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martes, 30 de mayo de 2017

Horizonte de Julio Verne


Por: Francisco Alemán Sainz*

A mi tío José Alemán Alemán

I
Todo horizonte, en el fondo, es una definición, un límite. Lo más curioso que todo horizonte nos plantea es la necesidad de alejamiento para que el horizonte sea tal. En las obras literarias, este espacio que el ojo necesita para percatarse puede ser sustituido por el tiempo, por la memoria. Durante unos días he tratado de ponerme en contacto de nuevo con el mundo de Verne, sin olvidarme de la seducción que ejerciera en mí años atrás, bastantes, pero no los suficientes para olvidarlo tal como fue. (Pienso ocuparme alguna vez de Emilio Salgari, de Cooper, de Aymard y de ese elenco importante en las afueras de la novela. Lo malo es si uno se hace especialista, o si no se hace. Resulta difícil saber a qué carta quedarse).

Weidlle apunta la gran razón del éxito de Julio Verne: su repetición. Para el éxito multitudinario no hay nada tan eficaz como repetirse. La búsqueda de la originalidad conduce al aislamiento, al grupo. El gran acierto de Weidlle está en haberse dado cuenta de que Verne es un escritor en un dominio situado fuera de la literatura, y que, al pensar en uno de sus ocupantes más notorios, se puede llamar el dominio de Julio Verne. (Aunque insista otra vez en el paréntesis, renunciando al engolamiento que pudiera significar en un simple horizonte la nota a pie de página, este dominio lo veré en mis afueras de la novela). El mundo del escritor francés es un mundo repetido. Resulta curioso pensar que, como en el teatro clásico, los apoyos fundamentales de muchos relatos de Verne están en la dualidad amo y criado. Luego lo veremos.

II
En Verne, el viaje rompe con una tradición que iba a rebasarle en años de vida con un tipo a punto de resultar ejemplar; me refiero, como el lector se ha dado cuenta, a Pedro Loti. El viaje para Pedro Loti está cimentado en formas expresivas que no corresponden al viaje, a la actualidad, a lo que pasa. Para el marino compatriota del abogado Verne, lo importante es la nostalgia, lo vistoso, lo exótico. Quizá venga de ahí, sin quizá, el sentido de Loti para el disfraz, el pintarse.  El viaje para Loti no llega nunca a la novela; es una manera de describirse, de pintar sus propias tempestades enfáticamente. Prefiero la figura de Santiago Paganel a la figura de Loti. Paganel se tapa su tatuaje maorí; Loti lo hubiese enseñado y repetido. Pero no quiero con esto negar lo que significó Pedro Loti para un tipo de lector, en su época. Lo diré como una nota marginal. Fue el cantante de la gran ópera impresa. Murió varias veces, pero cantó su propia muerte como un aria inevitable. Tuvo un amor turco, a orillas de Salónica, que casi le sirvió de medida para entender todos los amores del mundo, y tuvo un desamor japonés, a orillas del río Kamo, que estuvo a punto de valerle para entender, poco más o menos, todos los desamores del mundo.

Loti era un hombre doliente, siempre en el primer plano de su propia novela, de su propia vida, mientras Verne contaba un mundo distinto al que le rodeaba. Loti era un hombre doliente. Era el hombre capaz de tener dolor de muelas en el corazón –como Enrique Heine–, y era también el hombre capaz de tener dolor de corazón desde muelas afuera. Lo que me importa señalar aquí es cómo el viaje adquiere para Verne un significado plenamente opuesto al que tiene para Pedro Loti. Cuando Verne muere, Loti tiene cincuenta y cinco años.

III
En Cinco semanas en globo, Fergussón, el sabio, aparece con su criado, Pepe. En Veinte mil leguas de viaje submarino, Aronax, el sabio, lleva a su criado, Consejo. En La isla misteriosa, Ciro Smith, el sabio, es acompañado por su criado, Nab. En La vuelta al mundo en ochenta días, Phileas Fogg, que casi está a punto de ser un sabio, es seguido por su criado, Picaporte. En Robur el conquistador, Uncle Prudent, el sabio, es raptado junto a su criado, Frycollin. Si siguiéramos la búsqueda en la obra de Verne, podríamos encontrar muchas más de estas repeticiones. Hay siempre entre criado y amo una relación cordial, porque lo importante en estos personajes es que se trata de hombres solteros, por lo menos en el tiempo que aparece el relato.

