Por:
Eduardo Martínez de Pisón*
¡Cuánto
escribió Verne! Nunca se acaba de leer y jamás querría acabar de gozar del
sabor o del estilo del mundo que deja su lectura. Gracias a su
imaginación, conocimientos e infinitas horas de trabajo los demás hemos podido
disfrutar, aprender, poseer un universo, unos personajes, unas aventuras y unos
paisajes que siempre nos esperan en las bibliotecas. Sin él, nada de esto
existiría, ni Nemo ni Strogoff ni los dos años de vacaciones. El
mundo sería algo menos.
Este
libro en homenaje al geógrafo fabulador y maestro Jules Verne ha sido escrito
con calma, saboreando cada lugar, cada isla, desierto, océano, selva, volcán o
polo. Paso a paso, aventura a aventura, paisaje a paisaje, evocación a
evocación, con la lentitud apropiada al ritmo de la naturaleza y con la emoción
de la tempestad. El autor de este ensayo se ha detenido gustoso en los cuadros
de la naturaleza descritos por Verne, ha asistido paciente (o palpitante) al
desenlace de las peripecias de los personajes, ha estado presente en las
erupciones de volcanes que no existen y bajado ríos interminables entre
caimanes de papel. Tras recorrido tan extenso, cientos de páginas no
equivalentes a kilómetros, cree haber viajado por un mundo a la vez real y
paralelo (la vuelta al mundo en ochenta novelas) y, al final, es como si
hubiera regresado de una expedición compuesta por incontables expediciones
encadenadas. Tengo aún presentes el aroma del trópico, el viento austral, el
horizonte ocre del Sahara, el esmeralda profundo del corazón de la selva, la
ventisca ártica, toda una geografía escrita sobre un planeta que existe en el
sistema solar y sobre todo en la invención que los hombres somos capaces de
regalarnos, pero en el que también me reconozco. Soy, claro está, de esta
Tierra tangible, pero también me siento parte del fantástico planeta Verne,
porque no sólo de territorio duro está hecho el hombre.
El
geógrafo Eric Dardel, igualmente francés –recuperado hace poco en Biblioteca
Nueva–, escribía en 1952 algo que me gustaría extender a Verne: “en el
Occidente del siglo XIX, el desarrollo de la ciencia geográfica fue una de las
manifestaciones características del espíritu de la modernidad [...]. Conocer lo
ignoto, alcanzar lo inaccesible: la inquietud geográfica precede y conduce a la
ciencia objetiva [...] Se comprende que [...] los grandes navegantes mezclasen
a menudo la ficción con la realidad [...]. No se puede despojar de la historia
de la exploración este descubrimiento maravillado de la Tierra, en el que lo
fantástico y lo prodigioso arrastran primero la imaginación y la voluntad antes
de lanzar a los hombres a las nuevas rutas [...]. De esta forma se preparó el
despertar de una conciencia geográfica [...]; con el sentimiento de la
naturaleza surgió el deseo de aclarar los misterios y enigmas de las últimas
tierras desconocidas”. Así que no sé si es una cuestión de justicia o un
impulso de sensibilidad o un afán de entretenimiento lo que me ha llevado a
realizar este viaje verniano y a mirar como geógrafo profesional unas novelas
de aventuras cuyo conjunto, aunque recorre el mundo y lo describe o lo inventa,
no pretende ni estar estructurado como una geografía universal ni como un
tratado ni siquiera como cuadro veraz. Verne nunca pensó en tales cosas, sino
en proponer unos paisajes literarios y en suscitar con ellos un interés mayor
por los geográficos. Y también en educar, no sólo en instruir –incluso más que
en instruir–, porque en su trato con la Tierra, de tantas maneras exigente, los
personajes siempre se forman como personas.
