Por: José Batlló. Ilustraciones: Josep M. Maya
La reciente publicación de Años sin
excusa, segundo volumen de las Memorias del poeta y editor
Carlos Barral, ha traído de nuevo su nombre al plano de la actualidad, dentro
de los discretos límites del ruedo literario. Para quienes celebramos la
aparición del poeta de Metropolitano y Diecinueve
figuras de mi historia civil, la inopinada popularidad del escritor nos ha
desvelado, en cierto modo, un personaje casi desconocido que amplía y
precisa , aclarándolos, muchos de los hermetismos o repliegues que la
lectura de su poesía no conseguía poner totalmente en claro.
Hablar con Carlos Barral (preguntarle, mejor
dicho) es un ejercicio estimulante. La precisión de su lenguaje (pareja a la de
su inteligencia) hace fácil el difícil trabajo del entrevistador, salvando
incluso las ignorancias o ambigüedades en que éste cae a menudo.
¿Podría decirnos si su actividad como poeta y su
actividad como editor se han interferido mutuamente?
Sí, creo que sí. Esa interferencia es uno de los
temas constantes en el segundo libro de mis Memorias. Ha habido un
proceso de asunción de la condición de editor literario, un proceso con el
permiso del escritor de versos que soy. De todas maneras, ese proceso ha sido
lento y mantiene contradicciones.
¿Esa doble actividad ha dañado, de alguna
manera, su imagen pública?
Mi imagen pública como poeta, desde luego que
sí. Sobre todo, porque éste es un país en el que se admite muy difícilmente que
se puedan hacer dos cosas más o menos bien y con honestidad. Para muchos,
seguramente, yo he pasado a ser un editor que, además, escribe poesía, como
José Janés o como Jean-Jacques Pauvert. Yo, por supuesto, no me veo así.
¿Cómo se ve, entonces?
Si no hubiese tenido ninguna otra actividad que
implicase desgaste de la imaginación, hubiera escrito sin duda un poco más,
pero no mucho más. Fíjate que muchos de los poetas de mi generación, como Gil
de Biedma o como Ángel González, o como Caballero Bonald, son casi tan escasos
como yo. Por lo tanto, pienso que la actividad como editor no me ha perjudicado
mayormente. Por lo demás, y en realidad, he sido siempre un director de
ediciones antes que un empresario editorial. A pesar de que las empresas desde
las que he operado hayan llevado mi nombre por razones hereditarias o por la
prosecución de una labor iniciada previamente. Mi caso no es tan diferente del
de T. S. Eliot, como director de Faber and Faber. He sido
subsidiariamente un empresario, pero no del género de los que ganan dinero.
La actividad como editor, ¿implica realmente un
desgaste de la imaginación?
Yo creo que sí. El editor, profesionalmente, y
sobre todo en períodos en que la literatura parece interesar mucho a la gente,
como en los años sesenta, por ejemplo, tiene una función de
"descubridor", de introductor de especies literarias. Incluso a veces
de "inventor". Lo cual está cargado de responsabilidades, porque los
errores los paga carísimos la sociedad literaria.
¿Fue un error, entonces, el lanzamiento
de la llamada 'literatura social", en el que la editorial que
usted dirigía tuvo un papel preponderante?
No. Yo creo que en esos años era lo más válido
de cuanto apuntaba en los horizontes literarios. Ahora bien, los escritores que
tomaron aquella poética como una consigna que había que seguir al pie da la
letra tropezaron con una especie de muro insalvable. Pero hubo otros a quienes
aquella experiencia hizo madurar y encaminó unas poéticas personales que
después han sido válidas. Lo que yo creo que pasó entonces es que hubo algo así
como una fiebre o como un ramalazo de devoción con el descubrimiento de
Luckács, de los textos teóricos de Brecht, de las teorías de Gramsci, que dio
tugar a una obsesión relativa a aquello que se llamaba "función social de
la literatura", y que esa fiebre radicalizó el pensamiento. Luego vinieron
los matices y las cosas se calmaron un poco, las aguas volvieron a su cauce.
¿Pero hay o no hay una "función social
de la literatura"?
Si ponemos por caso la sociedad española
contemporánea, que es una sociedad desculturalizada, incluso en las
"élites" de las clases privilegiadas, el escritor representa un papel
de mentor, como una especie de detentador de la reflexión humanística. Y eso es
sobre todo verdad después de la desaparición del franquismo. En otra sociedad,
en cambio, procura un ocio refinado, o la continuidad de un ejercicio
intelectual, la perpetuación de una cultura de clase. Pero entre nosotros es
una especie de maestro de escuela que recuerda continuamente que el
humanismo existe y que es salutífero.
El hecho de ser catalán y vivir en Cataluña y
escribir, sin embargo, en castellano, ¿es un problema para usted?
No. Yo siempre he sido un escritor en lengua castellana.
