Por: Guillem Díez
Con el acertado
título De lo maravilloso y lo real la
Fundación Banco de Santander publica una amplía antología de textos del
irrepetible Joan Perucho. Seleccionada y prologada por Mercedes Monmany, esta
obra viene a rellenar un vacío editorial en torno a este autor imprescindible.
Desde hace ya unos años, a través de su Colección Obra
Fundamental, la Fundación Banco de Santander viene realizando un encomiable
trabajo de recuperación de escritores que, por diversos motivos, no gozan hoy
día del prestigio y la presencia que debieran y cuya obra es difícil de
encontrar en las librerías. Así, autores como Eugeni d’Ors, Álvaro Cunqueiro, Francisco
Ayala o Rosa Chacel han sido reivindicados y, para muchos lectores, también descubiertos
en una labor contra corriente dentro del páramo cultural que atravesamos. También
a contracorriente escribió siempre el inclasificable Joan Perucho, a quien le
toca ahora enriquecer este catálogo con una amplia selección de textos de su
narrativa corta.
Perucho era poeta, escritor, crítico de arte, periodista, editor,
bibliófilo, gastrónomo, erudito, amigo de sus amigos y, claro está, también
juez. Interesado siempre por lo arcano, en el excelente prólogo de esta
antología Mercedes Monmany nos habla de la fascinación que sentía por la doble
naturaleza de los espejos, la de reflejar la realidad y además su reverso misterioso,
sólo alcanzable por la intuición poética. Por eso como Jano, el dios romano de
las dos caras, la vida del bifronte Perucho se mueve siempre entre dos
polaridades. De padre catalán y madre castellana, dos idiomas iban a acomodarse
en su mente. También la azarosa vida quiso que sirviera en los dos bandos en la
Guerra Civil, o que, llevado de la rauxa
de su fantasía quisiera estudiar Letras, pero que el seny familiar lo encaminara hacia el Derecho, (no olvidemos que a
Jano se le atribuye también la invención de las Leyes). Así, en Perucho acabó
cumpliéndose ese oxímoron que suponía ser juez, obligado a ceñirse rigurosamente
a la realidad, y a la par poeta, propenso a trastrocarla. No debe extrañarnos
entonces que Jano sea también el anagrama de Joan: está claro que se trataba de
su divinidad tutelar, la que velaba porque esas fuerzas antagónicas siempre
permanecieran en equilibrio. Como bien señalaba Carlos Pujol, escritor y amigo
de Perucho y al que calderonianamente llamaba el mágico prodigioso, “el poeta,
que parece haber vivido para todas las magias del lenguaje y de los sueños, no
olvida nunca que es un hombre de Derecho, y eso pone coto a los posibles
peligros de la fantasía excesivamente desbocada”. En el espejo de Perucho se
miraba un juez y se reflejaba un poeta y, evidentemente, para conseguir ese equilibrio
hacían falta buenas dosis de ironía, algo para lo que el burleta Joan Perucho siempre estuvo bien dotado.
En
El mundo de Juan Perucho: el arte de
cerrar los ojos, Julià Guillamon analiza atinadamente su producción
dividiéndola en tres etapas, todas bajo una concepción del arte y la literatura
como hecho espiritual alejado del materialismo.
Una
primera época caracterizada por la crítica de arte y la escritura de versos en
catalán, que, a partir de Sota la sang
(1947), va reuniendo en libros. Una segunda etapa inaugurada por su primer
cuento Con la técnica de Lovecraft
(1956), en que empieza el Perucho más heterodoxo e identificable, en obras que
huyen del realismo social para adentrarse en el mundo de lo fantástico. Es
tiempo de grandes novelas como Libro de
caballerías (1957) o Las historias
naturales (1960) y de grandes amistades, como Néstor Luján o su alter ego literario Álvaro Cunqueiro.
Tampoco abandona en esta etapa su trabajo periodístico en Destino y su importante labor como crítico y divulgador de arte, en
artículos en los que habla de pintura o arquitectura, pero en los que también
introduce novedosamente sus opiniones sobre temas hasta entonces casi ausentes
en ese ámbito, como fotografía, joyería, diseño gráfico, cómic o el pop-art. Un Perucho que, en palabras de
Guillamon, “defiende el arte refinado y esteticista frente al compromiso social
y político”, pues quiere expresar “el deseo del hombre moderno de singularizarse
en la sociedad de masas”. También comienza en los sesenta su memorable colaboración
en La Vanguardia, con crónicas que
sólo concluirían con la emotiva despedida de sus “amigos lectores”, poco antes
de su muerte en 2003. Un tercer periodo, a partir de la década de los setenta, nos
muestra a un Perucho ya en plena madurez artística entregado a sus parodias del
estilo epistolar, de los diálogos sapienciales, de los manuales de historia
natural y de los bestiarios. Un autor que nos acerca a su interés por la
gastronomía, la literatura biográfica y hasta por las vidas de santos. Su
narrativa se injerta de su pasión bibliófila y su convivencia con los
personajes del pasado, que mezcla con otros que inventa con el hábil aliño de
su erudición enciclopédica.