Hemos
charlado mucho a lo largo del tiempo de escritura de este libro con Paganel y
con Narkin, con los grumetes y los náufragos en su propios terrenos, ante
sus panoramas, pie a tierra, en las copas de los árboles, en las cuevas, en la
cubierta de un barco, en la barquilla de un globo, en el carro de un
saltimbanqui, y hemos aprendido mucha geografía que no estaba recogida en atlas
ni manuales. Con ello también inscribimos a Verne una vez más en la nómina de
los colegas ilustres, más allá de las listas académicas ceñidas a sus censos, e
incluimos definitivamente sus asombrosas regiones en lo que debe seleccionarse
como objeto notable del goce y del saber geográfico, que no tiene por qué
ceñirse a lo corriente y excluir lo maravilloso. A fin de cuentas, lo que
importa es cuánta geografía docta se hubiera beneficiado de poseer una
capacidad de sugestión como la verniana y cuántas gentes sabrían más de la
Tierra si el ejercicio de tal facultad sugerente hubiera estado más difundido.
Siempre es momento para aprender también a comunicar.
Pero
además, claro está, hay muchos más Vernes que el que puede acotarse desde la
geografía y que han merecido otros ensayos, artículos y libros con estudios y
biografías, sobre todo por sus ficciones, argumentos, personajes, ideas,
símbolos, inventos, anticipaciones y aventuras. Por sus aportaciones más
famosas o por su evolución como escritor. El hecho es que todo se mezcla en el
Verne final y que, cuando desglosamos o resaltamos un aspecto, el resto de los
ingredientes sigue apareciendo, porque su obra es un conjunto y, en ella, todo
está unido y mutuamente apoyado. Esos otros escritos nos enseñan también el
escenario personal, vital, literario y reflexivo desde el que se hizo la
geografía verniana. Nosotros sólo hemos extendido el mapa y, como los antiguos
que rotulaban en él, por ejemplo, hic
sunt leones, hemos puesto sobre la hoja, siguiendo al novelista: aquí hay
bosques y aquí desiertos. Eso es este libro, viejos rótulos sobre un mapa sin
tiempo. Y, por asentarse en la inspiración de un artista –que es lo que Verne
era y quería ser–, es también una consideración sobre lo que Calabrese llamaba
“geografía de autor”, producción no frecuente que implica una fuerte influencia
personal en la obra, y que consecuentemente adquiere la voluntad, el contenido
y la estética que son propios del arte. En este caso es sólo un punto en el
infinito. Todas las posibilidades estaban y siguen abiertas. Verne construyó
una materia concreta en una línea personal definida, a la espera de nuevas
sorpresas mientras vivió, cerrada cuando dejó de escribir. Aquí únicamente
hemos entrado en su despacho y ordenado sus mapas y textos a nuestro modo, como
si fueran parte de una Historia Natural ingente y creativa.
Si
hubiera que decantar una tesis en este ensayo –cosa que no pretendo–, ésta
consistiría en que el mapa es la fuente específica de inspiración y el
instrumento narrativo esencial de muchas de las novelas de Verne. Y, por tanto,
que su acompañamiento en la edición y en la lectura es fundamental para la
comunicación adecuada de las aventuras que arrostran en tales obras sus
personajes. Del mismo modo, su seguimiento por el lector es clave para que éste
pueda absorber en esos libros con integridad, concreción y orden sus
argumentos. Entonces, el mapa es el guía indispensable de la trama o incluso el
mismo asunto.
En
un ensayo geográfico como éste no hemos tenido, por tanto, la intención de
entrar a fondo, sino acaso sólo la de hacer insinuaciones, en cosas quizá
sustanciosas que han tratado con solvencia otros autores, como su capacidad
fabuladora, su estilo literario, su estructura argumental, sus recursos
históricos, sus anticipaciones e inventos, la ciencia y la técnica, sus
optimismos y pesimismos respecto al hombre, que varían en el tiempo, sus
opciones políticas, sus ideas sobre los salvajes o sobre el urbanismo, sus
actitudes, sus simpatías y antipatías nacionales y sus simbologías expresas y
ocultas. Antes indicamos el interés de su geografía descriptiva, de la que se
podría extraer un posible cuadro antológico testimonio de su mundo. Hay
también geopolítica en Verne, a veces explícita y en ocasiones implícita,
mezclada con esas filias y fobias nacionales, con las estrategias coloniales y
con la liberación de los pueblos oprimidos por los imperios (por ejemplo, el
otomano). Por supuesto Francia, más los Estados Unidos de Norteamérica y Rusia
son sus naciones favoritas, mientras que Inglaterra y Alemania son consideradas
con acidez e incluso con reproches acusatorios. Un libro interesante en este
sentido fue el publicado por J. Chesneaux, Una lectura política de Jules
Verne, que sacó Siglo XXI en 1973, donde se hacen ver las coincidencias entre
los relatos de nuestro escritor y los acontecimientos políticos de su tiempo.
