La
propaganda de estos muebles me tomó desprevenido. Yo había ido a pasar un mes
de vacaciones a un lugar cercano y no había querido enterarme de lo que
ocurriera en la ciudad. Cuando llegué de vuelta hacía mucho calor y esa misma
noche fui a una playa. Volvía a mi pieza más bien temprano y un poco
malhumorado por lo que me había ocurrido en el tranvía. Lo tomé en la playa y
me tocó sentarme en un lugar que daba al pasillo. Como todavía hacía mucho
calor, había puesto mi saco en las rodillas y traía los brazos al aire, pues mi
camisa era de manga corta. Entre las personas que andaban por el pasillo hubo
una que de pronto me dijo:
-Con
su permiso, por favor...
Y yo
respondí con rapidez:
-Es
de usted.
Pero
no sólo no comprendí lo que pasaba sino que me asusté. En ese instante
ocurrieron muchas cosas. La primera fue que aun cuando ese señor no había
terminado de pedirme permiso, y mientras yo le contestaba, él ya me frotaba el
brazo desnudo con algo frío que no sé por qué creí que fuera saliva. Y cuando
yo había terminado de decir "es de usted" ya sentí un pinchazo y vi
una jeringa grande con letras. Al mismo tiempo una gorda que iba en otro
asiento decía:
-Después
a mí.
Yo
debo haber hecho un movimiento brusco con el brazo porque el hombre de la
jeringa dijo:
-¡Ah!,
lo voy a lastimar... quieto un...
Pronto
sacó la jeringa en medio de la sonrisa de otros pasajeros que habían visto mi
cara. Después empezó a frotar el brazo de la gorda y ella miraba operar muy
complacida. A pesar de que la jeringa era grande, sólo echaba un pequeño chorro
con un golpe de resorte. Entonces leí las letras amarillas que había a lo largo
del tubo: Muebles "El Canario". Después me dio vergüenza preguntar de
qué se trataba y decidí enterarme al otro día por los diarios. Pero apenas bajé
del tranvía pensé: "No podrá ser un fortificante; tendrá que ser algo que
deje consecuencias visibles si realmente se trata de una propaganda." Sin
embargo, yo no sabía bien de qué se trataba; pero estaba muy cansado y me
empeciné en no hacer caso. De cualquier manera estaba seguro de que no se
permitiría dopar al público con ninguna droga. Antes de dormirme pensé que a lo
mejor habrían querido producir algún estado físico de placer o bienestar.
Todavía no había pasado al sueño cuando oí en mí el canto de un pajarito. No
tenía la calidad de algo recordado ni del sonido que nos llega de afuera. Era
anormal como una enfermedad nueva; pero también había un matiz irónico; como si
la enfermedad se sintiera contenta y se hubiera puesto a cantar. Estas
sensaciones pasaron rápidamente y en seguida apareció algo más concreto: oí
sonar en mi cabeza una voz que decía:
-Hola,
hola; transmite difusora "El Canario"... hola, hola, audición
especial. Las personas sensibilizadas para estas transmisiones... etc., etc.
Todo
esto lo oía de pie, descalzo, al costado de la cama y sin animarme a encender
la luz; había dado un salto y me había quedado duro en ese lugar; parecía
imposible que aquello sonara dentro de mi cabeza. Me volví a tirar en la cama y
por último me decidí a esperar. Ahora estaban pasando indicaciones a propósito
de los pagos en cuotas de los muebles "El Canario". Y de pronto
dijeron:
-Como
primer número se transmitirá el tango...
Desesperado,
me metí debajo de una cobija gruesa; entonces oí todo con más claridad, pues la
cobija atenuaba los ruidos de la calle y yo sentía mejor lo que ocurría dentro
de mi cabeza. En seguida me saqué la cobija y empecé a caminar por la
habitación; esto me aliviaba un poco pero yo tenía como un secreto
empecinamiento en oír y en quejarme de mi desgracia. Me acosté de nuevo y al
agarrarme de los barrotes de la cama volví a oír el tango con más nitidez.
Al rato me encontraba en la calle: buscaba otros ruidos que atenuaran el que sentía en la cabeza. Pensé comprar un diario, informarme de la dirección de la radio y preguntar qué habría que hacer para anular el efecto de la inyección. Pero vino un tranvía y lo tomé. A los pocos instantes el tranvía pasó por un lugar donde las vías se hallaban en mal estado y el gran ruido me alivió de otro tango que tocaban ahora; pero de pronto miré para dentro del tranvía y vi otro hombre con otra jeringa; le estaba dando inyecciones a unos niños que iban sentados en asientos transversales. Fui hasta allí y le pregunté qué había que hacer para anular el efecto de una inyección que me habían dado hacía una hora. Él me miró asombrado y dijo:
-¿No
le agrada la transmisión?
-Absolutamente.
-Espere
unos momentos y empezará una novela en episodios.
-Horrible
-le dije.
Él
siguió con las inyecciones y sacudía la cabeza haciendo una sonrisa. Yo no oía
más el tango. Ahora volvían a hablar de los muebles. Por fin el hombre de la
inyección me dijo:
-Señor,
en todos los diarios ha salido el aviso de las tabletas "El Canario".
Si a usted no le gusta la transmisión se toma una de ellas y pronto.
-¡Pero
ahora todas las farmacias están cerradas y yo voy a volverme loco!
En
ese instante oí anunciar:
-Y
ahora transmitiremos una poesía titulada "Mi sillón querido", soneto
compuesto especialmente para los muebles "El Canario".
Después
el hombre de la inyección se acercó a mí para hablarme en secreto y me dijo:
-Yo
voy a arreglar su asunto de otra manera. Le cobraré un peso porque le veo cara
honrada. Si usted me descubre pierdo el empleo, pues a la compañía le conviene
más que se vendan las tabletas.
Yo le
apuré para que me dijera el secreto. Entonces él abrió la mano y dijo:
-Venga
el peso.
Y
después que se lo di agregó:
-Dese
un baño de pies bien caliente.
Felisberto Hernández (1902-1964), escritor y músico
uruguayo.
Fuente: Ciudad
Seva
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