Otra posibilidad de repetición de tipos la encontramos en un acompañante no sabio que participa en la aventura. Este es el Miguel Ardán de De la tierra a la luna, el Ned Land de Veinte mil leguas de viaje submarino, el inspector Fix de La vuelta al mundo en ochenta días, el Ricardo Kennedy de Cinco semanas en globo. El resto de los personajes, fuera de Ciro Smith, en La isla misteriosa.  El papel de todos ellos es escuchar al sabio en un instante determinado, o ayudarle en un instante en que la mano de obra sea no importante. Quizá los tres protagonistas de las tres mejores obras de este escritor sean ingenieros. El capitán Nemo, Ciro Smith, Robur. No se olvide tampoco La casa de vapor, donde el ingeniero Banks crea la casa portátil.


Otra repetición del tema en la obra verniana es el artefacto. El globo, en Cinco semanas en globo; las viviendas movibles, en La casa de vapor; el cañón y el proyectil, en De la tierra a la luna; la aeronave, de Robur el conquistador; el submarino, de las Veinte mil leguas. Pero es curioso a la vez que ninguno de estos chismes pervivan en la observación de la gente de la novela. El globo, se destroza; las viviendas movibles, estallan; el proyectil, se hunde en el mar; la aeronave, desaparece; el submarino, queda apresado en una cueva de la isla desaparecida. Estos vehículos apenas duran un relato, y en esta fragilidad repetida está la gran atracción de la peripecia de Verne: encontrarse con que, para la realización de una aventura, el elemento de traslado se quema en un número de páginas aproximado.

Pero puede ser que lo más característico del modo de explicarse Julio Verne sea el espacio acotado. La aventura supone una zozobra: el enfrentamiento con enormes horizontes, súbitamente enemistades con los seres humanos que aparecen ante ellos. Y, sin embargo, la presencia de los artefactos aludidos hace un instante hace que el pequeño grupo de personajes se mueva en un territorio limitadísimo, asistiendo, más que viviendo, a lo pudiera ser aventura. Puede ocurrir, y ocurre, que lo importante para que surja la aventura sea la necesidad de que un principio, en la iniciación del relato por lo menos, los personajes convivan en un lugar limitado; por eso, la gran aventura de toda la novelística mundial arranca del barco o de la isla. El naufragio o la catástrofe sísmica de la isla serán siempre realidades contundentes. Por eso, la novela de aventuras tiene algo de pesadilla que se muerde la cola. Empieza en nave con naufragio y se halla la isla; o se inicia en isla con catástrofe sísmica y se encuentra el barco. Es posible complicarlo más, y el lector sabrá hacerlo por mí, relacionando barco e isla, naufragio y seísmo más o menos veces.

IV
De  esta situación de proximidad entre unos y otros resulta que rara vez los personajes están solos. Observación que también apunta Torrent (1) en un ensayo, creo que poco conocido, pero admirable; esta observación es importante si quiere entenderse lo que ocurre en la obra de Verne. El personaje rara vez está solo. Si Ayrton, abandonado en Los hijos del capitán Grant y recogido en La isla misteriosa, es un solitario, lo es en tanto que no aparece en el relato, en cualquier relato. Verne es un autor en plena relación social. El posible robinsonismo de una aventura queda siempre lejos de este novelista. Hay más robinsonismo en el Obermann, de Senancour, que en cualquier personaje de Verne.


No debe olvidarse en cualquier escrito de este tipo un instrumento nobilísimo y hasta tradicional: el barco, naturalmente. En Una ciudad flotante, o en Los forzadores del bloqueo, asumirá el barco una dimensión característica. En Una ciudad flotante, el barco aparecerá como una hipertensión del viaje; en Los forzadores del bloqueo, el barco será una forma de penetrar en un lugar que le era negado efectivamente. Pero hay dos historias de Verne donde el barco adquiere una rotunda manifestación de posibilidad: me refiero a Aventuras del capitán Hatteras y Los hijos del capitán Grant. En ambos se manifiesta un punto importante que caracteriza a Verne: la búsqueda. Hatteras, tras el polo; lord Glenarban, tras el capitán Enrique Grant.

Aunque sea rápidamente, quiero apuntar aquí las tramas de tierra adentro; por ejemplo, Las indias negras o Un capricho del doctor Ox, donde este personaje extraño intenta reformar el pequeño mundo de Quinquedone, villa próxima a Brujas, la muerta de Jorge Rodenbach, por medio de oxígeno. Algo semejante a lo que ocurre, de exaltación y enardecimiento, en esta ciudad de Flandes pasa en el proyectil del viaje a la luna, con Ardán, Nicholl y Barbicane. En Los quinientos millones de la Begún hay un invento también agresivo, donde Verne inserta un relato de rivalidad franco-alemana lejos de ambas naciones.  Si uno se para a pensarlo, el horizonte novelesco de Julio Verne es excepcional. Hay en el narrador, junto a la imaginación, que yo le veo como un enorme sentido común, capaz de llevar al último extremo las intuiciones de su tiempo, un trabajo estupefaciente de lectura para encontrar los apoyos que casi siempre surgen de ese personaje fundamental, que hace un rato he llamado sabio y que casi siempre suele ser el ingeniero. Por otra parte, como apunté en mi ensayo “El mundo de Julio Verne”, la seguridad de la vivienda, de la habitación, encuentra –tema de tierra– su especificación más rotunda en el palacio de granito de La isla misteriosa y en la casa de hielo de la segunda parte de las Aventuras del capitán Hatteras, por parte de un ingeniero y de un médico. Recuérdese que el ingeniero es delgado, y el médico, gordo. Puede que esto sea importante en este u otro ensayo.

