Por: Clara
Janés
En el año 1973 se llevó a cabo, en la Galería
Iolas Velasco de Madrid, la exposición Los
veinte años de escultura de Chillida. Fui a la inauguración y encontré allí
a varias personas conocidas, entre ellas Soledad Sancha, cuñada del escultor
Alberto. Cuando entré, Soledad estaba precisamente hablando con Chillida y me
lo presentó. Luego, ella y yo seguimos viendo las obras y charlando casi hasta
que cerraron. Íbamos dando la vuelta, observando con detenimiento las
diferencias formales que la materia conllevaba, ya se tratara de hierro, mármol
o de papeles quemados y, cada vez, yo enmudecía ante el Bajorrelieve I en alabastro, pieza de breves dimensiones pero de
una inmensa profundidad. Era como si a través de ella se me revelara otro nivel
del arte contemporáneo.
Al día siguiente sentí el impulso de volver a
verla; se trataba, de hecho, de una necesidad de incorporarla a través de la
mirada. La galería no estaba lejos de mi casa, de modo que me encaminé hacia
allí. Al contrario que la tarde anterior, no había nadie en la sala. Las obras
vistas en silencio resultaban aún más elocuentes, y de modo especial aquel bajorrelieve.
Me dispuse, pues, a aprenderlo de memoria y para ello me fijaba en la forma y,
sobre todo, en las densidades del blanco según las incisiones o el pulido de la
piedra. Llevaba allí un buen rato cuando alguien entró. Pensé que quizá era el
momento de marcharme, pero no fue así: quien había entrado era Eduardo Chillida
y, con toda naturalidad, brotó la conversación.
Ir a ver el alabastro se convirtió casi en un
ritual para mí, mientras duró la exposición, y muchas mañanas, en la galería,
estaba Chillida, de modo que seguimos hablando de la creación artística, de la
relación del hombre con el espacio y del límite, tema que, tanto a él como a
mí, nos atraía desde la infancia. Él sostenía que la creación es un paso hacia
lo desconocido y hacía hincapié en el momento en que el artista intuye la obra,
ese en que capta algo pero aún no sabe qué ni cómo es, lo que él llamaba el
«aroma». Un día le pedí que me dejara grabar la conversación y convertirla en
entrevista.
Junto a la cuestión del límite y del «aroma»,
uno de los temas que aparecía cuando hablábamos era la obra de Brancusi. Hacía
poco yo había estado en Rumanía y visitado su ciudad natal, Tirgu Jiu, donde
además de la Columna del infinito hay
un parque que alberga la Puerta del beso,
el Camino de sillas y la Mesa del silencio. La impresión que me
había causado el alabastro podía relacionarse, acaso, con la recibida ante
aquella mesa tan rotunda y, a la vez, tan alada, que anulaba con su presencia
cualquier otro valor del espacio. Allí mismo, sobre la misma mesa, había
escrito un poema y luego varios más, inspirados en las obras de Brancusi. Se
los envié a Chillida con el libro Límite
humano, y él respondió con una carta y la prueba de artista de uno de los
grabados que había hecho para el libro Más
allá, de Jorge Guillén.
Pasó un tiempo. Viajé por primera vez a Praga
para visitar a Vladimír Holan y, ya de regreso, entré en un estado de captación
que pronto reconocí como el «aroma» de Chillida. Fueron los poemas cantados que
titulé Kampa II, dedicados al poeta
checo, y, en vistas a un siguiente viaje, para entregárselos, los preparé en
manuscrito, acompañados de un casete, dentro de una tapa que hice yo misma con
cartón forrado de un delicadísimo algodón indio que había comprado por la
calle.
El caso es que Chillida había estado tan
presente mientras los poemas surgían que quería también dárselos a conocer de
un modo especial. Vivía entonces en París, a diez minutos del Barrio Latino, y
estudiaba checo en la École de langues
orientales de la rue de Lile,
situada en una zona llena de galerías y de tiendas de material artístico que
siempre me tentaban: papeles, cartulinas, lápices, cálamos, pinturas, tintas
chinas… Había encontrado allí un papel blanquísimo, de gran tersura, destinado
al dibujo técnico que, doblado por la mitad daba un tamaño algo mayor que un
casete, pero no en exceso. Podía, pues, hacer un librito usando ese papel y con
tapa de cartón, forrada también de aquel algodón indio, bastante ancha, pues a
modo de solapa llevaría en la parte interior de la guarda izquierda un bolsillo
donde iría el casete, y sujetaría las hojas manuscritas con cordeles anudados
en el lomo.
Así lo hice y se lo envié a Chillida y él me
contestó con una carta. Meses después, a mi regreso a España, lo llamé por
teléfono. Recuerdo que casi antes de hablar se puso a reír, decía que
precisamente me iba a llamar porque la semana siguiente iría a Madrid. Me citó
en la galería Rayuela, donde iba a firmar serigrafías, y enseguida me comentó
que el libro le había gustado muchísimo y que, junto a uno «pequeñito
pequeñito» que le había hecho una de sus hijas, era lo más bonito que tenía en
su biblioteca. Añadió que coincidía en su forma con uno que él había imaginado,
más ancho que grande, un libro que fuera como el tiempo de la vida de un
hombre, y añadió que haríamos algo, pero que, de momento, no me podía decir
nada, que podría tener, por ejemplo, varias páginas en blanco… Era el día 4 de
mayo de 1978 y a mediodía se inauguraba una antológica de Miró en el Museo de
Arte Contemporáneo y me invitó a ir también. Allí me presentó a Pili y dijo que
ella apoyaba lo del libro y que un día debía ir a San Sebastián.
