Leído en Gatopardo
Ya se nos adelantó don Francisco el domingo pasado en el comentario crítico de las nuevas normas gramaticales –supresión de algunos acentos, cambios de
nomenclatura, adaptaciones de extranjerismos- y poco podemos añadir nosotros aparte de que nos parece una cosa consecuente con los tiempos de calderilla que corren, como todos los tiempos por otra parte. Lo de los acentos iba siendo una causa perdida. Es cierto que toda lengua está llena de arbitrariedades y caprichos, entre ellas esas pequeñas virutas con que adornamos las vocales.
El mecanismo interior de una lengua le impone la ley del mínimo esfuerzo, imperativo de los propios hablantes, y la Academia no hace sino adaptarse a ella. Hace 50 años acentuábamos el “fue” y hoy no lo hacemos. Ahora vuelan acentos de palabras con la excusa de que no cabe la ambigüedad y que todo lo resuelve el contexto. Según eso, la coartada sería válida para todas las tildes, toda vez que los casos de ambigüedad solo los encontramos en los ejemplos forzados e ilustradores de las gramáticas y los juegos de dobles sentidos. Será una merma, desde luego, pero una merma atenida al contexto, el contexto del mínimo esfuerzo, por no decir pereza, la mala novia juanramoniana que nos ha recordado Bello. No es la primera vez ni va a ser la última que los gramáticos hacen poda en el sistema: se trata como decimos de registrar una evolución connatural a un cuerpo vivo, que va desdeñando vocablos añejos y grafías fosilizadas, al tiempo que incorpora nuevas creaciones y pasa la mopa para eliminar significados incorrectos. Algo menos justificable, pero también lógico, nos resulta el cambio de nombre a algunas grafías. El esbelto tirachinas de la “y griega” pasa a llamarse “ye” y el cambio arrastra a la i latina que se queda en i a secas. Los motivos son, según los académicos, concesivos y prácticos: en su tendencia a panamericanizar la lengua común quieren dar una alegría a los hablantes americanos (que ya la llaman ye) y al mismo tiempo hacer prevalecer el sonido consonántico de la letra, compartido con su rival ll. Este último argumento pasa por alto el hecho incuestionable de que si bien el uso vocálico de la y es menor, ese es precisamente el que se aplica a una de las palabras que más frecuencia de uso registra nuestra lengua, como es la conjunción y, lo cual bastaría para dejar las cosas como están. La justificación suena a evasiva, pues de lo que se trata más bien es de eliminar lastres historicistas, simplificar contenidos y darle mascada al hablante la ingestión de su propia gramática, en sintonía con la banalización de las nuevas enseñanzas. En este sentido podría hablarse de una Gramática LOGSE.
Es normal que un sistema educativo que ha ido apartando las humanidades, eliminando los aprendizajes memorísticos, anteponiendo los contenidos prácticos a los teóricos, sintetizando el conocimiento universal en libros de texto cada vez más parecidos a tebeos, demandara una gramática como la que se ofrece ahora, que borra acentos, se deshace de latinismos y le quita a la y su herencia griega. Una y como esa, la verdad, no tenía mucho sentido en una sociedad para la que las lenguas muertas no están solo muertas sino rematadas y en la que el único griego que nos va quedando es un servicio sexual en las páginas de contactos. Ya no sabemos latín ni griego, ni falta que nos hace, de modo que esa modesta grafía con sus brazos de victoria era un recordatorio molesto de nuestros orígenes, un conocimiento inútil, un exceso conceptual, una cosa rara. Llamarla ye nos libera de compromisos, no nos obliga a cuestionarnos nada y además es más fácil de decir, dónde va a parar. Sustituimos la tradición del nombre por la inmediatez aséptica del sonido, rebajándonos a la simplicidad del americano en lugar de ascenderlos a nuestra exigencia. Para qué decir Miguel de Cervantes, pudiendo nombrarlo Miki.
Antonio García Muñoz
Todo va, como dice esta gran articulo, por la vía de la simplicidad, que no es la misma que la de la simplificación
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