V
Parece ser que Verne tuvo la previsión de adelantar muchos inventos. No lo sé, y tampoco me importa demasiado. Puede que no sea un gran escritor, pero en su obra aparece la decisión de la aventura como en ningún otro novelista aparece. En ningún otro novelista, la situación planea sobre los personajes como en Verne. La misma limitación de espacio obliga más a una dirección misteriosa.

Quizá Los hijos del capitán Grant sea, junto con alguna otra, la novela que fue más leída de Verne; puede ser que La casa de vapor resulte de las menos leídas del novelista. En esta última, el ingeniero Banks crea la casa portátil (2) para un magnate de la India, que muere antes de ver terminado el proyecto del ingeniero. Banks decide el viaje a través de la India. Le acompaña el viajero Maucler, de París, que relata la expedición; el coronel Edurado Munro, el capitán Hod, el sargento MacNeil y personal subalterno.

El ingeniero Banks ha creado un elefante de acero, una imitación sorprendente: una máquina que tenía todas las apariencias de la vida, aun contemplada de cerca. Encerraba en su interior una locomotora de caminos ordinarios. Los ojos del elefante de acero son faros, y la trompeta, levantada, sirve de chimenea. El animal arrastra dos enormes coches, dos verdaderas casas, montadas sobre ruedas. En la primera casa habitan los cuatro viajeros principales; en la segunda casa va el sargento y el personal de la expedición.

Me interesa esta obra porque puede concluirse con la seguridad en que la aventura sedicente de Verne se apoya en la necesidad de una sede desde la que actuar. Verne es un gran tipo burgués, y debe partirse de esto para entenderle. Aunque repitamos algo, hay que tener en cuenta el globo, la aeronave, el submarino, la casa de hielo, el palacio de granito. Hasta en el abandono de la tierra firme tropezamos siempre con unos apoyos de seguridad: un lugar conocido, dese el que se asiste, en muchas ocasiones, a lo que ocurre. Lo fundamental de toda aventura es encontrarse abandonado, y tal cosa no suele ocurrir en las narraciones de Verne. El ingeniero habrá de surgir siempre con una decisión de solucionar la falta. En otras ocasiones será el doctor o el geógrafo, aunque corra el riesgo de equivocarse.

VI
Si La casa de vapor es, por una parte, relato característico, Los hijos del capitán Grant es novela menos novelesca, pero importante. En ella se emprende la búsqueda de un personaje, de un ser humano. El viaje submarino es un rapto, y también lo es la historia de Robur. La isla misteriosa es una fuga. Cinco semanas en globo es otra búsqueda, donde no hay ser humano. La vuelta al mundo en ochenta días es una  apuesta. Los hijos del capitán Grant es una de las obras menos “científicas” de Julio Verne. Dentro de un tiburón hay una botella. El mensaje ha perdido letras y palabras de inglés, alemán, francés. Grant –el náufrago– trataba de fundar una colonia escocesa en Oceanía. El tiburón y la botella fueron hallados por lord Glenarvan, que acaba de casarse. El lord pone un anuncio en los periódicos de Londres sobre el capitán Grant, y los hijos de éste –Roberto y María– responden. El Almirantazgo inglés, a instancias de Glenarvan, no se decide a enviar barco alguno en busca de Grant, y el lord, a petición de su mujer, pone su yate, el Duncan, en dirección a la búsqueda del capitán. Manda el buque Juan Mangless, que se casará al final con María Grant. Este matrimonio, junto con el de Phileas Fogg y Auda, son los únicos que puedo apuntar, muy por encima, que se realicen en la obra de Verne. No debe olvidarse que el personaje de la novela de aventuras, por muy heterodoxa que éste sea, debe ser soltero.