Y no lo lamento. Para mí, el catalán es una lengua de educación originariamente
muy local, y ya en mi juventud semejante a otras lenguas extranjeras con las
que tengo la misma familiaridad, pero no es mi lengua propia. No pienso en ella
más que cuando hablo en catalán, como pienso en francés cuando hablo francés,
pero no sueño ni medito en catalán. Por lo demás, yo creo que nadie elige la
lengua literaria, mental, la lengua en que es capaz de invención
lingüística, la lengua en la que desde niño se aplica la capacidad creadora.
Para mí, esa lengua fue el castellano, con matices criollos de mi madre. Yo
creo que nadie elige la lengua literaria, sino a costa de una reconversión, que
yo no he llevado a cabo ni he pensado en hacer como es el caso de los rumanos
de París, el francés de Beckett o el inglés de Conrad, por ejemplo.
¿Se pueda, entonces, ser catalán y escribir en
castellano?
Yo pienso que sí. Ser escritor en castellano en
Cataluña significa pertenecer a otro mundo lingüístico distinto del catalán, a
otra literatura, pero no significa dejar de pertenecer a la cultura catalana.
Si bien yo creo identificarme con la literatura de los latinoamericanos, que
son el contingente mayor, a la de los mesetarios, por supuesto, y a la de
quienes escriben y piensan en castellano y pertenecen a otras nacionalidades
ibéricas. Pero, por supuesto, estoy más cerca desde todos los puntos de vista de
Gil de Biedma que de un rudo escritor salmantino.
¿Qué papel le asigna al humor en
su obra?
La ironía es un componente, aunque no diría que
principal, de mi literatura. El humor en sí, la tendencia al chiste, no me
parece un elemento literario muy respetable.
Yo me refería al posible distanciamiento del
escritor respecto de su escritura...
Eso sí. El poeta lírico y el memorialista, que
son claramente en mi caso el mismo personaje, hacen bien en evitar tomarse
siempre en serio. Prefiero la ironía, aunque sea debida al patetismo.
¿Se trata de un escudo?
No. Pienso que la ironía nos acerca a los demás,
al lector, por ejemplo. Más que la escritura supuestamente trascendente, que
más bien encabrona al lector. Además, creo que si se rodea a los personajes de
ironía resultan más verosímiles. La ironía es como un cristal fino, y el
trascendentalismo, un cristal empañado.
¿Es desde este punto de vista que trata
las relaciones sexuales en sus Memorias?
Me temo que mi punto de vista sobre las
relaciones sexuales sea un poco antiguo. A mí, la sexualidad desprovista de
profundas trastiendas emotivas me produce un inmenso aburrimiento. La
sexualidad como higiene, aunque sea psíquica, me recuerda al agua de Carabaña.
O la sexualidad es la culminación de una relación complicada que comporte la
totalidad de las imágenes que los antagonistas guardan de si mismos, o
realmente es una gimnasia para niños desocupados. Habrás observado que tampoco
le guardo ningún respeto al deporte. Desde luego, en mis años mozos, los
contactos sexuales estaban expresamente prohibidos, pero lo mejor de la
sexualidad era el deseo, y eso no estaba prohibido. El deseo convertido en
conversación era literatura, y eso estaba muy bien. Claro que eso se está
perdiendo, porque es más fácil joder que hablar de ello,
Más fácil y más
enriquecedor, ¿no?
Yo creo que más enriquecedor, no. Debe ser más
sano, pero infinitamente menos erótico. Como esa divisa de mens sana in corpore
sano. Creo que lo de la mens sana es la divisa de la
estupidez.
En su poesía, en sus Memorias, el
mar juega un papel principal.
El mar es para mí un mundo de significados y es
donde mejor leo los míos propios. Seguramente porque para mí es un espejo
edípico, y porque toda mi vida está asomada al mar e ignoro lo que está lejos
del mar. Le tengo horror a la tierra adentro y miedo a las alturas, y no
aprecio nada los paisajes románticos y majestuosos de piedras y árboles. Mi mar
es litúrgico, es el mar de Ulises. Un mar que se muere, por otra parte. Pero
tengo la esperanza de que durará un poco más que yo.
¿No se trata de un mar visto desde
la orilla?
No, no es un mar visto desde la orilla. Es un
mar de aprendiz de navegante, de navegante primitivo, del hombre antiguo que me
gustaría ser. Qué duda cabe de que me hubiera gustado estar en la guerra de
Troya.
¿Por Helena?
No, por los aqueos. La aventura de Ulises en el
siglo doce antes de Cristo me parece infinitamente más interesante que los
viajes a la Luna.
Cuando haya pasado el suficiente tiempo, estos
viajes a la Luna, ¿no tendrán también su encanto?
Lo tendrán, pero posiblemente es un encanto que
a mí ya no podría interesarme, si viviera para entonces, claro está. Ulises,
por otro parte, estaba lleno do encantadoras debilidades y los astronautas son
todos unos memos programados.
