisión a cestadas, ya que
cada uno se nutría en el seno de nuestra Santa Madre la Iglesia, sin que jamás
se agotara, milagro que demostraba con creces la presencia de Dios. Y el curita
turenés no decepcionó al diablo. Se prometió, puesto que era pobre a más no
poder, banquetear, arrojarse sobre los asados y otras salsas de Alemania,
cuando le conviniera y sin pagar.
Pero,
como seguía manteniendo continencia, ya que tomaba por modelo a su pobre y
viejo arzobispo quien, por fuerza ya no pecaba y era tenido por santo, sufría
frecuentemente ardores intolerables seguidos de melancolías, dado el número de
bellas cortesanas de abundante pechera y de indiferencia glacial con la gente
pobre, que vivían en Constanza para despejar el entendimiento de los padres del
Concilio. Rabiaba por no saber cómo acometer a tan galantes urracas que zaherían
a los cardenales, abades, príncipes, duques y margraves, tal como lo hubieran
podido hacer con simples clérigos desprovistos de dinero.
Por la
noche, dichas sus oraciones, intentaba hablarles, aprendiendo a estos efectos
el hermoso breviario del amor. Se hacía preguntas para poder contestar a
cuantos casos pudieran presentársele… Y sí, al día siguiente, hacia las
completas, se encontraba con alguna de aquellas ufanas princesas, en buen
punto, repantigada en su litera, escoltada por pajes bien armados, permanecía
boquiabierto, como perro cazando moscas, viendo aquella fría figura que tanto
le abrasaba…
(Cuentos libertinos, Honoré de Balzac. Edición
de Carlos Pujol, traducción de Nöelle Boer y María Teresa Cirlot. Ed. Bruguera.
Barcelona, 1984)
(1) Mujer “aficionada”
a los soldados. También quiere decir la Saldada. (N. del T.)
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