El Duncan parte. Santiago Paganel, secretario de la Sociedad Geográfica de París, se ha equivocado de barco, y aparece cuando el Duncan ha salido del puerto. Paganel piensa dirigirse a Calcuta, pero el yate va hacia Chile. Donde se pensaba, no está Grant, y se decide que, para buscarle, se siga la misma línea supuesta. La expedición va compuesta, entre otros, por lord Glenarvan; un comandante, MacNabs; Santiago Paganel y Roberto Grant. El resto quedará en el yate, y les saldrá al encuentro en un final determinado del viaje; naturalmente, en la costa contraria. Paganel, sabio distraído –otro tópico de Verne–, quiere aprender español, para entenderse con las gentes del país. Su exclamación sobre una supuesta lengua española es ésta: “¡Qué lengua tan abundante y tan sonora! Estoy seguro de que entra en su composición setenta y ocho partes de cobre y veintidós de estaño, como en el bronce de las campanas”. Pero el geógrafo estudia español en Los Lusiadas, de Camões. Acabado el viaje, caen en la cuenta de que fue falsa la dirección tomada. “Enrique Grant no está en América”, exclama Paganel, comprometiéndose a descubrir en el triple documento la verdadera situación del capitán náufrago. El yate aguarda.


La segunda parte es el viaje a Australia de los buscadores de Grant. En casa de un colono irlandés hay un hombre. Ayrton, que se confiesa náufrago del Britania, barco de Grant. Según dice, fue lanzado hacia la costa en el instante del naufragio; pero no es uno de los marineros que Grant apunta en su mensaje de socorro. Ayrton, tipo sospechoso, se convierte en guía de los buscadores del capitán. El Duncan aguardará en Melbourne. De nuevo, el viaje por tierra; pero, en esta ocasión, con señoras: lady Elena y María Grant. Ayrton desaparece.

La tercera parte del relato se inicia con la sorpresa de que el yate zarpó con destino desconocido, y no los aguarda en Melbourne. Por fin hallan el barco. Paganel, al escribir la carta a petición de Glenarvan, se equivocó, y escribió por casualidad el lugar donde encontrábase el yate, de tal forma que Ayrton y sus secuaces no pudieron apoderarse de la nave, como pretendían. Ayrton, portador de la carta, ha sido hecho prisionero. Gracias a la distracción del geógrafo, el Duncan no cayó en manos de unos evadidos de presidio bajo el mando ex marinero de Grant.

Ayrton se niega a hablar; pero lo hace al lord con testigos, que serán el comandante y el geógrafo. Glenarvan le promete un punto medio entre la horca y la libertad: ser abandonado en una isla desierta del Pacífico. Ayrton confiesa que fue desembarcado al rebelarse contra Grant. Pasan los días; la navegación sigue. Frente a una isla, María y Roberto Grant escuchan una voz que pide auxilio: es la voz de su padre. Mientras el yate costea la isla, en manos de alguien se agita una bandera inglesa. Tres hombres se muestran en la playa cuando un bote se aproxima a la isla. Son Grant y dos marineros del Britania. “Mis aventuras –confiesa después Grant– son las de todos los náufragos arrojados a una isla, que, no contando más que con la ayuda de Dios y su propio esfuerzo, consideran un deber disputar su vida a los elementos”. En esa misma isla se inicia la expiación de Ayrton. Mucho tiempo más tarde, los colonos de la isla de Lincoln –La isla misteriosa– encontrarán a Ayrton en su isla de Tabor. La expedición que Julio Verne envía, en su novela, a la busca de Grant atraviesa Chile, Argentina, el Atlántico, las islas de Acunha, el océano Índico, las islas Ámsterdam, Australia, Nueva Zelanda, la isla Tabor y el Pacífico, hasta llegar luego a Inglaterra.

Santiago Paganel se casará –después de Juan Mangless y María Grant– con una prima del comandante MacNabs. Irá abrigado, como siempre, para ocultar su tatuaje maorí a. Ayrton verá llegar, no en la isla de Tabor, sino en la de Lincoln, al yate de lord Glenarvan, salvando así a sus compañeros, desde Ciro Smith a Herbert y al marinero Pencroff, gracias a que el lord decidiese sacarle de la isla de Tabor y leyese allí un mensaje misterioso. Ese es, o un poco antes, el momento en que se unen los tres mejores relatos de Verne: Los hijos del capitán Grant, Veinte mil leguas de viaje submarino y La isla misteriosa. Ayrton está arrepentido. Me detuve en esta obra de Verne porque ella representa la forma menos verniana de relato. En ella no se encuentra ese dato a que aludí al principio, y que caracteriza la obra del novelista: el artefacto. Pero, a pesar de ello, Julio Verne logra ocupar la atención del lector en lo que va ocurriendo. La técnica del relato de Salgari y otros novelistas está, sin lugar a dudas, más próxima a esta narración que las otras señaladas. Ni siquiera Wells se parece. Wells tiene más talento que Verne, pero en sus novelas hay algo macabro que no resulta fácil, ni quiero explicar ahora.

