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lunes, 4 de octubre de 2010

LOS NIÑOS TONTOS


Injustamente, la crítica pasó por alto este libro de microrrelatos de Ana María Matute que, en mi opinión, contiene lo mejorcito de la obra literaria de esta autora. Quizá porque la crítica nunca supo donde encuadrar el microrrelato –cuando es un género en sí mismo-, quizá por considerarlo obra menor o yo qué sé que criterios pues hace tiempo que no entiendo a la crítica de este país.

La habilidad de la Matute, permítanme el catalanismo del artículo delante del apellido, consiste en sortear hábilmente el sentimentalismo, como apunta el profesor Fernando Valls, y la posible noñez propia de estas historias infantiles.

La verdad es que hay relatos de puro miedo y hasta crueles, pero todo ello contado con un lenguaje que te los hace pasar sin que, a priori, te des cuenta del drama que esconden. Para que me entiendan, es como si el proctólogo, antes de hacerles un tacto rectal, les invita a una cena romántica y les regala flores.

Contar la muerte de un niño –presente en algunos relatos- siempre es terrible, pero la autora lo hace utilizando la elipsis y el simbolismo con metáforas de gran belleza. O como expresa la necesidad que tenemos de soñar y desear en el relato del niño que mira el escaparate de una pastelería. Los garbanzos del relato me recuerdan cuando de niño esperábamos a lo Reyes Magos y, de regalo, nos traían unos prácticos y necesarios zapatos, pantalones, etc., ¡Pero coño! ¿Dónde estaban los juguetes? El único regalo “práctico” que me fascinaba eran los mágicos plumieres para la escuela. En fin, como es la vida, ahora sigo prefiriendo los regalos que me hagan soñar a los que de verdad necesito, así me va.


En esta entrada (aquí) ya publiqué otro microrrelato de este libro. ¿Les he dicho que me gusta el libro? Eso sí, a muchas personas la lectura de estos relatos les deja mal cuerpo.

LA NIÑA FEA

La niña tenía la cara oscura y los ojos como endrinas. La niña llevaba el cabello partido en dos mechones, trenzados a cada lado de la cara. Todos los días iba a la escuela, con su cuaderno lleno de letras y la manzana brillante de la merienda. Pero las niñas de la escuela de decían: “Niña fea”; y no le daban la mano, ni se querían poner a su lado, ni en la rueda ni en la comba: “Tú vete, niña fea”. La niña fea se comía su manzana, mirándolas desde lejos, desde las acacias, junto a los rosales silvestres, las abejas de oro, las hormigas malignas y la tierra caliente de sol. Allí nadie le decía: “Vete”. Un día, la tierra le dijo: “Tú tienes mi color”. A la niña le pusieron flores de espino en la cabeza, flores de trapo y papel rizado en la boca, cintas azules y moradas en las muñecas. Era muy tarde, y todos dijeron: “Qué bonita es”. Pero ella se fue a su color caliente, al aroma escondido, al dulce escondite donde se juega con las sombras alargadas de los árboles, flores no nacidas y semillas de girasol.


EL ESCAPARATE DE LA PASTELERÍA

El niño pequeño, de los pies descalzos y sucios, soñaba todas las noches que entraba dentro del escaparate. Tras el cristal había tartas de manzana, guindas rojas y salsa de caramelo, que brillaba. Aquel niño pequeño iba siempre seguido de un perro descolorido, delgado. Un perro de perfil.

Una noche, el niño se levantó con ojos extrañamente abiertos. Los ojos de aquel niño estaban barnizados de almíbar, y su boca tenía dientecillos agudos, ansiosos.

Llegó al escaparate y apoyó la frente en el cristal, que estaba frío. Sintió gran desolación en las palmas de las manos. Todo estaba apagado, y nada veía. Pero aquel niño sonámbulo volvió a su choza con las redondas pupilas, de color de miel y azúcar tostado, muy abiertas.