Pero, como todo esto y algo más es también posible e interesante extraerlo de
su literatura, el lector debe saber ahora que, al acabar este libro, no ha
llegado a puerto sino que sólo está reparando el casco y los mástiles de su
velero en una isla de paso, tras tantas tormentas: aún le quedan muchos
horizontes a los que dirigir su barco con otra tripulación. En el cuadro que
representa nuestro paisaje final verniano quedan por pintar las figuras y por
añadir algunos parajes. Pero nuestro esbozo geográfico o exposición de los
elemento terrestres que dibujan el mapa de su mundo lo damos aquí por
terminado.
Esos
paisajes que hemos visitado y que representan lo esencial de la Tierra de
Verne tienen montañas que sugieren la mejor belleza del Planeta, cuevas
que brillan como diamantes, volcanes en erupción que asombran a sus
espectadores, regiones heladas donde se encuentra la poesía de la desolación,
mares hermosos y crueles que complacen a sus marinos y torturan a sus
náufragos, islas donde aprender a ser hombres o donde dejar de serlo, ríos que
marcan caminos difíciles hacia fuentes perdidas, bosques que guardan secretos
sin tiempo, desiertos sin concesiones hacia quienes penetran en ellos, ciudades
que son como panales segregados por los hombres-colmena donde nuestros ideales
y perversidades se manifiestan directamente, caminos que unen las regiones y
los continentes para su mejor comprensión y bonanza o surgidos de la voluntad
del caminante, el aire que nos rodea y preludia el despegue del suelo, y el
cosmos, finalmente, que descubre nuestra insignificancia y nos llena de soledad
en medio de un infinito desconocido. La naturaleza entera es a la vez
maravilla, recurso, obstáculo y máquina indiferente –con sus fuerzas, reglas,
caos o desenfrenos– a la circunstancia de su habitante.
Cabe
añadir una observación temporal que me permito dividir en las siguientes etapas
de sus aportaciones geográficas:
1. Etapa de la apertura de un
horizonte
En
la inicial producción de Verne hay un cambio hacia lo que sería lo esencial de
su obra en 1855 con su invernada entre los hielos, donde la aventura en la
naturaleza domina el argumento. El 1862 es significativo de su admiración por
Poe el ensayo que dedica a este escritor. Al año siguiente aparece ya el gran
viaje de exploración por el mundo de la expansión colonial africana y también
un atisbo de sus visiones futuristas, sociales y urbanas.
2. Etapa de los grandes
protagonistas
En
1864 y 1865 acude a los dos extremos, al centro de la Tierra y a la Luna, sin
dejar, en 1866, el paisaje y la epopeya del ártico con uno de sus grandes
personajes, Hatteras. Los hijos del capitán Grant dan la vuelta al mundo con
Paganel en una obra muy marina en 1868. Su evidente interés por la
historia de las exploraciones se plasma desde 1870 en una publicación
específica. Pero el mar vuelve ese año en otra de sus mejores creaciones, el
viaje submarino, con otro gran protagonista verniano, Nemo. Y sigue en el año
siguiente; también en 1875 con la tragedia y el naufragio o con los hombres que
se rehacen ante la adversidad; y en 1878 con el tesón y valentía de su capitán
de quince años. En 1872 retorna a África y en 1873 al Ártico e incluso a una
nueva vuelta al mundo, la más celebrada. En 1876 se centra en Rusia y Siberia
con su tercer personaje sobresaliente, Strogoff. Esta etapa es sin duda la de Lidenbrock,
Hatteras, Paganel, Nemo y Strogoff.