VII
En Verne encontraremos siempre un descanso. Es difícil, muy difícil, que un personaje de este novelista muera. Hay novelas donde, en cuanto el lector se descuide un instante, tropezamos rápidamente con una baja. Julio Verne –en un alarde de seguridad– lleva corrientemente hasta el final su grupo de protagonistas. Habrán pasado grandes penalidades, tremendas aventuras; pero todos sonríen al final, cuando está a punto de aparecer la palabra fin. Si Hatteras está loco, también lo estaba antes; obsesionado, por lo menos. Nemo muere, y para morir habrá de dejar sus veinte mil leguas, sus grandes botas submarinas. Este es un universo a punto de resultar ejemplar, casi leibnitziano. Creo que casi todos los lejanos lectores de Verne lo recordamos como una buena tarde de domingo en invierno, mientras el fuego se crecía en su chimenea. Creo que entre Verne, Salgari y Aymard, sin olvidarse de Marryat, Conscience, Cooper, hubo unos años que pasaron casi por las buenas, de cuyo número resulta difícil acordarse. Las viejas ilustraciones de las novelas de Verne crecen ante los ojos, mostrando las barbas más selectas de su época.


Julio Verne da a la novela una razón nueva, mientras Zola contaba su mundo y Huysmans empujaba a Dess Eissentes con su tortuga; Maupassant contaba los mejores cuentos del mundo y José María de Pereda iba con Peñas arriba levantando su oso montañés. A uno le hubiese gustado leer un palique de Leopoldo Alas sobre este novelista, el año pasado, por ejemplo. En otro sitio he señalado como el ingrediente inicial de toda novela del Oeste aparece en La Regenta. Sobre Julio Verne me parece que solamente Pío Baroja ha escrito algo, apresuradamente, pero en esa línea poética que aparece siempre en su obra. El gran poeta del 98 es Baroja, aunque sus Canciones del suburbio sean, en su mayor parte, bastante malas. Las aventuras interplanetarias, que el autor de Tarzán de los monos escribió, no podrán compararse nunca a las narraciones de Julio Verne. (Mis notas para un ensayo sobre Tarzán y Criticón están casi a punto de crecer en folios, a doble espacio).

Parece ser que Verne se adelantó hasta al cine sonoro. No sé. Yo pienso que Verne llevó hasta el final todas las posibilidades que se apuntaban en su tiempo. Pero es bonito que, a través de una historia de amor –la voz y la figura de una mujer–, surgiera el invento futuro. El Albatros, de Robur, se pronuncia hacia el autogiro de mi paisano Juan de la Cierva. En la historia de los socios del Cañón-Club se hablaba de una sociedad de viajes interplanetarios, que he leído en alguna parte renovada. Hay ahora un submarino atómico que responde al mismo nombre que el del capitán Nemo (3).  Nunca se sabe. En 1862, Julio Verne comenzó a escribir su primera novela más o menos científica: sus Cinco semanas en globo. También, menos o más después, escribió por corto Un loco en los aires. Juan Torrent, del que antes dije algo, señala que la de Verne es una humanidad locuaz y chispeante, esencialmente teatral. Creo que en mucho tiene razón. Este escritor exaspera su ademán a través de sus personajes. No nos importa demasiado, creo yo, que no fuese un escritor genial, porque muchas veces los escritores geniales nos cargan o nos aburren con un denuedo digno de bastante mejor causa. Puede ser que a la aventura de Verne le falte austeridad, como a Miguel Ardán, donde se percibe la intención de algo que no fue Verne, pero que le hubiese gustado ser más que todos los ingenieros de su obra.

VIII
Le faltaron a sus novelas esas despedidas emocionantes, porque toda novela de verdad es una manera de despedirse de centenares de cosas y de personas que se nos han ido marchando. Es raro hallar en sus páginas una conversación de enamorados. Puede que no haga falta, que estemos decididos todos los lectores de Verne, cuando lo fuimos de verdad, no en el repaso de ahora mismo, a que sus relatos hubieran de ser forzosamente formas de dispararse. (Recuerdo ahora mismo una sucesión de cuadernos de Jean de Le Hire –no estoy seguro del nombre–, titulado El as de los boy scouts, sobre la emulación de un grupo de exploradores franceses y un grupo de exploradores ingleses dando la vuelta al mundo. Hay en esta hora de la madrugada un gato que llora por alguna parte, enamorado o así. Estos dos equipos luchan por llegar a París. Debe de resultar difícil encontrar esos cuadernos en tres tomos; iba a decir que obesos, pero no lo digo).