Aunque la pregunta sea muy ambigua
y demasiado amplia, ¿qué significa para usted la amistad?
Como se ve en mis Memorias, la
amistad ha sido para mí un sentimiento muy importante y sumamente duradero. Yo
creo que el freudismo y la tendencia a clasificar desde el punto de vista de la
libido casi todas las relaciones humanas ha borrado una tradición secular de
celebración de la amistad como sentimiento menos egoísta, más desinteresado,
que está muy patente en la literatura antigua, si no se la interpreta con la
óptica maniática de la psicología contemporánea. La amistad es muy importante y
hace más falta en el equilibrio da la vida humana que el amor. Yo creo que es
más fácil vivir sin amor que vivir sin amistad. Y que la amistad es más difícil
que el amor, porque no tiene andamiajes fisiológicos. Yo creo que en mi vida la
amistad ha sido muy importante y que estoy muy agradecido a haber sabido ser
largamente fiel a las amistades de la adolescencia.
¿Como es el caso, por ejemplo, de
algunos de los componentes de su generación?
Sí, sí. Yo creo que desde la generación del
veintisiete no se había vuelto a producir el fenómeno de la amistad
generacional hasta nuestro grupo. Tengo la impresión, por ejemplo, de que los
poetas más jóvenes no saben ser tan amigos como nosotros hemos sido y somos.
También pienso que una parte muy importante de nuestra fuerza, de nuestra
capacidad de presencia, se debe a que somos muy amigos y a que respetamos el
lugar de cada cual cuando nos manifestamos públicamente. Y no es sólo una
cuestión geográfica, porque ni Valente, ni González, ni Claudio Rodríguez,
están insertos en esta especie de vida común que he contado en mis Memorias.
Pero en lugar de una competencia agresiva, hemos conseguido una coexistencia
cordial. Y una cosa muy importante es que ya éramos amigos en el momento de los
primeros balbuceos literarios. Muchos de nosotros nos hemos aconsejado unos a
otros frente a un poema a medio hacer, nos hemos echado una mano en el momento de
corregir, dándonos los unos a los otros el tratamiento de il miglior
fabro, cuando todavía no estábamos seguros de nosotros mismos.
¿Es qué ahora ya se siente seguro de sí mismo?
Ahora ya somos maduros. No llegaremos a ser
mejores de lo que somos.
Una de las características más relevantes de la
poesía que ha hacho su grupo es el entorno en que se
produce y que queda reflejado en sus poemas: la ciudad.
Sí, creo que nuestra poesía es más urbana, más
"industrial". Yo creo que la generación del veintisiete hurta el
escenario planetario rural e introduce temas abstractos que sólo son
comprensibles desde una experiencia urbana. Recuerdo, por ejemplo, un poema de
Pedro Salinas en el que la ciudad se refleja en un espejo que transporta un
vidriero. Es una experiencia evidentemente urbana. La generación intermedia, la
generación de Celaya y Blas de Otero, o los poetas de Burgos, volvió a la
temática abstracta, más abstracta que la del veintisiete. Nosotros hemos
hablado directamente de la oficina, de la calle, de la fiesta o de la
habitación de hotel, porque nuestra experiencia era menos profesional, menos de
historia de la literatura y más de ir a la oficina de lunes a sábado.
El punto de mira de las influencias, ¿no apunta
asimismo a otras direcciones?
Depende de los casos. Lo que más se parece en
general a nuestra poesía es la poetry of the experiency de los
poetas ingleses de los años treinta. Pero yo no vengo de ese camino, sino de la
poesía francesa posromántica y de la poesía alemana, que es menos urbana. Yo
creo que en mi caso ha influido más el contexto generacional que el magisterio
de mis modelos.
¿Qué relación debe guardar el escritor, el
intelectual con la política?
Durante la dictadura era absolutamente
imprescindible ser antifranquista. Era inconcebible que un creador de cultura
no estuviera continuamente movilizado contra la represión cultural, contra la
prostitución de la cultura. Pero no creo que en una situación democrática el
creador de cultura esté más obligado que el ciudadano normal a la toma de
posición o a la militancia. Hay dos cosas distintas: por un lado, el escritor
no debe renunciar a su papel de crítico implacable frente a las trampas de la
vida pública: por otro, en tanto que ciudadano corriente puede o no puede
abrazar una opción política concreta. Yo lo he hecho: soy militante socialista,
pero no me parece una obligación profesional.
¿Puede hablarnos de sus debilidades?
Ese será el tema de mi próximo libro.
(Entrevista publicada en la revista Triunfo,
nº 797, año XXXII, 06-05-1978, págs. 66-67). Reeditada ahora, con el permiso de
su autor y con ilustraciones nuevas de Josep M. Maya, en la sección “Entrevistas
en blanco y negro”, de la revista Rambla. Edición Javier Coria).
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