Cuando este bloguero les comentaba, en agosto del año
pasado, la novela de Carlos Pérez Merinero (La niña que hacía llorar a la gente), no imaginaba que ésta iba a ser la última novela de uno de los mejores
autores españoles de este género, y uno de los grandes, junto a Rafael Azcona, guionistas
cinematográficos de este país, con cintas como Amantes dirigida por Vicente Aranda, o La buena estrella, con dirección de Ricardo Franco, por no hablar
de su guión para la mítica serie de TVE, La
huella del crimen y que nos relataba el crimen de la calle Fuencarral de
Madrid. La verdad es que tenía esperanzas, en un próximo viaje a la Villa y
Corte, de poder conocer a este novelista
que, de 9 de la mañana a las 14 horas, podía meterse en la mente de un asesino
y escribir esas novelas sin concesiones, descarnadas, pero siempre con la agudeza
del humor y la ironía. Su último editor tiene a bien de compartir con un
servidor y sus lectores, este texto que les brindo ahora, un texto emocionado y emocionante, porque nos habla de lo cotidiano, del escritor que miraba por la ventana... Descanse en paz el
novelista, y gracias por su legado.
Javier Coria
CARLOS PÉREZ
MERINERO, EL ESCRITOR QUE MIRABA POR LA VENTANA
Manuel Blanco Chivite *
Observar la vida a través de la ventana, escribir cada día y
uno de esos días, apacible e inesperado, morir como si nada, sin transición
dolorosa, sin solución de continuidad. Levantarse un día y sentirse mal. Algo
no va bien, quizás en los días anteriores algo columbró, quizás. Pero ese día
se sentía mal, tenía mal cuerpo, sin ganas, como abandonado. No parecía grave,
un día flojo, pero se queda en la cama. La madre pregunta. No me siento bien,
me levantaré más tarde. Al mediodía el malestar persiste. No le apetece comer,
seguirá en la cama. A primeras horas de la noche, ha de ir al servicio. Se nota
pesado, le cuesta pero llega hasta el cuarto de baño, se sienta y ya no puede levantarse. Llama y
la madre acude. Intenta ponerle en pie. No puede. Carlos está gordo, una
gordura que viene arrastrando desde hace algunos años. La madre, más mal que
bien le arrastra a duras penas hasta el pasillo y ahí, justamente, Carlos se derrumba.
Cae, la cabeza hacia el comedor, los pies hacia el dormitorio. Está muerto. Son
las 20,30 h. del 29 de enero, domingo.
En la calle José del Hierro de Madrid, barrio de Ventas. Había nacido en
Ecija, en 1950.
Su cuerpo fue incinerado el lunes 30, a las 20 h. en el
crematorio del cementerio de La Almudena. El jueves 9 de febrero en una iglesia
cercana a su domicilio, se celebró una ceremonia funeraria según el rito
católico.
Adiós Carlos. Ya no estás. Ya no estarás nunca.
Nos quedan, claro, tus libros, tus estupendas historias, unas publicadas y otras, aun en
algún mueble de tu casa, la que compartías con tu madre y en la que, de vez en
cuando, acudíamos a verte, a oírte, a intercambiar impresiones, a tomarnos un
refresco y disfrutar de unas horas de calma, como fuera del mundo, aunque no de
la vida.
Pero no quiero
parecer uno de sus íntimos. No llegué a serlo; nos conocimos ya talluditos
ambos y no nos dio tiempo. Así que no le conocí demasiado, pero hasta donde lo
hice, fui un buen amigo suyo y tuve que ver muy directamente con la edición de
tres de sus novelas, excelentes novelas: Razones
para ser feliz, Caras conocidas y La
niña que hacía llorar a la gente. Género negro distinto a todos, con
auténticos personajes, bien escrito, lejos de la crónica de sucesos y de la
apología policial, literatura, auténtica literatura, nada más y nada menos.
Nos apreciábamos y nos gustaba, como acabo de apuntar, pasar
la tarde, junto a dos o tres amigos más, en el salón de su casa, charlando de
esto y aquello o, parafraseando a Unamuno, contra esto, contra aquello y contra
lo de más allá.