Me parece que Julio Verne es insustituible para unos años generosos y hasta cabales. Ni Traven, ni Mac Orlan, ni Conrad, ni siquiera Kipling, ni los diálogos de los dramas de O’Neill, pueden sustituirle. Es un mundo donde le sigue Salgari, y mucho más lejos Aymard, Cooper, seguidos de un largo etcétera. No hay muelle de las brumas en Verne. Le sigue una luminosidad excepcional, donde tiembla toda la claridad de sus barbas blancas, como el hielo. La vida de Verne, tras de ponerse a escribir sus relatos hacia la aventura, es una de las vidas más dignas de todos los tiempos estos que van pasando delante de nuestras narices. Quizás le faltó eso, precisamente eso: el gran amor sin sombra, apretándose en los nudillos; no todo va a ser nudos más o menos fuertes. Le faltó hacer de María Grant y Juan Mangless una decisión más rotunda antes de la boda. Hubiese sido hasta bonito que María y Juan levantaran, frente al mar de cualquier parte, sus palabras más capaces y sencillas. Hacer que este diálogo adquiriese una dimensión cordial que indignase a Fogg, a Barbicane y hasta Aronax, pero que el capitán Nemo y al ingeniero Ciro Smith apenas les hubiera levantado una ceja por cabeza.


La obra de Julio Verne –mucho más que la de Julián Viaud, alias Pierre Loti– ha ocupado emocionalmente a unos y a otros. Yo pienso en un viejo volumen que leyó mi abuelo, luego mi padre y después yo, y que no sé ahora dónde para. Verne es un gran personaje, y sus globos, aeronaves, submarinos, se me ponen por delante al escribir. Pienso en que los bigotes cordiales de mi abuelo temblasen al leerle, y en que, tras los cristales con lluvia de un domingo, yo miraba la calle estrecha  mientras en el libro aparecía el capitán Nemo visitando la Atlántida. Luego, Brigitte Helm (4) –uno de los perfiles de mujer más hermosos del mundo– hizo la otra Atlántida, la del desierto, la de Benoit (5), y uno la vio después de salir de su colegio con bachillerato incluido. Pero hubiese resultado bonito poner el bello perfil de la Helm junto a las barbas marineras de Nemo. No sé –he dicho hace un instante que nunca se sabe–, pero Julio Verne es un excelente recuerdo. Traven es más dramático; Conrad es más bello; London resulta más decidido; Mac Orlan, mucho más excesivo. Sin embargo, siempre recordaremos a Verne los que le leímos en las largas tardes del verano, o junto a las llamas enfáticas de los inviernos. Verne es difícil de olvidar, porque resulta difícil dejar de acordarse del primer amor al margen de la lectura si se quiere, pero que nos asediaba sin palabras: era el tiempo en que la pluma –bueno, son ganas de exagerar; el lápiz, que ni siquiera era lápiz tinta– ponía sobre el papel algo que nunca llegaba al endecasílabo.

Julio Verne fue; fueron sus personajes la mejor compañía. Huíamos en sus vehículos –globo, submarino y demás– de lo que nos preocupaba fuera de la novela, mientras hacíamos gimnasia con abrigo o temíamos el interrogatorio del latín. Abandonábamos el texto ese por saber lo que el capitán Nemo llevaba entre manos, y el doctor Aronax nos fastidiaba. Ciro Smith era –fue– algo grande. Creo que ninguna lectura posterior nos sedujo como este ingeniero bigotudo, de mentón afeitado. En él vimos una generosidad y un conocimiento que dejaba atrás a Carlos Perrault y a Hans Andersen, que en el fondo le fastidiaban los niños. Me parece que Julio Verne era un tipo excepcional. Puede que no fuese u genio, y me alegro, porque un genio resulta siempre idiota –en el buen sentido de la palabra– o cargante. Verne era una excelente compañía, alguien que era escuchado a través de la lectura. Creo que es suficiente, y hasta sobra.

IX
Lo más sorprendente en Verne es su total mando sobre la circunstancia. No lo siento, ni creo que nadie pueda sentirlo. Su obra mantiene una decisión plena de apoderarse de lo que está pasando, de lo que anda sobre la atención. Para mí, Verne   es el gran personaje de sus relatos, con un atuendo u otro, con una nacionalidad o con la que sea. Julio Verne pasa el camino de sus novelas, y pone en su decisión de paso una calidad vital extraordinaria. Puede que ahora, en este mismísimo momento, se le lea menos. Pero resulta difícil olvidar que en otro tiempo –el mío– se le leyó con una decisión casi abrumadora.

