Hace un par de años que ya escribí en este blog una pieza
sobre los libros adoptados que llegaban a mis manos después de ir de casa de
acogida en casa de acogida. Allí comentaba que en mi barrio hay una bodega
angélica -por el vino que tienen, pero también porque la regentan Ángeles y su
marido Ángel- que, antes que se inventara el BookCrossing, ya
lo practicaban de forma particular. Delante de su negocio ponen una caja que
los vecinos van llenando con los libros que desechan y otros los van
recogiendo. Cada día esa caja, tanto para dejar como para llevarse, está más
concurrida, cosa que no pasaba apenas un año atrás. Cuando voy a comprar el
vino, los bodegueros a veces me guardan algún libro sobre misterios, género a los
que son muy aficionados, pero yo aprovecho para dar un vistazo a la caja y, de
vez en cuando, me encuentro algún libro que nadie ha querido llevarse. Este es
el caso de esta magnífica edición de Un
invierno en Mallorca de George Sand.
La Cartuja de Valldemosa en una antigua postal
El libro es un verdadero cuaderno de viaje que relata la
vivencias de las escritora durante el invierno de 1838-39, en que con sus hijos
y su amante Fryderyk Chopin, pasaron varios meses en la Cartuja de Valldemosa,
donde el pianista quería recuperarse de una enfermedad, dolencia que allí supieron que se trataba de
la tuberculosis. El título original fue Un
hiver à Majorque y se publicó por primer vez en libro en 1842, aunque un
año antes, en realidad unos meses antes, lo hizo por entregas en la Revue des Deux Modes, aunque allí aún no
tenía el título citado, sino el de Un
hiver au Midi de l’Europe. Ciertamente los artículos de Sand levantaron una
polvareda en Mallorca, cuyos intelectuales autóctonos se quejaban del retrato
estereotipado y poco edificante que de los lugareños se daba. Uno de ellos,
José María Quadrado, llegó a escribir una refutación que, en inglés, puede
leerse en Google Book’s.
La primera traducción al castellano fue muy tardía, en 1902,
pero luego no ha dejado de editarse y traducirse a numerosos idiomas. La
primera edición en castellano fue traducida y anotada por Pedro Estelrich, y
cuenta con un prólogo de Gabriel Alomar. Incluyo una imagen, de no muy buena
calidad, de esta edición que está digitalizada, por lo que me cuentan, ya que
tanto la autora como el traductor ya hace más de 80 años que han fallecido y
pasa a ser una obra de Dominio Público. La edición en francés hace años que
está digitalizada.
Javier Coria
CARTA DE UN EXVIAJERO A UN AMIGO SEDENTARIO
Sedentario por deber, creerás, querido François, que,
llevado por el indómito y caprichoso corcel de la independencia, no he conocido
mayor placer en este mundo que el de atravesar mares y montañas, lagos y
valles. ¡Pobre de mí! Mis más hermosos y dulces viajes los he hecho al amor de
la lumbre y los codos apoyados sobre los brazos raídos del butacón de mi
abuela. Sin duda tú los harás tan agradables y mil veces más poéticos. Por
ello, te aconsejo que no lamentes demasiado ni tu tiempo ni tu dolor, ni tus
sudores bajo los trópicos, ni tus pies helados sobre las nevadas llanuras del
Polo, ni las horribles tempestades pasadas en el mar, ni los ataques de los
bandoleros, ni ningún peligro, ni ninguna de las fatigas que cada noche
afrontas con la imaginación, sin abandonar tus zapatillas y sin otro detrimento
que algunas ligeras quemaduras de cigarro en los pliegues de tu batín.
Para reconciliarte con la privación de espacio real y de
movimiento físico, te envío el relato del último viaje que hice fuera de
Francia, seguro de que más que envidiarme me compadecerás, y que creerás
pagados a muy alto precio algunos impulsos de admiración y algunas horas de
encanto disputadas a la mala fortuna.
Este relato, escrito hace ya un año, me ha valido una de las
más fulminantes y cómicas diatribas, por parte de algunos hijos de Mallorca.
Lástima que sea demasiado extensa para publicarla a continuación de mi
narración, pues el tono en que está concebida y la amenidad de los reproches
que se me dirigen, confirmarían mis aseveraciones sobre la hospitalidad, gusto
y delicadeza con que los mallorquines acogen a los extranjeros. Sería una pieza
justificativa bastante curiosa, aunque ¿quién la podría leer hasta el fin? Por
otra parte, si hay vanidad y tontería en publicar los halagos que se reciben,
¿no hay mayor tontería y vanidad, aun en los tiempos que corremos, en alardear
con las injurias de las que se es objeto?
Te hago, pues, gracia de ella, limitándome a decirte, para
completar los detalles que te debo sobre esta ingenua población mallorquina,
que, después de haber leído mi
narración, los más hábiles abogados de Palma –según me han dicho, en número de
cuarenta- se reunieron para redactar, entre todos, un tremendo alegato contra
el escritor inmoral, que se había
permitido reírse de su amor al lucro y de sus afanes para la cría del cerdo.
Viene al caso, como dijo el otro de
decir que entre todos tuvieron ingenio como cuatro.