Pero
si algo caracteriza esta última etapa es su giro hacia la experiencia
religiosa, sobre todo a partir de los ochenta, como muestra la novela bizantina
Las aventuras del caballero Kosmas
(1981), por la que recibe el premio Ramon Llull, el Nacional de
la Crítica y el Joan Crexells. La reafirmación de su catolicismo y
la defensa de autores como Sánchez Mazas, irreivindicables en el nuevo contexto
político de la Transición, lo sitúan de nuevo a repelo de las modas literarias
y culturales. Es sin embargo época de reconocimiento académico y de más galardones,
como la Creu de Sant Jordi en 1991, el
Premi Nacional de
Literatura de la Generalitat de Catalunya en
1995, la Medalla de Oro al Mérito Artístico del Ayuntamiento de
Barcelona en 2001 y, ya casi al final de su vida, el
Premio Nacional de las Letras Españolas en 2003. No obstante, su condición de
escritor en dos idiomas, unido a una evidente miopía cultural, impidió que le
otorgaran el Premi d’Honor de les Lletres
Catalanes, pese a ser uno de los pocos escritores en esa lengua destacados
en el canon de Harold Bloom. Con obras nostálgicas como las memorias Els jardins de la malenconia (1992) o el
poemario Els morts (2000), cerraría
su obra a vueltas con su querida Catalunya, la evocación de la infancia y el
recuerdo de viajes y amigos perdidos, cuya dolorosa ausencia evoca así: “Tengo los
años suficientes para sentirme desamparado cuando un amigo se me muere. Todo un
lienzo de la pared de mi vida se derrumba estrepitosamente y tengo una
angustiosa sensación de soledad”.
Con la
técnica de Perucho
Pero hablemos de esta antología. Con sabia
deliberación el editor la ha titulado De
lo maravilloso y lo real, un epígrafe que entra en diálogo con De Santos y Milagros, la obra de su gran
amigo Álvaro Cunqueiro que también ha rescatado la Colección Obra Fundamental.
La antóloga ha organizado los textos en diez apartados temáticos que, aparte de
reflejar la variedad de intereses de su autor, siguen ese itinerario que anuncia
el título: desde los de naturaleza más imaginaria y fabulosa hasta los de
intención más nostálgica y realista. De esa forma, como si de un mago se tratara, de la
chistera de Il grande Peruccio van
surgiendo por arte de poesía personajes reales e inventados, santos y brujos, místicos
y eruditos, criaturas amables y plantas desasosegantes, caballeros bizantinos y
fantasmas desconcertados, viajes reales e historias apócrifas, el arte de la
amistad y la amistad por el arte, junto a los escritores admirados y los paraísos
perdidos de la infancia, un heterodoxo carrusel que, sin embargo, conforma un
mundo coherente. Desfilan por sus páginas monstruos tiernos y entrañables, como
el servicial Bernabó o la Madofa, un gusano de aire bonachón que vive en los
cuartos de baño y “proclama su felicidad”. Monstruos que aparecen en lo
cotidiano, tan humanos o más que nosotros porque, como canta Caetano Veloso, de
cerca nadie es normal. También aprendemos que con las apariciones se debe
hablar en latín y que una frase tan gallega como “ser o no ser” no pudo ocurrírsele
a Shakespeare, sino a un obispo de Mondoñedo, posible antepasado de Cunqueiro.
De la parte más real conocemos cómo la palabra tiene la culpa de la decadencia
del arte, nos habla de sus influencias literarias, sobre todo de la del Nuevo Testamento, y de su admiración por
escritores hoy bastante olvidados como Luys Santa Marina o Sánchez Mazas.
También tienen cabida sus viajes y recuerdos y nos da noticia de sus teorías de
Catalunya o de los misterios de Barcelona. Toda una miscelánea que cobra
sentido a la luz de lo fantástico, una vocación que para él
representaba “la pura y simple reivindicación de la poesía y todo lo que es
maravilloso ante la excesiva racionalidad de la vida". Para observar el
mundo, Perucho prefería la magia fragmentaria de un caleidoscopio a la
precisión notarial de una cámara fotográfica.
Por eso, la
manera que mejor se acomodó a sus fines fueron unos textos, mezcla de varios géneros,
que él mismo llamaba “fabulaciones”. Se trata de una especie de poemas en prosa con
una documentada parte real infiltrada de contaminación fantástica, todo sin
jactancia, gracias a una oportuna socarronería con la que le baja los humos a
la erudición. Esa tendencia hacia lo fantasioso puede hacer pensar en
Cunqueiro, Borges o Calvino, pero el uso que hace de ello es muy peculiar.