3. Etapa de los exploradores y
robinsones
En
1877 sale Verne a hacer unas elipses por el sistema solar y vuelve sin que
nadie se haya percatado de la ausencia de sus héroes. En 1879 retorna a la
geografía urbana con especial contundencia en un giro reflexivo y acusador. Los
mares siguen siendo, sin embargo, su horizonte en 1883, 1884 y 1885; los
robinsones toman cuerpo ejemplar de nuevo en sus novelas en 1882 y 1888; los
ríos en 1881, 1889 y 1898; el aire en 1885… De este modo Verne prosigue en sus
escenarios de siempre, pero emprende también exploraciones en otros campos
complementarios o nuevos, incluidos los de los comportamientos.
4. Etapa de la esfinge
Esta
fase final es compleja. En 1889 plantea Verne otro paisaje futurista y urbano,
desasosegante. Entre 1890 y 1892 retoma la novela de viajes, uno de éstos
a la antigua, en carreta, con las peripecias y el ritmo que imponen los
terrenos, y otro a la moderna, en tren, con el terreno vencido. En ese mismo
año 92 explora la atmósfera gótica del castillo de los Cárpatos. En 1894 con
Antifer y en 1898 con su excéntrico juega a los mapas con el lector: otro modo
de instruir deleitando. En los años 95 y 96 hace sus planteamientos urbanos con
poca fe en el progreso social e incluso hace intervenir las maquinaciones del
mal. Tiene un nuevo máximo literario en La esfinge de los hielos en 1897, con la reunión del Polo Sur
y Poe cargados de toda su potencia. El mar y los robinsones no le dejan aún en
1901 y 1900. En 1901 cierra sus paisajes con selvas que pueden guardar la solución
al misterio del origen del hombre, y en 1905 ya aparece retocado su faro del
fin del mundo, con un punto intenso de crueldad que desconecta del Verne de
siempre y que preludia los arreglos que hizo su hijo en sus libros póstumos.
Pero incluso en éstos sigue destellando la inspiración de Jules Verne con una
luz inequívoca.
Me
complace añadir un elogio a los ilustradores de las novelas de Verne, a los que
se han dedicado diversos trabajos que están recogidos por Arthur B. Evans en un
artículo titulado The Illustrators
of Jules Verne’s Voyages Extraordinaires, publicado en Science-Fiction Studies, XXV: 2, Julio
1998, pp. 241-70, al que se puede tener acceso por Internet. Nos sitúan tales
dibujantes en su momento, en su estilo, definen los personajes, los lugares,
los barcos y aparatos diversos, los ambientes, trajes, casas, trenes. Quienes
hemos leído buena parte de estos libros con esas ilustraciones no podemos
dejarlas de lado, pues son parte sustancial de ellos; si añadimos sus mapas,
ése es nuestro Verne. Si evocamos el Polo, ése es nuestro Polo. Hemos
proyectado esos grabados sobre la realidad y a veces vemos ésta como una
ilustración de una página verniana.
No
es nuestro objeto analizar aquí a sus autores ni a sus obras, aunque lo
merecen, pero sí al menos mencionar que, aparte del placer que otorga la
contemplación de tales láminas, ellas nos han inculcado también, y hasta de
modo primordial, los paisajes descritos por la prosa de Verne; diría que
constituyen (o complementan) el verdadero Verne en la memoria casi tanto como
lo escrito, porque concretan y fijan ante los ojos, como puntualiza Evans, los
personajes, los lugares, la acción y el documento geográfico. Si hay incluso un
mapa propio de la novela, por simple o antiguo que pueda ser, ése es el mapa de
tal historia, no cualquier otro mapa. Verne está dibujado a plumilla con tinta
china, o acaso a media tinta, y grabado en blanco y negro, y a veces con
láminas mayores coloreadas. Nemo, Paganel, Hatteras o Strogoff tienen, gracias
a estas ilustraciones, su figura, la esfinge de los hielos su forma, el mar sus
tormentas, el cañón de la ciudad de acero su dimensión, el tren de Bombarnac el
ambiente de su interior y los paisajes que rodean su trazado, Samarcanda sus
tonos. En conjunto, desde los sombreros de los personajes a las
representaciones de los lugares, pasando por los veleros del océano o las
máquinas de los inventores, la ilustración verniana es un mundo, o una
expresión de ese mundo que hemos llamado el planeta Verne, la más acertada y
propia. Hay tanta edición popular de Verne sin figuras, sin mapas, o con otros
ilustradores tardíos en publicaciones para niños, que constituye una verdadera
posesión de lo auténtico y de sus calidades reencontrar las viejas
ilustraciones, las que tienen explícita la marca del tiempo.