Pero dejemos en paz a estas buenas gentes, tan enfurecidas
contra mí; ya han tenido tiempo de calmarse y yo lo he tenido para olvidar su
manera de comportarse, de hablar y de escribir. Entre los insulares de aquel
hermoso país, recuerdo solamente las cinco o seis personas cuya cordial acogida
y cariñoso trato quedarán siempre en mi memoria como una compensación y un
favor del destino, a las cuales si no nombro es porque no me considero un
personaje tan importante como para honrarlas e ilustrarlas con mi gratitud;
pero estoy seguro –y creo haberlo dicho a lo largo de mi relato- que ellas
habrán guardado también de mí un recuerdo amistoso, que impedirá que se crean
incluidas en mis irreverentes burlas y duden de mis sentimientos hacia ellas.
Nada te he dicho aún de Barcelona, donde hemos pasado, sin
embargo, algunos días bastante ocupados, antes de embarcarnos para Mallorca. Ir
por mar de Port-Vendres a Barcelona, con buen tiempo y en un buque de vapor, es
un delicioso paseo. Volvimos a encontrar de nuevo en las costas de Cataluña el
aire primaveral que en noviembre habíamos respirado en Nimes, pero que no
habíamos encontrado ya en Perpignan; el calor del verano nos esperaba en
Mallorca. En Barcelona una fresca brisa del mar templaba los rigores de un sol
brillante, y barría de nubes los dilatados horizontes limitados en la lejanía
por las cumbres de las montañas, unas, negras y peladas, otras, blancas,
cubiertas de nieve. Hicimos una excursión por el campo, después de que los
buenos caballos andaluces hubieron comido su buena ración de avena, a fin de
que nos devolvieran rápidamente al interior de los muros de la ciudadela, en el
caso de tener un mal encuentro.
Bien sabes que por aquella época (1838) los facciosos
recorrían todo el país en bandas vagabundas, cortando los caminos, invadiendo
pueblos y aldeas, imponiendo tributos hasta a los más insignificantes caseríos,
domiciliándose en las fincas de recreo distintas aproximadamente media legua de
la ciudad y saliendo de improviso de cada roquedal para pedir al viajero la
bolsa o la vida.
Nos atrevimos, sin embargo, a bordear durante algunas leguas
el mar y no encontramos más que algunos destacamentos de cristinos que iban hacia Barcelona. Se nos dijo que eran las mejores tropas de España, y en efecto, eran
buenos mozos y no mal vestidos para venir de la guerra. Pero hombres y caballos
estaban bastante delgados; unos tenían la cara tan macilenta y demacrada y los
otros la cabeza tan baja y los ijares tan hundidos, que al verlos se sentía la angustia
del hambre.
Un espectáculo más triste aún, era el que ofrecían las
fortificaciones, levantadas alrededor de las más humildes aldeas y ante la
puerta de las más humildes chozas. Unas veces un pequeño muro circular de
piedra seca, una torre almenada, alta y maciza ante cada puerta, y otras, muros
provistos de troneras, alrededor de cada tejado, atestiguaban que ningún
habitante de estas ricas comarcas se sentía seguro. En muchos sitios estas
pequeñas fortificaciones, en ruinas, tenían impresas las huellas recientes del
ataque y de la defensa.
Una vez franqueadas las formidables e inmensas
fortificaciones de Barcelona, no sé cuantas puertas, puentes levadizos, poternas
y baluartes, nada nos sugería ya que la ciudad estuviera en armas. Tras la
triple cadena de cañones y aislada del resto de España por el bandolerismo y la
guerra civil, la alegre juventud de Barcelona tomaba el sol en rambla (así en el original), larga
avenida bordeada de árboles y edificios
como nuestros bulevares. Las mujeres,
bellas, graciosas y coquetas, se preocupaban únicamente de los pliegues de sus
mantillas y de juguetear con sus con sus abanicos. Los hombres, fumando,
riendo, charlando, flechando a las damas, comentando la ópera italiana, y sin preocuparse,
al parecer, de lo que sucedía al otro lado de las murallas. Pero llegada la
noche, terminada la ópera, mudas las guitarras y entregada la ciudad a los
vigilantes paseos de los serenos (así
en el original), no se oían, sobre el monótono ruido del mar, más que los
siniestros gritos de los centinelas, y las detonaciones, más siniestras todavía,
que, a intervalos desiguales, se oían espaciadas de distintos sitios,
repentinos o continuados, cerca unas veces, lejos las otras, y siempre hasta
los primeros albores de la mañana. Entonces todo quedaba en silencio una o dos
horas y los burgueses parecían dormir profundamente mientras se despertaba el
puerto y la marinería comenzaba a rebullir.
Si en las horas de esparcimiento y paseo osaba alguien
preguntar qué eran aquellos extraños y pavorosos ruidos de la noche, se le
respondía, sonriendo, que a nadie interesaba y que era más prudente no intentar
averiguarlo.
George Sand
(Carta-dedicatoria dirigida a François Rollinat por George
Sand)
Litografía de
François Rollinat; litógrafo: Jacques-François; impresores: Joseph Lemercier y
E. Desmaisons
Un invierno en
Mallorca, Edicions La Cartoixa, Palma de Mallorca, 1975. Traducción directa
del original manuscrito, propiedad de la Celda Chopin-George Sand. Cartuja de
Valldemosa: B. Payeras.
PORTADA: Retrato
de Amandine Aurore Lucile Dupin (George Sand) pintado por Eugène Delacroix
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