Por: Silvia Delgado
(LQSomos).
Supongo que las personas que leen poesía imaginan que
nosotros, los poetas, somos seres que vivimos entre lo místico y lo terrenal.
Mujeres y hombres sensibles y malditos, a veces atormentados, a veces
narcisistas, espirituales, fracasados, amargados o estúpidamente amorosos.
Una especie de minotauros
vulnerables que caminan sin tomar nota de lo que les sucede a los otros.
Yo no dudo de que haya
poetas que quepan en este estereotipo, somos muchos haciendo este oficio.
Algunos se lavan las
manos antes de ponerse a escribir unos versos, (simbólica y reverencial manera
de enfrentarse a la poesía), otros alardean de sus borracheras, otras cuentan
sus promiscuidades sexuales, exhiben sus bibliotecas fecundas, enseñan las
tripas de sus escritorios, otros se duelen porque les quitan su parcela de
protagonismo, otros necesitan casi siglos para dar por finalizado un soneto,
otras escriben al dictado de modas efímeras donde se refleja el desagüe adonde
van a llegar las personas que no tienen conciencia.
Así vamos viendo
infinidad de maneras de enfrentarse a la poesía, es decir, a la vida misma.
Yo vengo a contarles mi
caso, otro más, uno cualquiera:
Escribo a ratos breves y
con alevosía: en las esperas hospitalarias cuando la muerte fumiga sin pedir
permiso, mientras escucho el silencio acusador de las calles, con el luto de
mil derrotas ondeándose sin historia, cuando la fugaz alegría de los niños
rompe los cristales de mi monotonía, al ver a los pájaros morir de frío sobre
las aceras, en las primaveras lentas cuando sólo llueve y llueve… y la
hostilidad del mundo se multiplica en cada rostro que camina.
Es decir, deletreo el
dolor que asoma ante mis ojos, para que ni uno solo quede sin escribirse.
El mío es un activismo cómodo, confortable; afilar palabras mientras otros dan la cara por nosotros no tiene mérito si comparamos.
En muchas ocasiones los
poetas nos dejamos barnizar por la adulación y llenamos los espacios con
espejos para mirarnos y vamos poco a poco alejándonos de los héroes y heroínas
que nos rodean y que empujan la realidad para hacerla más llevadera.
En todos los lados, en barrios, pueblos, en ciudades, mujeres y hombres a contracorriente, intentan hacer de sus entornos lugares más amables. Y de manera multitudinaria o en grupos pequeños alzan la voz por los refugiados, por el aire limpio de cementeras, por un sindicalismo decente, por la soberanía de los pueblos, por los torturados, por la memoria, contra las guerras o las fosas comunes, por la sanidad, el techo, el pan para todos.
A pie de calle, en primera línea, en el tajo.
Arriesgando sus jornales, sus familias, sus libertades.
Yo siento vergüenza por
las 28 limitaciones que tengo, una por cada letra, son de otros las conquistas
y las victorias, mío es sólo este empeño de ser poeta en un mundo de locos.
Cada cierto tiempo me
sorprendo escribiendo sobre esto, porque siento pudor cuando alguien en una
asamblea o en una plaza lee uno de mis poemas. Me siento en deuda con los que luchan,
con los que buscan a tientas manos a las que asirse, con los que son luz,
ternura, rebeldía.
Apenas somos algo los
poetas en este río de humanidad y gracias a los que no se rinden, este oficio
se hace carne y se hace hueso y se hace voz. Y roza, casi, lo imprescindible.
No soy una poeta moderna
Yo no digo cosas hermosas en mis poemas.
Si mis niños ríen lo hacen en ratos demasiado fugaces,
si mis viejos comen, lo hacen en sueños interrumpidos bajo la escasez de mantas,
si mis mujeres cantan, lo hacen en voz muy baja, acurrucadas en rincones de amenaza.
Yo no digo cosas modernas en mis poemas.
No hablo de lo que follo ni de mi coño,
no hablo en inglés, ni en mexicano,
ni siquiera las drogas me arrancan los dientes y me ponen a vomitar
en mañanas delirantes donde escasea la magia.
No hablo de lo que follo ni de mi coño,
no hablo en inglés, ni en mexicano,
ni siquiera las drogas me arrancan los dientes y me ponen a vomitar
en mañanas delirantes donde escasea la magia.
No soy una poeta moderna.
Mis palabras están anudadas al mundo que vive de noche
por la codicia insomne de los dueños de las lámparas.
Mis poemas son tan antiguos como antiguo es morir sin pan y sin agua,
como antigua es la ira de los que no tienen nada,
como antiguo es el eco donde la voz se multiplica solitaria.
Mis palabras son viejas, arrastran su cuerpo entre los versos,
cansadas de morir por las mismas causas,
cansadas de aullar por la misma rabia,
cansadas de deletrear la misma impotencia
como si no sirvieran
y los poetas de antaño ya las hubieran usado
fracasando en el intento de cambiar el hambre por semillas,
el llanto por canciones,
el plomo por amor sin reverencias.
Mis palabras están anudadas al mundo que vive de noche
por la codicia insomne de los dueños de las lámparas.
Mis poemas son tan antiguos como antiguo es morir sin pan y sin agua,
como antigua es la ira de los que no tienen nada,
como antiguo es el eco donde la voz se multiplica solitaria.
Mis palabras son viejas, arrastran su cuerpo entre los versos,
cansadas de morir por las mismas causas,
cansadas de aullar por la misma rabia,
cansadas de deletrear la misma impotencia
como si no sirvieran
y los poetas de antaño ya las hubieran usado
fracasando en el intento de cambiar el hambre por semillas,
el llanto por canciones,
el plomo por amor sin reverencias.
No soy una poeta moderna,
mis poemas vienen de tiempos pretéritos.
Voy con el verso al descubierto
entre las sobras de la vida.
mis poemas vienen de tiempos pretéritos.
Voy con el verso al descubierto
entre las sobras de la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario