Por: Francisco Alemán Sainz*
A mi
tío José Alemán Alemán
I
Todo horizonte, en el fondo, es una definición,
un límite. Lo más curioso que todo horizonte nos plantea es la necesidad de
alejamiento para que el horizonte sea tal. En las obras literarias, este
espacio que el ojo necesita para percatarse puede ser sustituido por el tiempo,
por la memoria. Durante unos días he tratado de ponerme en contacto de nuevo
con el mundo de Verne, sin olvidarme de la seducción que ejerciera en mí años
atrás, bastantes, pero no los suficientes para olvidarlo tal como fue. (Pienso
ocuparme alguna vez de Emilio Salgari, de Cooper, de Aymard y de ese elenco
importante en las afueras de la novela. Lo malo es si uno se hace especialista,
o si no se hace. Resulta difícil saber a qué carta quedarse).
Weidlle apunta la gran razón del éxito de Julio
Verne: su repetición. Para el éxito multitudinario no hay nada tan eficaz como
repetirse. La búsqueda de la originalidad conduce al aislamiento, al grupo. El gran
acierto de Weidlle está en haberse dado cuenta de que Verne es un escritor en un dominio situado fuera de la
literatura, y que, al pensar en uno de sus ocupantes más notorios, se puede
llamar el dominio de Julio Verne. (Aunque insista otra vez en el paréntesis,
renunciando al engolamiento que pudiera significar en un simple horizonte la
nota a pie de página, este dominio lo veré en mis afueras de la novela). El
mundo del escritor francés es un mundo repetido. Resulta curioso pensar que,
como en el teatro clásico, los apoyos fundamentales de muchos relatos de Verne
están en la dualidad amo y criado. Luego lo veremos.
II
En Verne, el viaje rompe con una tradición que
iba a rebasarle en años de vida con un tipo a punto de resultar ejemplar; me
refiero, como el lector se ha dado cuenta, a Pedro Loti. El viaje para Pedro
Loti está cimentado en formas expresivas que no corresponden al viaje, a la
actualidad, a lo que pasa. Para el marino compatriota del abogado Verne, lo
importante es la nostalgia, lo vistoso, lo exótico. Quizá venga de ahí, sin
quizá, el sentido de Loti para el disfraz, el pintarse. El viaje para Loti no llega nunca a la novela;
es una manera de describirse, de pintar sus propias tempestades enfáticamente.
Prefiero la figura de Santiago Paganel a la figura de Loti. Paganel se tapa su
tatuaje maorí; Loti lo hubiese enseñado y repetido. Pero no quiero con esto
negar lo que significó Pedro Loti para un tipo de lector, en su época. Lo diré
como una nota marginal. Fue el cantante de la gran ópera impresa. Murió varias
veces, pero cantó su propia muerte como un aria inevitable. Tuvo un amor turco,
a orillas de Salónica, que casi le sirvió de medida para entender todos los
amores del mundo, y tuvo un desamor japonés, a orillas del río Kamo, que estuvo
a punto de valerle para entender, poco más o menos, todos los desamores del
mundo.
Loti era un hombre doliente, siempre en el
primer plano de su propia novela, de su propia vida, mientras Verne contaba un
mundo distinto al que le rodeaba. Loti era un hombre doliente. Era el hombre
capaz de tener dolor de muelas en el corazón –como Enrique Heine–, y era
también el hombre capaz de tener dolor de corazón desde muelas afuera. Lo que
me importa señalar aquí es cómo el viaje adquiere para Verne un significado
plenamente opuesto al que tiene para Pedro Loti. Cuando Verne muere, Loti tiene
cincuenta y cinco años.
III
En Cinco
semanas en globo, Fergussón, el sabio, aparece con su criado, Pepe. En Veinte mil leguas de viaje submarino,
Aronax, el sabio, lleva a su criado, Consejo. En La isla misteriosa, Ciro Smith, el sabio, es acompañado por su
criado, Nab. En La vuelta al mundo en
ochenta días, Phileas Fogg, que casi está a punto de ser un sabio, es
seguido por su criado, Picaporte. En Robur
el conquistador, Uncle Prudent, el sabio, es raptado junto a su criado,
Frycollin. Si siguiéramos la búsqueda en la obra de Verne, podríamos encontrar
muchas más de estas repeticiones. Hay siempre entre criado y amo una relación
cordial, porque lo importante en estos personajes es que se trata de hombres
solteros, por lo menos en el tiempo que aparece el relato.
Otra posibilidad de repetición de tipos la encontramos en un acompañante no sabio que participa en la aventura. Este es el Miguel Ardán de De la tierra a la luna, el Ned Land de Veinte mil leguas de viaje submarino, el inspector Fix de La vuelta al mundo en ochenta días, el Ricardo Kennedy de Cinco semanas en globo. El resto de los personajes, fuera de Ciro Smith, en La isla misteriosa. El papel de todos ellos es escuchar al sabio en un instante determinado, o ayudarle en un instante en que la mano de obra sea no importante. Quizá los tres protagonistas de las tres mejores obras de este escritor sean ingenieros. El capitán Nemo, Ciro Smith, Robur. No se olvide tampoco La casa de vapor, donde el ingeniero Banks crea la casa portátil.
Otra repetición del tema en la obra verniana es
el artefacto. El globo, en Cinco semanas
en globo; las viviendas movibles, en La
casa de vapor; el cañón y el proyectil, en De la tierra a la luna; la aeronave, de Robur el conquistador; el submarino, de las Veinte mil leguas. Pero es curioso a la vez que ninguno de estos
chismes pervivan en la observación de la gente de la novela. El globo, se
destroza; las viviendas movibles, estallan; el proyectil, se hunde en el mar;
la aeronave, desaparece; el submarino, queda apresado en una cueva de la isla
desaparecida. Estos vehículos apenas duran un relato, y en esta fragilidad
repetida está la gran atracción de la peripecia de Verne: encontrarse con que,
para la realización de una aventura, el elemento de traslado se quema en un
número de páginas aproximado.
Pero puede ser que lo más característico del
modo de explicarse Julio Verne sea el espacio acotado. La aventura supone una
zozobra: el enfrentamiento con enormes horizontes, súbitamente enemistades con
los seres humanos que aparecen ante ellos. Y, sin embargo, la presencia de los
artefactos aludidos hace un instante hace que el pequeño grupo de personajes se
mueva en un territorio limitadísimo, asistiendo, más que viviendo, a lo pudiera
ser aventura. Puede ocurrir, y ocurre, que lo importante para que surja la
aventura sea la necesidad de que un principio, en la iniciación del relato por
lo menos, los personajes convivan en un lugar limitado; por eso, la gran
aventura de toda la novelística mundial arranca del barco o de la isla. El
naufragio o la catástrofe sísmica de la isla serán siempre realidades
contundentes. Por eso, la novela de aventuras tiene algo de pesadilla que se
muerde la cola. Empieza en nave con naufragio y se halla la isla; o se inicia
en isla con catástrofe sísmica y se encuentra el barco. Es posible complicarlo
más, y el lector sabrá hacerlo por mí, relacionando barco e isla, naufragio y
seísmo más o menos veces.
IV
De esta
situación de proximidad entre unos y otros resulta que rara vez los personajes
están solos. Observación que también apunta Torrent (1) en un ensayo, creo que
poco conocido, pero admirable; esta observación es importante si quiere
entenderse lo que ocurre en la obra de Verne. El personaje rara vez está solo.
Si Ayrton, abandonado en Los hijos del
capitán Grant y recogido en La isla
misteriosa, es un solitario, lo es en tanto que no aparece en el relato, en
cualquier relato. Verne es un autor en plena relación social. El posible
robinsonismo de una aventura queda siempre lejos de este novelista. Hay más
robinsonismo en el Obermann, de
Senancour, que en cualquier personaje de Verne.
No debe olvidarse en cualquier escrito de este
tipo un instrumento nobilísimo y hasta tradicional: el barco, naturalmente. En Una ciudad flotante, o en Los forzadores del bloqueo, asumirá el
barco una dimensión característica. En Una
ciudad flotante, el barco aparecerá como una hipertensión del viaje; en Los forzadores del bloqueo, el barco
será una forma de penetrar en un lugar que le era negado efectivamente. Pero
hay dos historias de Verne donde el barco adquiere una rotunda manifestación de
posibilidad: me refiero a Aventuras del
capitán Hatteras y Los hijos del
capitán Grant. En ambos se manifiesta un punto importante que caracteriza a
Verne: la búsqueda. Hatteras, tras el polo; lord Glenarban, tras el capitán Enrique
Grant.
Aunque sea rápidamente, quiero apuntar aquí las
tramas de tierra adentro; por ejemplo, Las
indias negras o Un capricho del
doctor Ox, donde este personaje extraño intenta reformar el pequeño mundo
de Quinquedone, villa próxima a Brujas, la muerta de Jorge Rodenbach, por medio
de oxígeno. Algo semejante a lo que ocurre, de exaltación y enardecimiento, en
esta ciudad de Flandes pasa en el proyectil del viaje a la luna, con Ardán,
Nicholl y Barbicane. En Los quinientos
millones de la Begún hay un invento también agresivo, donde Verne inserta
un relato de rivalidad franco-alemana lejos de ambas naciones. Si uno se para a pensarlo, el horizonte
novelesco de Julio Verne es excepcional. Hay en el narrador, junto a la
imaginación, que yo le veo como un enorme sentido común, capaz de llevar al
último extremo las intuiciones de su tiempo, un trabajo estupefaciente de
lectura para encontrar los apoyos que casi siempre surgen de ese personaje
fundamental, que hace un rato he llamado sabio y que casi siempre suele ser el
ingeniero. Por otra parte, como apunté en mi ensayo “El mundo de Julio Verne”,
la seguridad de la vivienda, de la habitación, encuentra –tema de tierra– su
especificación más rotunda en el palacio de granito de La isla misteriosa y en la casa de hielo de la segunda parte de las
Aventuras del capitán Hatteras, por
parte de un ingeniero y de un médico. Recuérdese que el ingeniero es delgado, y
el médico, gordo. Puede que esto sea importante en este u otro ensayo.
V
Parece ser que Verne tuvo la previsión de
adelantar muchos inventos. No lo sé, y tampoco me importa demasiado. Puede que
no sea un gran escritor, pero en su obra aparece la decisión de la aventura
como en ningún otro novelista aparece. En ningún otro novelista, la situación
planea sobre los personajes como en Verne. La misma limitación de espacio
obliga más a una dirección misteriosa.
Quizá Los hijos
del capitán Grant sea, junto con alguna otra, la novela que fue más leída
de Verne; puede ser que La casa de vapor resulte
de las menos leídas del novelista. En esta última, el ingeniero Banks crea la
casa portátil (2) para un magnate de la India, que muere antes de ver terminado
el proyecto del ingeniero. Banks decide el viaje a través de la India. Le
acompaña el viajero Maucler, de París, que relata la expedición; el coronel
Edurado Munro, el capitán Hod, el sargento MacNeil y personal subalterno.
El ingeniero Banks ha creado un elefante de
acero, una imitación sorprendente: una máquina que tenía todas las apariencias
de la vida, aun contemplada de cerca. Encerraba en su interior una
locomotora de caminos ordinarios. Los ojos del elefante de acero son faros, y
la trompeta, levantada, sirve de chimenea. El animal arrastra dos enormes
coches, dos verdaderas casas, montadas sobre ruedas. En la primera casa habitan
los cuatro viajeros principales; en la segunda casa va el sargento y el
personal de la expedición.
Me interesa esta obra porque puede concluirse
con la seguridad en que la aventura sedicente de Verne se apoya en la necesidad
de una sede desde la que actuar. Verne es un gran tipo burgués, y debe partirse
de esto para entenderle. Aunque repitamos algo, hay que tener en cuenta el
globo, la aeronave, el submarino, la casa de hielo, el palacio de granito.
Hasta en el abandono de la tierra firme tropezamos siempre con unos apoyos de
seguridad: un lugar conocido, dese el que se asiste, en muchas ocasiones, a lo
que ocurre. Lo fundamental de toda aventura es encontrarse abandonado, y tal
cosa no suele ocurrir en las narraciones de Verne. El ingeniero habrá de surgir
siempre con una decisión de solucionar la falta. En otras ocasiones será el
doctor o el geógrafo, aunque corra el riesgo de equivocarse.
VI
Si La casa
de vapor es, por una parte, relato característico, Los hijos del capitán Grant es novela menos novelesca, pero
importante. En ella se emprende la búsqueda de un personaje, de un ser humano.
El viaje submarino es un rapto, y también lo es la historia de Robur. La isla misteriosa es una fuga. Cinco semanas en globo es otra búsqueda,
donde no hay ser humano. La vuelta al
mundo en ochenta días es una
apuesta. Los hijos del capitán
Grant es una de las obras menos “científicas” de Julio Verne. Dentro de un
tiburón hay una botella. El mensaje ha perdido letras y palabras de inglés,
alemán, francés. Grant –el náufrago– trataba de fundar una colonia escocesa en
Oceanía. El tiburón y la botella fueron hallados por lord Glenarvan, que acaba
de casarse. El lord pone un anuncio en los periódicos de Londres sobre el
capitán Grant, y los hijos de éste –Roberto y María– responden. El Almirantazgo
inglés, a instancias de Glenarvan, no se decide a enviar barco alguno en busca
de Grant, y el lord, a petición de su mujer, pone su yate, el Duncan, en dirección a la búsqueda del
capitán. Manda el buque Juan Mangless, que se casará al final con María Grant.
Este matrimonio, junto con el de Phileas Fogg y Auda, son los únicos que puedo
apuntar, muy por encima, que se realicen en la obra de Verne. No debe olvidarse
que el personaje de la novela de aventuras, por muy heterodoxa que éste sea,
debe ser soltero.
El Duncan parte.
Santiago Paganel, secretario de la Sociedad Geográfica de París, se ha
equivocado de barco, y aparece cuando el Duncan
ha salido del puerto. Paganel piensa dirigirse a Calcuta, pero el yate va
hacia Chile. Donde se pensaba, no está Grant, y se decide que, para buscarle,
se siga la misma línea supuesta. La expedición va compuesta, entre otros, por
lord Glenarvan; un comandante, MacNabs; Santiago Paganel y Roberto Grant. El
resto quedará en el yate, y les saldrá al encuentro en un final determinado del
viaje; naturalmente, en la costa contraria. Paganel, sabio distraído –otro
tópico de Verne–, quiere aprender español, para entenderse con las gentes del
país. Su exclamación sobre una supuesta lengua española es ésta: “¡Qué lengua
tan abundante y tan sonora! Estoy seguro de que entra en su composición setenta
y ocho partes de cobre y veintidós de estaño, como en el bronce de las
campanas”. Pero el geógrafo estudia español en Los Lusiadas, de Camões. Acabado el viaje, caen en la cuenta de que
fue falsa la dirección tomada. “Enrique Grant no está en América”, exclama
Paganel, comprometiéndose a descubrir en el triple documento la verdadera
situación del capitán náufrago. El yate aguarda.
La segunda parte es el viaje a Australia de los
buscadores de Grant. En casa de un colono irlandés hay un hombre. Ayrton, que
se confiesa náufrago del Britania,
barco de Grant. Según dice, fue lanzado hacia la costa en el instante del
naufragio; pero no es uno de los marineros que Grant apunta en su mensaje de
socorro. Ayrton, tipo sospechoso, se convierte en guía de los buscadores del
capitán. El Duncan aguardará en
Melbourne. De nuevo, el viaje por tierra; pero, en esta ocasión, con señoras:
lady Elena y María Grant. Ayrton desaparece.
La tercera parte del relato se inicia con la
sorpresa de que el yate zarpó con destino desconocido, y no los aguarda en
Melbourne. Por fin hallan el barco. Paganel, al escribir la carta a petición de
Glenarvan, se equivocó, y escribió por casualidad el lugar donde encontrábase
el yate, de tal forma que Ayrton y sus secuaces no pudieron apoderarse de la
nave, como pretendían. Ayrton, portador de la carta, ha sido hecho prisionero.
Gracias a la distracción del geógrafo, el Duncan
no cayó en manos de unos evadidos de presidio bajo el mando ex marinero de
Grant.
Ayrton se niega a hablar; pero lo hace al lord
con testigos, que serán el comandante y el geógrafo. Glenarvan le promete un
punto medio entre la horca y la libertad: ser abandonado en una isla desierta
del Pacífico. Ayrton confiesa que fue desembarcado al rebelarse contra Grant.
Pasan los días; la navegación sigue. Frente a una isla, María y Roberto Grant
escuchan una voz que pide auxilio: es la voz de su padre. Mientras el yate
costea la isla, en manos de alguien se agita una bandera inglesa. Tres hombres
se muestran en la playa cuando un bote se aproxima a la isla. Son Grant y dos
marineros del Britania. “Mis
aventuras –confiesa después Grant– son las de todos los náufragos arrojados a
una isla, que, no contando más que con la ayuda de Dios y su propio esfuerzo, consideran
un deber disputar su vida a los elementos”. En esa misma isla se inicia la
expiación de Ayrton. Mucho tiempo más tarde, los colonos de la isla de Lincoln
–La isla misteriosa– encontrarán a
Ayrton en su isla de Tabor. La expedición que Julio Verne envía, en su novela,
a la busca de Grant atraviesa Chile, Argentina, el Atlántico, las islas de
Acunha, el océano Índico, las islas Ámsterdam, Australia, Nueva Zelanda, la
isla Tabor y el Pacífico, hasta llegar luego a Inglaterra.
Santiago Paganel se casará –después de Juan
Mangless y María Grant– con una prima del comandante MacNabs. Irá abrigado,
como siempre, para ocultar su tatuaje maorí a. Ayrton verá llegar, no en la
isla de Tabor, sino en la de Lincoln, al yate de lord Glenarvan, salvando así a
sus compañeros, desde Ciro Smith a Herbert y al marinero Pencroff, gracias a
que el lord decidiese sacarle de la isla de Tabor y leyese allí un mensaje
misterioso. Ese es, o un poco antes, el momento en que se unen los tres mejores
relatos de Verne: Los hijos del capitán
Grant, Veinte mil leguas de viaje
submarino y La isla misteriosa.
Ayrton está arrepentido. Me detuve en esta obra de Verne porque ella representa
la forma menos verniana de relato. En ella no se encuentra ese dato a que aludí
al principio, y que caracteriza la obra del novelista: el artefacto. Pero, a
pesar de ello, Julio Verne logra ocupar la atención del lector en lo que va
ocurriendo. La técnica del relato de Salgari y otros novelistas está, sin lugar
a dudas, más próxima a esta narración que las otras señaladas. Ni siquiera
Wells se parece. Wells tiene más talento que Verne, pero en sus novelas hay
algo macabro que no resulta fácil, ni quiero explicar ahora.