Lo social es ajeno al argumento de Verne, en tanto que expresión política. Es el de este novelista un mundo radicalmente  burgués, donde se perfila el técnico a través de conocimientos ajenos a su técnica. Es un mundo sin temblor, seguro de sí mismo, donde lo paradójico anda en esa mezcla singular de quietud y de aventura. Bernard Frank (6) puso título a un ensayo sobre el novelista: Jules Verne, ou l’aventure immobile.

Puede ocurrir que, cualquier día, Verne se encuentre sin ningún lector. Cualquiera sabe. Muere en el quinto año del siglo XX, asomándose por las rendijas de un tiempo que respiramos.


Desde un lado a otro de su obra, Julio Verne se nos muestra como el más incruento narrador. La peripecia penetra en el peligro, y él sabe sacar incólumes a sus personajes. Mientras otros novelistas despueblan sus novelas a las primeras de cambio, Julio Verne está atento a todo, y la muerte borra raras veces a un personaje en la narración sucesiva. No hay nada de siniestro en Verne, y cuando Rosny (7) ideaba catástrofes o iba a llegar Wells, cargado de supuesta sociología, menos inocente que el buen Verne, éste atendía a sus personajes con una cordial decisión de permanencia: de que vadeasen el relato sin una baja en las filas.

Desde Nantes asistió sobre el papel a un mundo que representaba el mejor horizonte. Un horizonte sin cotidianidad. El suyo era un mundo de fiesta, donde el horario, todo lo más, correspondía a la necesidad de cumplir una apuesta. Sus gentes no tienen obligaciones. Hay vidas que se repiten, día a día, en dirección hacia una mesa, un mostrador o bajo otras determinaciones. Verne impulsa su obra a la negación de esto que acabo de apuntar. Dese el viaje rompe tal posibilidad de repetición. Pero el viaje adquiere unas direcciones rotundas. Viaja al centro de la tierra, al fondo del mar o la luna, sin temor alguno a las circunstancias que puedan cruzarse.

X
Creo que era Blas Pascal quien decía algo así: que todos los males del hombre están en no saber estarse quieto dentro de una habitación. Julio Verne se está quieto; pero envía en comisión de servicio a sus personajes, como una parte adelantada de él mismo. También, como he dicho antes más de dos veces, estos personajes renuevan la aventura desde la habitación: el proyectil, el submarino, el globo, la aeronave, la casa vapor, etc. Yo creo que es importante esta situación de la aventura. Que el aventurero tenga una sede, resulta una paradoja sorprendente.

Verne puebla la atención del lector con sus personajes decididos a través de una dirección insoslayable casi siempre.  Por un lado, el hombre de Medan (8), y, por otro lado, el hombre de Nantes. Es el final de un siglo que no puede arrojarse por la borda. Zola es un romántico, y es posible que el gran ensayo sobre Zola esté en mirar su obra como actitud archirromántica. Julio Verne mira el mundo sin ese gestillo miope de Emilio Zola. Puede que ninguno de los dos horizontes –el de Zola y el de Verne– sean completamente ciertos; pero el ademán de Verne es extraordinariamente humano. No es un soñador; es alguien que exagera lo que se habla en las tertulias de sus años. Pero, sobre todo, es el escritor que llena unos años, o que, por lo menos, los llenaba.

Desde mi ventana se asiste a un cielo gris, de principios de otoño. La luz no fustiga los ojos duramente. Parece como si al sol se le hubiese puesto una pantalla decidida. Uno piensa en el horizonte de la obra de este escritor admirable. Sus libros han sido repasados, rápidamente, en esta ocasión. ¿Volverán a ser leídos? ¿Habrá algún día en que releamos lentamente, en la penumbra de un verano con persianas, o ante el fuego de la chimenea del invierno, a este novelista de otros años? No es fácil decirlo. Entre nuestros libros, Verne tiene sus volúmenes a pie firme, como el centinela que aguarda el relevo.

El horizonte de Julio Verne crece ante nuestros ojos con todo su poder de captación. Ha pasado el tiempo, y, sin embargo, recordamos su obra sin esfuerzo. Su obra está ahí, a la vuelta de la esquina del mundo, con sus personajes repetidos, con sus artefactos espectaculares. Solamente hay que volver a darle cuerda.

Cuadernos Hispanoamericanos, nº. 82. Madrid, octubre de 1956, págs. 95 a 107.


