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lunes, 31 de octubre de 2016

La indetenible quietud (Clara Janés)



Por: Clara Janés

En el año 1973 se llevó a cabo, en la Galería Iolas Velasco de Madrid, la exposición Los veinte años de escultura de Chillida. Fui a la inauguración y encontré allí a varias personas conocidas, entre ellas Soledad Sancha, cuñada del escultor Alberto. Cuando entré, Soledad estaba precisamente hablando con Chillida y me lo presentó. Luego, ella y yo seguimos viendo las obras y charlando casi hasta que cerraron. Íbamos dando la vuelta, observando con detenimiento las diferencias formales que la materia conllevaba, ya se tratara de hierro, mármol o de papeles quemados y, cada vez, yo enmudecía ante el Bajorrelieve I en alabastro, pieza de breves dimensiones pero de una inmensa profundidad. Era como si a través de ella se me revelara otro nivel del arte contemporáneo.

Al día siguiente sentí el impulso de volver a verla; se trataba, de hecho, de una necesidad de incorporarla a través de la mirada. La galería no estaba lejos de mi casa, de modo que me encaminé hacia allí. Al contrario que la tarde anterior, no había nadie en la sala. Las obras vistas en silencio resultaban aún más elocuentes, y de modo especial aquel bajorrelieve. Me dispuse, pues, a aprenderlo de memoria y para ello me fijaba en la forma y, sobre todo, en las densidades del blanco según las incisiones o el pulido de la piedra. Llevaba allí un buen rato cuando alguien entró. Pensé que quizá era el momento de marcharme, pero no fue así: quien había entrado era Eduardo Chillida y, con toda naturalidad, brotó la conversación.

Ir a ver el alabastro se convirtió casi en un ritual para mí, mientras duró la exposición, y muchas mañanas, en la galería, estaba Chillida, de modo que seguimos hablando de la creación artística, de la relación del hombre con el espacio y del límite, tema que, tanto a él como a mí, nos atraía desde la infancia. Él sostenía que la creación es un paso hacia lo desconocido y hacía hincapié en el momento en que el artista intuye la obra, ese en que capta algo pero aún no sabe qué ni cómo es, lo que él llamaba el «aroma». Un día le pedí que me dejara grabar la conversación y convertirla en entrevista.

Junto a la cuestión del límite y del «aroma», uno de los temas que aparecía cuando hablábamos era la obra de Brancusi. Hacía poco yo había estado en Rumanía y visitado su ciudad natal, Tirgu Jiu, donde además de la Columna del infinito hay un parque que alberga la Puerta del beso, el Camino de sillas y la Mesa del silencio. La impresión que me había causado el alabastro podía relacionarse, acaso, con la recibida ante aquella mesa tan rotunda y, a la vez, tan alada, que anulaba con su presencia cualquier otro valor del espacio. Allí mismo, sobre la misma mesa, había escrito un poema y luego varios más, inspirados en las obras de Brancusi. Se los envié a Chillida con el libro Límite humano, y él respondió con una carta y la prueba de artista de uno de los grabados que había hecho para el libro Más allá, de Jorge Guillén.


Pasó un tiempo. Viajé por primera vez a Praga para visitar a Vladimír Holan y, ya de regreso, entré en un estado de captación que pronto reconocí como el «aroma» de Chillida. Fueron los poemas cantados que titulé Kampa II, dedicados al poeta checo, y, en vistas a un siguiente viaje, para entregárselos, los preparé en manuscrito, acompañados de un casete, dentro de una tapa que hice yo misma con cartón forrado de un delicadísimo algodón indio que había comprado por la calle.

El caso es que Chillida había estado tan presente mientras los poemas surgían que quería también dárselos a conocer de un modo especial. Vivía entonces en París, a diez minutos del Barrio Latino, y estudiaba checo en la École de langues orientales de la rue de Lile, situada en una zona llena de galerías y de tiendas de material artístico que siempre me tentaban: papeles, cartulinas, lápices, cálamos, pinturas, tintas chinas… Había encontrado allí un papel blanquísimo, de gran tersura, destinado al dibujo técnico que, doblado por la mitad daba un tamaño algo mayor que un casete, pero no en exceso. Podía, pues, hacer un librito usando ese papel y con tapa de cartón, forrada también de aquel algodón indio, bastante ancha, pues a modo de solapa llevaría en la parte interior de la guarda izquierda un bolsillo donde iría el casete, y sujetaría las hojas manuscritas con cordeles anudados en el lomo.

Así lo hice y se lo envié a Chillida y él me contestó con una carta. Meses después, a mi regreso a España, lo llamé por teléfono. Recuerdo que casi antes de hablar se puso a reír, decía que precisamente me iba a llamar porque la semana siguiente iría a Madrid. Me citó en la galería Rayuela, donde iba a firmar serigrafías, y enseguida me comentó que el libro le había gustado muchísimo y que, junto a uno «pequeñito pequeñito» que le había hecho una de sus hijas, era lo más bonito que tenía en su biblioteca. Añadió que coincidía en su forma con uno que él había imaginado, más ancho que grande, un libro que fuera como el tiempo de la vida de un hombre, y añadió que haríamos algo, pero que, de momento, no me podía decir nada, que podría tener, por ejemplo, varias páginas en blanco… Era el día 4 de mayo de 1978 y a mediodía se inauguraba una antológica de Miró en el Museo de Arte Contemporáneo y me invitó a ir también. Allí me presentó a Pili y dijo que ella apoyaba lo del libro y que un día debía ir a San Sebastián.