Hablaba de cosas simples, le gustaban las cosas simples,
aparentemente banales, los detalles bien observados de la vida cotidiana;
quizás porque a lo largo de los años había ido eliminando los temas superfluos,
es decir, los que se consideran
importantes, los que, en definitiva, no llevan a ninguna parte más que a
sentirse uno tontamente importante por la simpleza de hablar de ellos. La
conversación con él se desarrollaba siempre
de manera sosegada, aunque se insultase a tal y cual personaje pretencioso, y siempre quedaba uno compensado
de haberse trasladado hasta su casa, quizás desde el otro extremo de Madrid.
Carlos salía poco y, durante sus últimos años, aun menos.
Acompañaba a su madre al supermercado o a comprar cualquier cosa en la tienda
correspondiente; una vez a la semana se pasaba por la librería más cercana del
barrio, en su misma calle, a apenas doscientos metros…y poco más. Si se le incitaba a alejarse de su domicilio,
incluso para la presentación de uno de sus libros en el centro de Madrid, daba
siempre la misma justificación: “pero si ya sabes que yo no viajo.” Vivía en un
primer piso, tenía vértigo y para subir y bajar utilizaba el ascensor.
Merinero respetaba y amaba de manera excepcional a su madre,
Aurelia. Llegabas a su casa y lo primero que te decía era “pasa a saludar a mi
madre”; cuando te marchabas, “despídete de mi madre”. Cuando ya eras un
visitante habitual, el ceremonial se repetía sin indicación alguna por parte de
Carlos y a todos los que lo cumplíamos nos resultaba grato y familiar. Aurelia
era y lo sigue siendo, una mujer
pequeña, delgada, amable, de sonrisa alegre,
lectora incansable, siempre sentada junto a la ventana de una pequeña
habitación que da a la calle, repleta de libros, con el periódico del día entre
las manos o con una novela que, una vez leída, comentaría a su hijo… La primera
lectora de cualquier cosa medianamente legible que entraba en la casa era ella.
Merinero observaba la vida desde su ventana, en especial
durante las mañanas.
Cierto día, en conversación telefónica, me dijo que estaba
impresionado. ¿Por qué, le pregunté, qué ha pasado? Esta mañana, prosiguió,
como siempre, he echado un vistazo desde mi ventana y he visto al carnicero de
enfrente, también como siempre, abriendo
la carnicería. Ha llegado, se ha agachado y ha levantado el cierre
metálico de dos impulsos. De dos impulsos, no de uno, de dos. Por primera vez
en veinte años ha levantado el cierre de dos impulsos. Se está haciendo viejo,
¿comprendes? Y yo aquí, mirándole cada día, me estoy haciendo viejo, igual que
él, perdiendo fuerza, también para mí han pasado veinte años.
Desde entonces, cada vez que le visitaba, no podía evitar
mirar los azulejos de intenso colorido que adornan la carnicería. Nunca entré
en ella ni quise nunca ver al carnicero, como si no quisiese envejecer. Sólo
pensaba en cuántos impulsos necesitaría para levantar aquel cierre metálico que
se me antojaba particularmente pesada, mas pesado a cada visita.
Desde entonces y para mis adentros definía a Carlos como el
hombre que miraba la vida desde su ventana, un hombre singular y un escritor
que pasaba las tardes en su mesa de trabajo, escribiendo a mano, ajeno a la
informática y cuyo ordenador estaba vacío. Los cajones llenos, como su corazón
y su cabeza y el ordenador vacío.
Ya sé que sesenta y un años, los que vivió Carlos Pérez
Merinero, sin ser demasiados, dan para mucho y a él también le dieron para
mucho, pero he querido hablar de mis impresiones más profundas, de esos últimos
años en que su existencia transcurrió disciplinadamente atada a su mesa de
escritor, sin preocuparse por publicar, dedicado a su madre y a unos pocos
amigos y mirando la vida por una ventana en un barrio de Madrid.
*Periodista y director
de El Garaje SL, la última editorial de Carlos Pérez Merinero.
Dibujo portada: Javier
Argul, del blog El desierto de Juan Tengo
Precioso homenaje.
ResponderEliminarMuy bueno, llego aquí desde el blog de "Negra y criminal", que ha rebotado esta entrada. Me quedaré un ratito.
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