Es
decir, tal como Verne, Hetzel y sus dibujantes quisieron que fueran editadas
las novelas que contaron cómo era la Tierra o, mejor, esa Tierra pasada por el
alambique y la imaginación de su escritor por excelencia. Porque el logro
final, el libro impreso, ilustrado, encuadernado, fue una empresa editorial
compleja, con diversas manos, con una suma de colaboradores puestos a conseguir
el producto final, a botar el buen barco –bien construido, bien adornado– entre
todos y alrededor del autor, para su mejor, más certera y más placentera
navegación. Las cartas intercambiadas entre el editor, el escritor y los
dibujantes muestran el interés de todos ellos en perfeccionar esa colaboración
en cada figura. Y así, quienes plasmaron en imágenes las historias, los dibujantes
y grabadores, tienen un significado muy especial en la expresión acabada de tal
resultado.
Al
concluir este libro me gustaría recordar a Pío Baroja por su simpatía
a nuestro escritor. Puede valer como ejemplo cuando uno de los
protagonistas de La dama errante,
geólogo y excursionista, recomienda la lectura de las obras de Verne,
considerando especialmente graciosa la caricatura de uno de sus personajes
científicos. Pero es más penetrante la referencia que hace en sus Aventuras, inventos y mixtificaciones de
Silvestre Paradox: siendo Silvestre niño y residente en Pamplona, encontró
un estímulo a su carácter libre en la lectura de “Robinsón, y dos tomos de las novelas de Julio Verne y Maine Reid”.
Paradox escondía las novelas para que no se las quitara su familia, pero
“durante las horas de estudio las solía estar leyendo, con gran asombro de sus
tíos, que le miraban por el agujero de la llave y creían que estudiaba. Llegó
su cinismo a ir a la iglesia con un tomo de Robinsón Crusoe, que tenía una pasta parecida a un libro de misa, y
pasarse en compañía de Robinsón y del negro Domingo desde el Introito hasta el ite missa est”. Dejando de lado lo de
llamar Domingo a Viernes, que corresponde a una versión doméstica de Robinsón,
Silvestre se dedicó entonces a la exploración de los arrabales y alrededores de
la ciudad, figurándose “estar en las islas fantásticas y dominios espléndidos
ideados por sus autores favoritos”. Naufragó en un cajón que metió en el río,
fabricó pemnican polar con comida
casera, tejió una cuerda de bramante, ascendió con ella a un monte cercano,
compró un cuaderno para llevar su diario, dibujó planos y construyó maquetas de
barcos a los que bautizó como Nautilus, Astrolabio o Capitán Cook. ¿Qué habría sido de todos los Silvestres Paradox que
habitamos este mundo si no hubiéramos tenido un Verne que nos incitara a soñar,
como bien dijo Baroja, con los “exploradores de los países helados”?
(*) Eduardo Martínez de Pisón (Valladolid,
1937) es Catedrático Emérito de Geografía de la Universidad Autónoma de Madrid,
además de escritor y montañero. Es especialista en Geografía Física, campo en
el que ha realizado la mayor parte de su investigación, publicaciones y
docencia. Este texto pertenece al epílogo de su libro La tierra de Julio Verne.
Geografía y aventura, de la editorial Fórjala.
Fuente: La
revista La línea
del horizonte. El viaje y sus culturas.
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