Por: Arturo Seeber
Manuel García Viñó, quien fuera prolífico escritor,
poeta, novelista, crítico literario y de arte, desarrolló una prosa precisa,
elegante, de rico vocabulario y, lo que particularmente asombra en esta época,
conocedora del significado de las palabras que usaba. Cómo, entonces, no habría
de indignarse al ver lo que los grandes grupos editoriales (en particular Prisa y Planeta) estaban haciendo con la literatura.
Yo
recuerdo que cuando empecé a leer (y fue en mí una afición tardía, pues hasta
mis catorce años sólo miraba los dibujos de los tebeos) no se presentaba
difícil distinguir a los literatos de los escribidores de ocasión. Todo estaba
en su sitio: los grandes y buenos escritores por un lado, los autores de
literatura a la moda, los autores de obras pasatistas, como se solía decir, lo
que se dio en llamar best sellers por
el otro, y nadie se cruzaba a la casa de enfrente ni les rompía a pedradas las
ventanas. Bien mirado, los amantes de la literatura guardábamos un cierto
respeto a los escritores populares, aquellos que satisfacían el gusto de un
pueblo que no esperaba de la lectura más que un entretenimiento que no le
exigiera un buen criterio selectivo. Así pues, cualquier mal escritor tenía
derecho a un público que lo siguiera, y venderle sus libros, y hasta vender mucho.
Como más, podría despertar una cierta envidia entre los escritores poco
populares, pero ahí te quedas.
España,
un país que, antes de la República de 1931 tenía tres millones de analfabetos,
que el poco cultivo que le dio al pueblo la nueva gobernanza del General Franco
(Unamuno, con sus palabras, dijo más
o menos esto: “Se puede militarizar a un civil, pero no se puede civilizar a un
militar”), quien sumió a los españoles en una ignorancia aún mayor, cae a su
muerte en el más despiadado capitalismo, por obra y gracia de aquel heroico
período que la historia conoce como “Transición”.
Así las cosas, a un pueblo inculto y educado
en la obediencia, la televisión, las revistas, los “medios” en general podían
convencerlo fácilmente de que el blanco es negro. Pero la culpa nunca le tiene
el cerdo, sino quién le da de comer (si uso el término “cerdo” entiéndase que
no es por tratar a los españoles de animales, sino por exigencia del refrán).
Esa
entrada de España en Europa por la puerta de servicio, ese doloroso bienestar
que no llegaremos a pagar nunca (he oído decir que la deuda externa española
llega a los tres y medio billones de euros), que nos permitió realizarnos como
ostentosos y manirrotas, disparó las ventas de cualquier cosas hasta grados
casi inverosímiles. Todo se fue convirtiendo en mercancía. Y la cultura
también. Ya entonces empezamos a hablar de “industria
cultural”. Y con ello todo se va de su lugar, porque la España que dio a Cervantes, a Quevedo, a Lope de Vega,
a Calderón, a Pérez Galdós, da ahora como glorias nacionales, como sumun de la
cultura, a sofritos salidos del periodismo (bien se ha dicho que un escritor
puede llegar a ser periodista, pero raramente un periodista escritor), y
algunos ni eso, como en el caso de Javier
Marías, cuyo sólo mérito es el de haber superado en pobreza intelectual a
su padre, Julián Marías, pobrísimo
imitador de Ortega y Gasset.
Es
que, esta “industria cultural “, fabricada por Polanco, por Lara, por
los grandes grupos editoriales, adolece de los mismos defectos de fabricación
de las factorías de hogaño, materiales baratos, confección barata y, en el
mejor de los casos, de pronta obsolescencia. Escritores improvisados, sin
conocimiento de su propia lengua, vomitan obras pésimas que ya no sólo quedan
en el ámbito de su círculo de lectores, no, sus promotores compran críticos
literarios, revistas, programas de televisión, y hasta universidades, en donde
programan cursillos para el estudio de la obra de estos ínclitos personajes a
los que, el poderosos caballero Don
Dinero los corona al fin como miembros de la Real Academia Española.