Fui a San Sebastián. Chillida me recogió en la
estación y me llevó de entrada a ver el Peine
del Viento y luego a su casa. Vivía aún en los Altos de Miracruz y allí
mismo tenía el estudio. Hablamos de papeles y de formatos posibles y me enseñó
otros libros suyos, los que había hecho con Heidegger y con Jorge Guillén. Y
también el taller donde su hijo Iñaki le estampaba los grabados. Había ya un
editor de libros de arte interesado en nuestro proyecto y él se encargaría de
hacer una maqueta, pero había algo que no veía claro: cómo incorporar el
casete.
Pasaron meses de silencio. Escribí por entonces
la serie Chillida, del libro Vivir,
con motivo de la exposición antológica que tuvo lugar en el Palacio de Cristal
de Madrid en 1980. Volvimos a hablar. Me dijo ahora que las maquetas que le
presentaban no le convencían, que debía hacerla yo, es decir, repetir aquel
librito pero con un material más consistente que el algodón. Encontré una
loneta blanca. El libro quedaba algo más grueso pero tenía la misma ligereza.
Dijo que así estaba muy bien y que empezaría a trabajar en los grabados. Volvió
el silencio. Cuando en alguna exposición nos veíamos, hablábamos del libro,
pero él seguía viendo un obstáculo. «Lo perfecto –decía– sería que se oyera tu
voz al abrirlo”.
Aquellos poemas cantados eran la segunda parte
de Kampa y, para conservarlos
inéditos, esperando que Chillida se decidiera, tardé once años en publicar el
libro. Finalmente le pedí permiso. De hecho yo empezaba a olvidar el proyecto y
pensaba que lo extraordinario era que de él había surgido una amistad, que era
mucho más importante. Seguí enviándole mis libros y acudiendo a sus
exposiciones, hablando con él y escribiendo sobre él algunos artículos.
En el año 1992 recibí un día, de pronto, un gran
paquete. Su remitente era Eduardo Chillida. Se trataba del catálogo de una
exposición antológica que en aquel momento tenía lugar en San Sebastián. Pensé
que era una invitación y fui a verla. Él estaba allí y, al día siguiente, me la
enseñó detenidamente y luego me llevó a su estudio, su antigua casa, ya que
ahora vivía en el Monte Igueldo. Dijo entonces: «Hemos de hacer el libro. Un
día me llamó Brossa, al que también había prometido unos grabados, y me dijo:
“Si no lo hacemos ahora nos moriremos los dos sin haberlo hecho”. Hice los
grabados para Brossa, pero tú estabas antes. Olvidemos lo de la cinta y hagamos
otra cosa, mándame más poemas».
Fue a finales de 1994 cuando me comunicó que ya
tenía las planchas, que todo lo que le enviaba le gustaba y que su ilusión era
que yo escribiera después de ver los grabados. Me asusté ante el reto, pero me
dije a mí misma que si habían pasado tantísimos años desde la primera
conversación hasta que tuvo las planchas, podía pasar otro tanto hasta que
estuvieran los grabados. No fue así, a los pocos meses daba una conferencia en
Madrid y fui a oírle. Los grabados ya estaban y había pensado que yo podía
hacer lo que quisiera, escribir poemas nuevos o darle poemas publicados,
siempre quedaría bien. Su hijo Iñaki me llamaría para que fuera a San Sebastián
y habláramos una vez más.
En efecto, Iñaki me llamó y quedamos en que iría
pasado un mes. En ese mes todos aquellos años de contemplación y admiración se
tradujeron en palabras. Escribí La
indetenible quietud. De pronto me parecía que no había entendido de verdad
la obra de Chillida y que los poemas me la revelaban. Nada tenían que ver con
los que había incluido en Vivir,
donde partía generalmente de la materia. Ahora me llegaba la pulsión creadora
en sí, el motivo profundo. Cuando en la fecha fijada fui a San Sebastián y se
los llevé, él se sorprendió; se preguntaba cómo había podido escribirlos sin
ver los grabados. «Este será un libro perfecto porque es perfecta la
concordancia de grabados y poemas», dijo. Diecinueve años habíamos pasado
hablando del libro. Y todavía hubo que esperar a que estuviera totalmente
concluido. Lo presentamos en el Museo Reina Sofía de Madrid, el 21 de octubre
de 1998.
De La indetenible quietud se hicieron cien
ejemplares, por lo que, aunque apareció en Zúrich, en edición corriente
bilingüe alemán-español, en España no ha sido accesible al lector habitual. Dado
que tuvo una génesis de tantos años, he pensado que, a modo de pincelada de
todos estos avatares, podía acompañar la presente edición con algunos de los
artículos y otros poemas que escribí sobre el artista vasco, así como la
entrevista que le hice y dos de sus cartas. A este conjunto a modo de apéndice,
lo he el titulado Sondas al infinito.
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