La despedida del autor, Juan Ignacio
Ferreras
Envío
Cumplidos
los ochenta de mi edad, aunque en posesión de todas mis facultades mentales,
como diría y hasta sostendría ante un notario en ejercicio, y con poco tiempo
ya, y con menos ganas aún, para corregir lo que he escrito, quiero poner el
punto que llaman final en la última página de esta obra. Creo que han sido unos
cuarenta años de aventura continuada. Al menos hace cuarenta años, cuando yo
era más inteligente, comencé a pensar lo que podía hacer, y sin dejar de
pensarlo, comencé a imaginarlo... Después vinieron las lecturas y he viajado a
través de los siglos asido a sus novelas, y he gozado y he sufrido a través de
unas páginas que día a día, que año tras año, se iban haciendo más viejas.
Sólo
tuve un deseo que, por ser grande y profundo, nunca pude conseguir: conocer
cómo pensaban, cómo imaginaban y hasta cómo esperaban y desesperaban aquellos
que escribieron y leyeron, aquellos que nos precedieron, aquellos que han de
estar detrás de las novelas, escribiéndolas, escuchándolas, leyéndolas. Llegué
a soñar con una obra que describiera el imaginario de los españoles durante
varios siglos, pero fue eso, un sueño.
Hace
más de cuarenta años me detuve ante uno de esos cajones que los libreros de
París colocan en las aceras. Todavía estoy viendo aquellos dos tomos
desparejados que trataban de la historia de la novela inglesa; no los pude comprar
por falta de dinero, pero me hicieron pensar... quizás yo también podría... y
sí, al parecer, he podido.
La
aventura ha sido larga y no ha acabado muy bien, pero no todas las aventuras
tienen el privilegio de poseer un final feliz, las hay hasta desventuradas.
Y
ahora surgen algunas preguntas, quizás impertinentes. ¿Y si lo que he escrito
es la vida de un novelar, de una novela en España, desde su nacimiento hasta su
muerte? ¿La biografía de algo, de un ser vivo después de todo, desde que empezó
a existir hasta que dejó de hacerlo? Porque ¿y si lo que entendemos por novela
ya no es necesaria en nuestra sociedad?
Prefiero
no seguir con estas desgraciadas consideraciones.
Me
queda el consuelo de pensar que, al haber escrito tantas y tantas páginas, no
he podido equivocarme en todas.
Juan
Ignacio Ferreras
Madrid,
marzo del 2010
Sobre la novela en España de 1939 al
siglo XXI (fragmento del capítulo 27)
6.
Las renovaciones formales
Como
vimos en el capítulo anterior, la arruinada España de la posguerra empieza por
restaurar un realismo tradicional, casi decimonónico, porque creyó que en este
realismo estaba la solución novelística del momento. No hay que olvidar,
además, que antes de la guerra existían ya tendencias intelectualizadas y
sociales de la novela, pero estas tendencias, de alguna manera, perdieron la
guerra y se fueron al exilio, y, lo que es peor, dejaron de vivir, esto es, de
circular como novelas, en España. Vimos también, al seguir la bibliografía de
ciertos novelistas, cómo éstos, que habían empezado como realistas, inauguraban
nuevas formas novelescas, es decir, innovaban; por eso, a los nombres que van a
seguir hay que añadir algunos de los ya citados, sobre todo Cela, Torrente
Ballester y algunos más. Pero si estos restauradores también innovan cuando
llega la década de los cincuenta, no hay que olvidar que fue casi una verdadera
generación de escritores jóvenes la que abrió nuevos caminos.
Digamos
ahora brevemente en qué consistió esta innovación: ante todo, se abandona el
realismo tradicional al enriquecerlo con nuevas críticas o intenciones (la
década de los cincuenta no es ya la década de los cuarenta, esto es, de la
inmediata posguerra; hay un poco más de libertad porque las circunstancias
exteriores, la victoria aliada sobre las potencias del eje, ha desarbolado,
siempre hasta cierto punto, el régimen verticalista español).
Hay
innovaciones, pues, en los contenidos, y así, como veremos en el próximo
capítulo, puede ya surgir la novela que se llamó social; y hay sobre todo
innovaciones formales ante la llegada de técnicas novelísticas extranjeras,
estadounidenses principalmente. Los más jóvenes entre los innovadores están,
también, un poco más alejados de la guerra que sus mayores, entre los que se
encuentran los realistas restauradores; poseen por ello, y siempre de una
manera limitada, una visión más distanciada y, por tanto, más amplia de la
realidad histórica bélica y de la realidad más cotidiana. Hay, o existen ya,
nuevas posibilidades.
Juan Ignacio Ferreras
Sobre la novela científica y la
novela de ciencia ficción (fragmento del capítulo 25)
1.
Principios en el XIX
Dejando
aparte toda la literatura utópica, que nos haría retroceder hasta la antigüedad
griega (por lo menos hasta Luciano de Samósata), y que tan ligada se encuentra
con lo que después se llamó novela científica, hemos de centrarnos ya en el
XIX, siglo en el que publicó sus obras el verdadero fundador de la llamada
novela científica, Jules Verne. En España, como en el resto del mundo
occidental, se tradujo una y otra vez al escritor francés y surgieron los
consiguientes imitadores.
Se
entendió por novela científica aquella que incorporaba la ciencia, siempre de
su época, a la narración, pero también a la novela que especulaba sobre el
porvenir de la ciencia a partir de la ciencia de su época. Por eso, se podrían
encontrar relaciones entre las novelas utópicas y las novelas científicas; los
autores, por lo menos en un primer momento y viviendo intensamente la
revolución industrial de su siglo, creían en la ciencia, es más, llegaron a
creer en la ciencia como libertadora del hombre. Cuando llegue el momento de la
ciencia ficción, pero ya en el siglo XX, a partir sobre todo de la gran crisis
económica de 1929, la visión cambiará completamente: la ciencia también podía
esclavizar al hombre, y la utopía se transformó en distopía.
Pero
de momento nos encontramos en la España del siglo XIX, en la que algunos
editores publicaron obras populares con pretensiones científicas, y siglo
también, en su segunda mitad, en el que nos podemos ya encontrar con verdaderos
cultivadores de lo que se entendió por novela científica.
La Escuela de Traductores de Toledo
(fragmento del capítulo 2)
Es
impresionante el nombre de los primeros maestros toledanos; ante todo Domingo
Gundisalvo, arcediano de Sevilla, auténtico filósofo, autor entre otras muchas
obras del De Sancta Trinitate; junto a él, el judío converso Juan Hispalense,
el italiano Gerardo de Cremona, el matemático inglés Daniel de Morlay y los
también ingleses Roberto de Rétines, Abelardo de Bath, Alberto de Morlay y
Daniel Escoto; los alemanes Herman el Dálmata y Herman el Alemán, etc. Estos
hombres y otros tradujeron y resumieron a veces las obras de Aristóteles,
Tolomeo, Galeno, Avicena, Avicebrón, Algazel y otros. Las disciplinas
traducidas y tratadas eran simplemente todas las de la época: filosofía,
matemáticas, astronomía, medicina, geografía, historia, etc.
No
nos atañe aquí subrayar la importancia cultural de esta Primera Escuela en
relación con la europea de entonces, sino simplemente señalar el paso del latín
culto a la lengua romance castellana a partir de lo que se ha denominado
Segunda Escuela Toledana, y que comienza también bajo la égida de un príncipe
eclesiástico: el historiador don Rodrigo Ximénez de Rada (1170-1247); después
aparecerá como jefe de filas el monarca Alfonso X (1252-1284).
Para
leer más fragmentos aquí Blog
del libro.
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