Fui a San Sebastián. Chillida me recogió en la estación y me llevó de entrada a ver el Peine del Viento y luego a su casa. Vivía aún en los Altos de Miracruz y allí mismo tenía el estudio. Hablamos de papeles y de formatos posibles y me enseñó otros libros suyos, los que había hecho con Heidegger y con Jorge Guillén. Y también el taller donde su hijo Iñaki le estampaba los grabados. Había ya un editor de libros de arte interesado en nuestro proyecto y él se encargaría de hacer una maqueta, pero había algo que no veía claro: cómo incorporar el casete.

Pasaron meses de silencio. Escribí por entonces la serie Chillida, del libro Vivir, con motivo de la exposición antológica que tuvo lugar en el Palacio de Cristal de Madrid en 1980. Volvimos a hablar. Me dijo ahora que las maquetas que le presentaban no le convencían, que debía hacerla yo, es decir, repetir aquel librito pero con un material más consistente que el algodón. Encontré una loneta blanca. El libro quedaba algo más grueso pero tenía la misma ligereza. Dijo que así estaba muy bien y que empezaría a trabajar en los grabados. Volvió el silencio. Cuando en alguna exposición nos veíamos, hablábamos del libro, pero él seguía viendo un obstáculo. «Lo perfecto –decía– sería que se oyera tu voz al abrirlo”.

Aquellos poemas cantados eran la segunda parte de Kampa y, para conservarlos inéditos, esperando que Chillida se decidiera, tardé once años en publicar el libro. Finalmente le pedí permiso. De hecho yo empezaba a olvidar el proyecto y pensaba que lo extraordinario era que de él había surgido una amistad, que era mucho más importante. Seguí enviándole mis libros y acudiendo a sus exposiciones, hablando con él y escribiendo sobre él algunos artículos.


En el año 1992 recibí un día, de pronto, un gran paquete. Su remitente era Eduardo Chillida. Se trataba del catálogo de una exposición antológica que en aquel momento tenía lugar en San Sebastián. Pensé que era una invitación y fui a verla. Él estaba allí y, al día siguiente, me la enseñó detenidamente y luego me llevó a su estudio, su antigua casa, ya que ahora vivía en el Monte Igueldo. Dijo entonces: «Hemos de hacer el libro. Un día me llamó Brossa, al que también había prometido unos grabados, y me dijo: “Si no lo hacemos ahora nos moriremos los dos sin haberlo hecho”. Hice los grabados para Brossa, pero tú estabas antes. Olvidemos lo de la cinta y hagamos otra cosa, mándame más poemas».

Fue a finales de 1994 cuando me comunicó que ya tenía las planchas, que todo lo que le enviaba le gustaba y que su ilusión era que yo escribiera después de ver los grabados. Me asusté ante el reto, pero me dije a mí misma que si habían pasado tantísimos años desde la primera conversación hasta que tuvo las planchas, podía pasar otro tanto hasta que estuvieran los grabados. No fue así, a los pocos meses daba una conferencia en Madrid y fui a oírle. Los grabados ya estaban y había pensado que yo podía hacer lo que quisiera, escribir poemas nuevos o darle poemas publicados, siempre quedaría bien. Su hijo Iñaki me llamaría para que fuera a San Sebastián y habláramos una vez más.

En efecto, Iñaki me llamó y quedamos en que iría pasado un mes. En ese mes todos aquellos años de contemplación y admiración se tradujeron en palabras. Escribí La indetenible quietud. De pronto me parecía que no había entendido de verdad la obra de Chillida y que los poemas me la revelaban. Nada tenían que ver con los que había incluido en Vivir, donde partía generalmente de la materia. Ahora me llegaba la pulsión creadora en sí, el motivo profundo. Cuando en la fecha fijada fui a San Sebastián y se los llevé, él se sorprendió; se preguntaba cómo había podido escribirlos sin ver los grabados. «Este será un libro perfecto porque es perfecta la concordancia de grabados y poemas», dijo. Diecinueve años habíamos pasado hablando del libro. Y todavía hubo que esperar a que estuviera totalmente concluido. Lo presentamos en el Museo Reina Sofía de Madrid, el 21 de octubre de 1998.

De La indetenible quietud se hicieron cien ejemplares, por lo que, aunque apareció en Zúrich, en edición corriente bilingüe alemán-español, en España no ha sido accesible al lector habitual. Dado que tuvo una génesis de tantos años, he pensado que, a modo de pincelada de todos estos avatares, podía acompañar la presente edición con algunos de los artículos y otros poemas que escribí sobre el artista vasco, así como la entrevista que le hice y dos de sus cartas. A este conjunto a modo de apéndice, lo he el titulado Sondas al infinito

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