El sol llegó, grande, y el niño lo vio entrar. No podía cerrar los ojos y suspiraba. En aquel momento una señora caritativa asomó la cabeza por la puerta. Traía un cazo lleno de garbanzos que le habían sobrado.
-Yo no tengo hambre. Yo no tengo hambre – dijo el niño. Y la señora caritativa, escandalizada, se fue a contarlo a todo el mundo. “Yo no tengo hambre”, repitió el niño, interminablemente.

El flaco perrillo se marchó de allí, con el corazón oprimido. Volvió, trayendo en la boca un trozo de escarcha, que brillaba al sol como un gran caramelo. El niño lo chupó durante toda la mañana, sin que se fundieran en su boca fría, con toda la nostalgia.

LA NIÑA QUE NO ESTABA EN NINGUNA PARTE

Dentro del armario olía a alcanfor, a flores aplastadas, como ceniza en laminillas. A ropa blanca y fría de invierno. Dentro del armario una caja guardaba zapatitos rojos, con borla, de una niña. Al lado, entre papel de seda y naftalina, estaba la muñeca, grandota, con mofletes abultados y duros, que no se podían besar. En los ojos redondos, fijos, de vidrio azul, se reflejaba la lámpara, el techo, la tapa de la caja y, en otro tiempo, las copas de los árboles del parque. La muñeca, los zapatos, eran de la niña. Pero en aquella habitación no se la veía. No estaba en el espejo, sobre la cómoda. Ni en la cara amarilla y arrugada, que se miraba la lengua y se ponía bigudíes en la cabeza. La niña de aquella habitación no había muerto, mas no estaba en ninguna parte.

Ana María Matute
Los niños tontos. Ediciones Destino. Madrid, 1992
(Hay ediciones más actuales, claro, pero esta es la que tiene un servidor)

EL DIBUJO: José María Prim

SOBRE LA FOTO: Como fuere que sé que transitan por este blog más de una y de dos aficionados al arte de la luz, les haré un cometario sobre la foto que ilustra esta entrada. En primer lugar decir que la escultura es: “El Desconsol” de Josep Llimona y detrás podemos ver el campanario de la “Colonia Güell” de Antoni Gaudí. Claro que estas obras no comparten espacio físico, lo hacen por gracia del fotomontaje. Pero no, no es por la magia del PhotoShop, es una técnica mucho más artesanal y que ya nadie usa y con razón. Todo esto lo ha facilitado la digitalización.

Las dos fotos, en blanco y negro, fueron convertidas en fotos “quemadas” –eliminando los grises y conservando sólo los negros- por la acción de positivarlas en papel ultraduro revelado con revelador liht –de alto contraste-. Luego recorté la imagen de “El Desconsol” y lo pegué encima de la foto de la obra de Gaudí. Se volvió a fotografiar el conjunto con película normal de blanco y negro, pero en vez de positivar sobre papel, lo hice sobre una hoja grande de película liht –película de línea utilizada en artes gráficas y que sólo reproduce blancos y negros-. Luego puse esa hoja de liht –un positivo transparente- en un aparatejo que me construí yo. Consiste en un marco que tiene un cristal y un plástico translúcido. Poniendo el liht –emparedado entre el cristal y el plástico- en lo que yo llamo el “teatrillo” porque recuerda a los teatrillos de marionetas, sólo hay que iluminarlo por detrás con un foco y volver a fotografiarlo. Esta vez con película de diapositivas equilibrada para luz artificial; aunque recuerdo que lo hice con diapositivas normales, de luz de día, pero utilizando un filtro de conversión. Claro que tambien se puede utilizar un flash, aunque esto no te permite ver como queda la iluminación antes de disparar la cámara. ¿Los colores? Pegando en el plástico traslúcido trozos de papel de celofán. Después de descubrir este secreto, creo que me expulsarán de la Sociedad de Nigromantes y Alquimistas Fotógrafos. Me da igual, hace 170 años que no pago la cuota.

Siempre he pensado que esta sería una bonita imagen para ilustrar la portada de un libro, pero hasta la fecha ningún editor me la ha comprado, claro que tampoco la había hecho pública como ahora. Ya saben…

© JAVIER CORIA

Post Scriptum: Me entero que la editorial Mediavaca ha publicado este libro con dibujos de Javier Olivares:





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