Es
así como, en abril de 1995, de la mano de Manolo
García Viñó nace La Fiera Literaria, libelo (así lo quiso llamar y eso
fue) que saca su nombre de otro italiano que circuló por los años sesenta, La Fiera Litteraria. Sin la piedad que
no se merecen, la Fiera va sacando los trapos al sol de este conjunto de
escribidores y, para dejar bien demostrada su incompetencia, crea un método de
crítica literaria que, bien mirado, es lo más humillante que puede aplicarse a
un autor de escritos, la “crítica
acompasada”, que ya no es juzgar la obra como una estructura, es juzgarla
palabra por palabra para demostrar que estas glorias ignoran la gramática, la
sintaxis, la composición, en pro, además, del desarrollo de las ideas más
vulgares. La “crítica acompasada” es algo así como la corrección que hace la
maestra de las composiciones de sus alumnos.
Como
muestra valga un botón: transcribiré un texto de Javier Marías (nuestro pésimo escritor predilecto), salido de mi
memoria, pues no tengo en estos momentos el original, y ruego a Dios que mi
inconsciente no me haya traicionado mejorándolo. Relata una escena que se
desarrolla en un gran centro comercial. El personaje se dirige a la sección
caballeros y allí se coloca perfume en el dorso de sus manos. Esto es lo que
quiso decir, veamos lo que dijo:
“Se dirigió a la sección viril, y se
colocó aroma en el envés de sus sendas manos”.
Y una
cosa nos lleva a la otra, y un cierto día, a raíz del distributivo “sendos”,
leemos en el suplemento cultural de el diario El País, Babelia (al que
Manolo denominó por justicia Babieca), que un crítico, al hablar de la obra de
un escritor, nos dice que antes nos ha dejado sendas obras: tal y cual. Y allí
ya es que nos empezamos a descojonar de risa, y ya en la jerga de la Fiera
sendos pasará a significar, a partir de entonces, dos. Si dos era sendos,
cuatro habrá de ser sendos sendos, tres sendos y medio, y un medio sendos la
unidad. Así se fue gestando entre nosotros tan revolucionarias matemáticas, que
de continuar acaso hubiese superado la teoría de los fractales.
Fue
algunos años después de su inicio cuando conocí La Fiera. Llevábamos con el
editor Manuel Blanco
Chivite un
taller literario en la sede de Ediciones Vosa (hoy El Garaje Ediciones), por entonces en la calle
Hermosilla, y un día me acercó un par de ejemplares de aquel libelo. Yo venía
de una dura decepción, una decepción de persona mayor, que no se supera tan
fácilmente como las juveniles, había leído, de la biblioteca de la que fuera
entonces mi mujer, un Premio Planeta, acogido en mis manos con la ilusión de
tener ante mí una joyita literaria. Pasmado, lo leí de principio a final, sin
saltar una sola letra. Decía para mi sayo que cómo obra tan mal escrita y tan
pobre de ideas podría llevarse uno de los premios más aclamados de España.
Ingenuo de mí, no tardé en darme cuenta lo que luego leería en La Fiera: los grandes premios literarios están todos
apañados, no concursan sino que se dan de antemano y, curiosamente y eso es
fácil de constatar, casi siempre a los mismos, cuando no a personajillos de
transitoria gloria, como el dado al muy “mediático” Boris Izaguirre y a la ex ministro de Cultura, gran defensora de la
industria cultural, Ángeles
González-Sinde.
“Colgaba”
yo por entonces en Internet una revista cultural, Idos y Venidos y, tras
suscribirme a La Fiera Literaria, le
solicité a Manolo García Viñó que me concediera una entrevista para mi revista online, realización de la cual se
concretó pocos días después en el bar del Hotel Cuzco, de Madrid.
Nació
entonces entre “sendos” una total conveniencia y una amistad que se prolongó
por más de una década, y pronto pasé a formar parte del plantel de la revista,
por activa y por pasiva pues, además de escribir algunos artículos, todos los
meses me reunía en la sede de la Fiera, la amplia cocina del piso de Manolo, a
compartir la tarea de ensobrar cada nuevo número para su envío. Y a darle dale
que te pego a la sin hueso, claro.