*Francisco Alemán Sainz (Murcia, 1919-19819) fue un escritor destacando en el relato que han calificado de un “realismo mágico”. Para ello es recomendable leer el ensayo de Ramón Cantero Pérez “Valor del destello fantástico en algunos cuentos realista de Francisco Alemán Sainz”, en la revista Murgetana, nº. 66, 1984. Con una dilatada carrera en Radio Nacional de España en Murcia, entre otros programas, cultivó el radioteatro. Francisco Alemán fue académico de la Real Academia Alfonso X. Es autor de muchos ensayos y libros sobre tierras y personajes de su región, poesía y teatro, pero para el asunto que nos interesa, destacaremos los ensayos Teoría de la novela del Oeste, Real Sociedad Económica de Amigos del País, Talleres Tipográficos Guirao, Murcia, 1953 o Las literaturas de Kiosko, publicado por ed. Planeta. Barcelona, 1975. En narrativa publicó muchas novelas cortas, novelas y relatos: La vaca y el sarcófago (doce cuentos), edición propia en Talleres Tipográficos Guirao, Murcia, 1952; Patio de luces y otros relatos, Patronato de Cultura de la Excma. Diputación, Murcia, 1957; Carta bajo la lluvia, la más apreciada por la crítica, ed. Universidad de Murcia, 1962; Regreso al futuro, editado por Nogués y consiguiendo el Premio Nogués de Novela, Barcelona, 1968; El último habitante, relato largo recogido en un volumen dedicado al Premio de Novela Corta Gabriel Sijé, donde obtuvo un accésit. Ed. Caja de Ahorros de Alicante y Murcia, 1976; Un largo etcétera, Premio Novela Corta “Gabriel Sijé”,  ed. Caja de Ahorros de Alicante y Murcia, 1978, etc.

Ilustraciones: Édouard Riou, Viaje al centro de la tierra, 1864.

NOTAS JAVIER CORIA:

(1) Aquí Francisco Alemán se refiere a Juan Torrent Frabregas, y a su libro Julio Verne o la pasión científico-geográfica del siglo XIX, Ediciones Mediterráneas, Barcelona, 1943.

(2) La casa de vapor se publicó por primera vez de forma seriada en Magasin d’Éducation et de Récréation entre 1879 y 1880. La primera autocaravana a vapor que se conoce data de 1890.

(3) El submarino atómico Nautilus fue puesto en servicio por los Estados Unidos en 1955. Si bien, en contra de la creencia popular, Julio Verne no prefiguró el submarino en Veinte mil leguas de viaje submarino, ya que existieron antecedentes experimentales desde el siglo XVII y, durante la Guerra de Independencia estadounidense, ya hubo un sumergible que participó en una acción de guerra, el Turtle (Tortuga). A finales del siglo XVII y principios del siglo XIX, Robert Fulton quiso vender un submarino al gobierno francés, en la época del Consulado. Aquel submarino se llamaba Nautilus, quizás Verne escogió el nombre para su submarino literario de este hecho histórico. Lo que sí predijo Verne fue la navegación subpolar, ya que el citado submarino atómico navegó por debajo del casquete polar en 1958, casi un siglo después de que lo hiciera su “hermano” de ficción.

(4) Brigitte Helm (1908-1996) fue una actriz alemana que hizo el doble papel de María y Robot en Metrópolis (1927), de Fritz Lang. Ya en el cine sonoro destacó en la película que cita Francisco Alemán, Die Herrin von Atlantis (La Atlántida, 1932), del director austriaco George Wilhelm Pabst.

(5) Pierre Benoit (1886-1962), novelista francés, publicó L’Atlantide en 1919.

(6) Con ese título, Bernard Frank dio una conferencia en 1955.  Frank fue biógrafo de Verne con el libro titulado: Jules Verne et ses Voyages, editado por Flammarion, París, 1941. A él se le atribuye el relato del primer encuentro entre Verne y Alejandro Dumas padre, aunque dijo haberlo copiado de un periódico belga, nunca citó la fuente exacta. Por lo que el encuentro, o mejor dicho encontronazo, porque Verne chocó literalmente con el voluminoso Dumas cuando los dos bajaban la escalera en la casa de Madame Barrére, bien pudo ser un invento del biógrafo.

(7) Con el seudónimo de J. H. Rosny, firmaban los hermanos belgas Joseph y Séraphin Boex. Escribieron, juntos y por separado, varias novelas de aventuras y ciencia-ficción. Quizás su novela más conocida, que fue llevaba al cine, fue En busca del fuego (Le guerre du feu, 1911).

(8) Medan, ciudad de Indonesia, en la provincia de Sumatra Norte. Situada a orillas del estrecho de Malaca. Por dicho estrecho viajan los protagonistas de La vuelta al mundo en 80 días.

Adenda:

En este escrito hemos mantenido los nombres propios que el autor, como era costumbre en la época con algunos nombres extranjeros, traduce al español. También hay algunos datos y aseveraciones que hoy están superadas por las últimas investigaciones sobre Verne y su obra.

1 comentario:

  1. Magnífico trabajo de recuperación de un texto que no conocía. Gracias, Javier.

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