Perucho busca el misterio poético que se oculta en los pliegues de la realidad.
Es un escritor de reversos, donde le interesa más lo sugerido que lo mostrado.
Pero lo que marca la diferencia son esos ingredientes que lo alejan del terror
o de lo fantástico convencional: la ironía, el culturalismo y, por encima de ellos,
lo poético que está en la base de toda su estrategia narrativa. Para Perucho,
la poesía es el instrumento quirúrgico con que extirpar el misterio que se
esconde en esa realidad plisada y, como los arúspices, desentrañar su
significado oculto para revelárnoslo. Así, su prosa está llena de versos
agazapados, tiradas rítmicas bien escandidas que se atrincheran en el texto armadas
de metáforas e imágenes para el asalto poético del lector. Como señala Fernando
Valls, para Perucho “el arte es una verdad revelada que abre puertas a lo
desconocido” - recordemos que Jano también es el dios de puertas y transiciones
- y el poeta es ese médium capaz de atravesarlas para mostrarnos el misterio
que se oculta del otro lado, lo que explicaría su apuesta por la literatura
culturalista y su propensión hacia lo fantástico.
Pero esta intrusión poética en la
narrativa de Perucho nunca es cursi ni afectada y esto es gracias a la ironía que
trufa muchos de sus escritos, incluso para burlarse de sus propósitos: “No
hablaré de vanas fabulaciones y misterios, que tanto estragan el gusto y la
imaginación de los lectores”, dice al principio de un texto donde precisamente
va a hablarnos de un prodigio. El humor y el juego le surgen tan espontáneos
como la poesía y, sobre todo, le sirven para hacer digerible la sabiduría
libresca de la que rebosa su obra. Un culturalismo juguetón en el que a las
referencias eruditas enseguida se les cuelga de la espalda el monigote del Día
de los Inocentes. Aunque la ligazón de esa mezcla tan peruchiana de erudición y
fantasía sea el sentido del humor, no por ello debe quitársele importancia al componente
enciclopédico. La obra de Perucho es el festín de la intertextualidad. Gracias
a una portentosa cultura libresca inventa un pasado a su gusto del que se alimenta
su narrativa y lo puebla de sus propios fantasmas. Monmany lo explica bellamente:
“La literatura, pues, actuará de ‘médium’ que convoca espíritus en la mesa del
texto, de vaso comunicante con un pasado del que se extrae la sangre y al que
se vampiriza poéticamente para otorgarle vida y mantener así las mejillas del
fino entramado de la ficción sonrosadas”. Así, en esa invención, los sucesivos referentes
reales e inventados van construyendo una deliciosa impostura en la memoria. Puede,
sin embargo, que para el lector ávido de certezas la recepción actual de los
textos de Perucho se vea modificada por Internet, una poderosa herramienta a la
hora de deshacer imposturas y con cuatro clics ponerle
cara al fantasma de Katie King o saber si existieron Isidro de las Pedrochas o
la libreta de Xaconín. Pero esa facilidad no desvirtúa el artefacto narrativo, pues
basta pensar en que su autor solo contaba con la peruchopedia para hacernos una idea de su riqueza.
Ya hemos dicho que pese a lo
heterogéneo de sus creaciones, todas en conjunto tienen una gran coherencia y esa
integración sólo se consigue con un guiso concienzudo. Su obra se asemeja en
eso a un reconfortante puchero. Un puchero hecho con los huesos añejos de la
historia, los vegetales de su botánica oculta, las carnes de sus personajes y
fantasmas, las legumbres de su erudición y el caldo de sus viajes y memorias, sazonado
todo con la sal de la ironía y cocinado por el fuego lento de la poesía. No debe
sorprendernos entonces que Perucho sea además el anagrama de puchero y, en
estos tiempos de pilares y códigos, de superventas de saberes triturados con
que surtir al fastfood cultural, da
gusto poder apostar por un plato tan sustancioso como éste.
En Introducción a la Tierra Alta, un nombre que parece tolkeniano pero
que es orgullosamente tarraconense, Joan Perucho nos cuenta que en Gandesa acude
por la noche al Casino para pegar la hebra con sus conocidos y, mientras comparte
con ellos un whisky, reflexiona: “Es
bueno estar entre los amigos, oyendo sus cosas, honestamente alegre, dando la
espalda a la pantalla de televisión. Hay pocas cosas buenas en la vida. Lo
juicioso es aprovecharlas”. Seguro que el puchero de este Jano es una de ellas.
Publicado en la revista Rambla
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