Tanta
mala leche tuvimos, que no le caímos bien a mucha gente. Pero si ladran los
perros es porque galopamos (¿en alguna parte de El Quijote se dice esto?). Se
nos ha tachado de envidiosos, de querer buscar nuestra propia gloria denigrando
a los demás, de ser prepotentes y atentar contra la “libertad” de los lectores,
porque cada cual tiene el derecho democrático de juzgar por bueno lo que se le
dé la gana.
Nada
menos cierto. Llamemos a las cosas por su nombre: que porque a cualquiera le
guste tal libro o tal autor no es per se sinónimo de calidad literaria, que no
por el solo hecho de hallarnos en democracia y en Estado de derecho se han de
despertarse en cada cual las glorias del entendimiento. Por ejemplificar lo
dicho al lector, me viene a la memoria un programa de televisión en el que, un
periodista cachondo sale a la calle a consultar a la gente su opinión sobre las
“relaciones heterosexuales”. De entre los consultados, un muchacho respondo:
Mire, no me venga a mí con cosas raras, Yo sólo admito las relaciones de
hombres con mujeres.
Este
ejemplo nos lleva fácilmente a deducir que, para hablar con propiedad de
cualquier cuestión, hay que tener autoridad para hacerlo, es decir, tener
cierto dominio de la materia. El primer diccionario de la Real Academia
Española se llamó, precisamente, Diccionario de Autoridades, porque la
definición de las palabras iba acompañada de un breve texto en donde un
calificado autor le daba uso. Pero cuando los académicos proyectaron el
diccionario, no salieron a la calle a preguntarle al tendero, al tabernero o a los
serenos qué significaba tal o cual palabra. Acaso ello hubiese servido para
hacer un vocabulario de términos populares o germanías, pero no para un
diccionario de la Lengua.
La
creación artística, en todas sus formas, tiene su propia naturaleza. Todas utilizan
un soporte y unos medios materiales, y requieren del creador una ductilidad en
el manejo de las herramientas, es decir, oficio. Así, de la tela, los pinceles,
las pinturas, surge un cuadro. De cincelar un bloque de mármol, de madera, de
modelar una materia blanda surge una escultura. De organizar con palabras una
idea literaria surge el libro. A eso agréguese el talento de cada cual, pero no
hay talento que surja de la nada. Alguien dijo que el arte es un diez por
ciento de inspiración y un noventa por ciento de transpiración, pero sin ese
diez por ciento el otro noventa es un ejercicio inútil.
¿Y
qué es esa cosa artística que contiene una obra para que sea literaria? No se
lo podré decir al lector ni podría hacerlo. Sólo diré que quien quiera saberlo,
debe dejar la pereza intelectual de lado y leer, leer mucho, informado al
principio de lo que es bueno (por informantes “autorizados”). Leer también es
un oficio, como escribir, y un oficio se domina con conocimientos pero, por
sobre todo, con práctica.
Este largo oficio de leer, como todos los oficios, no es para
todo el mundo. Nadie nace ebanista, ni médico, ni piloto de aviones. El
disfrute artístico, en todas sus formas, no es patrimonio de todo el mundo,
aunque todo el mundo se crea capacitado para opinar, sino de la élite de los
que tienen vocación para ello, así como podemos hablar de una élite de
panaderos, albañiles, fotógrafos, boxeadores o de cualquier oficio aprendido a
conciencia.
Esto
lo digo, amable lector, no por decirle que es usted un bruto, ignorante, para
quién al arte es materia vedada. No, se lo digo para que sepa que, si quiere
entender de arte o ser un artista, póngale tiempo y voluntad, no sólo ganas.
Ser gustoso y hasta entendido en arte, aunque parece que de mucho status, no es obligatorio para nadie, ni
siquiera es bueno o malo de por sí. Es una elección, como tantas que hacemos en
la vida.
Pero
si ha surgido en usted el gusanillo de la lectura, Tiene usted La Fiera Literaria como un buen manual
para saber lo que no debe leer. Debe olvidarse del común denominador de que hay
que leer la novedad, en particular los “libros más vendidos”, listas mentirosas
que se inventan los grandes grupos editores, de los best sellers. No les tenga miedo a los escritores del pasado, que
el tiempo termina reconociendo lo bueno, así, cuando llegue a los actuales, lo
haga con el suficiente sentido crítico para separar la mies de la cizaña.
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