VII
En Verne encontraremos siempre un descanso. Es
difícil, muy difícil, que un personaje de este novelista muera. Hay novelas
donde, en cuanto el lector se descuide un instante, tropezamos rápidamente con
una baja. Julio Verne –en un alarde de seguridad– lleva corrientemente hasta el
final su grupo de protagonistas. Habrán pasado grandes penalidades, tremendas
aventuras; pero todos sonríen al final, cuando está a punto de aparecer la
palabra fin. Si Hatteras está loco,
también lo estaba antes; obsesionado, por lo menos. Nemo muere, y para morir
habrá de dejar sus veinte mil leguas, sus grandes botas submarinas. Este es un
universo a punto de resultar ejemplar, casi leibnitziano. Creo que casi todos
los lejanos lectores de Verne lo recordamos como una buena tarde de domingo en
invierno, mientras el fuego se crecía en su chimenea. Creo que entre Verne,
Salgari y Aymard, sin olvidarse de Marryat, Conscience, Cooper, hubo unos años
que pasaron casi por las buenas, de cuyo número resulta difícil acordarse. Las
viejas ilustraciones de las novelas de Verne crecen ante los ojos, mostrando
las barbas más selectas de su época.
Julio Verne da a la novela una razón nueva,
mientras Zola contaba su mundo y Huysmans empujaba a Dess Eissentes con su
tortuga; Maupassant contaba los mejores cuentos del mundo y José María de
Pereda iba con Peñas arriba
levantando su oso montañés. A uno le hubiese gustado leer un palique de
Leopoldo Alas sobre este novelista, el año pasado, por ejemplo. En otro sitio
he señalado como el ingrediente inicial de toda novela del Oeste aparece en La Regenta. Sobre Julio Verne me parece
que solamente Pío Baroja ha escrito algo, apresuradamente, pero en esa línea
poética que aparece siempre en su obra. El gran poeta del 98 es Baroja, aunque
sus Canciones del suburbio sean, en
su mayor parte, bastante malas. Las aventuras interplanetarias, que el autor de
Tarzán de los monos escribió, no
podrán compararse nunca a las narraciones de Julio Verne. (Mis notas para un
ensayo sobre Tarzán y Criticón están casi a punto de crecer en
folios, a doble espacio).
Parece ser que Verne se adelantó hasta al cine
sonoro. No sé. Yo pienso que Verne llevó hasta el final todas las posibilidades
que se apuntaban en su tiempo. Pero es bonito que, a través de una historia de
amor –la voz y la figura de una mujer–, surgiera el invento futuro. El Albatros, de Robur, se pronuncia hacia
el autogiro de mi paisano Juan de la Cierva. En la historia de los socios del Cañón-Club se hablaba de una sociedad de
viajes interplanetarios, que he leído en alguna parte renovada. Hay ahora un
submarino atómico que responde al mismo nombre que el del capitán Nemo (3). Nunca se sabe. En 1862, Julio Verne comenzó a
escribir su primera novela más o menos científica: sus Cinco semanas en globo. También, menos o más después, escribió por
corto Un loco en los aires. Juan
Torrent, del que antes dije algo, señala que la de Verne es una humanidad locuaz y chispeante,
esencialmente teatral. Creo que en mucho tiene razón. Este escritor
exaspera su ademán a través de sus personajes. No nos importa demasiado, creo
yo, que no fuese un escritor genial, porque muchas veces los escritores geniales
nos cargan o nos aburren con un denuedo digno de bastante mejor causa. Puede
ser que a la aventura de Verne le falte austeridad, como a Miguel Ardán, donde
se percibe la intención de algo que no fue Verne, pero que le hubiese gustado
ser más que todos los ingenieros de su obra.
VIII
Le faltaron a sus novelas esas despedidas
emocionantes, porque toda novela de verdad es una manera de despedirse de
centenares de cosas y de personas que se nos han ido marchando. Es raro hallar
en sus páginas una conversación de enamorados. Puede que no haga falta, que
estemos decididos todos los lectores de Verne, cuando lo fuimos de verdad, no
en el repaso de ahora mismo, a que sus relatos hubieran de ser forzosamente
formas de dispararse. (Recuerdo ahora mismo una sucesión de cuadernos de Jean
de Le Hire –no estoy seguro del nombre–, titulado El as de los boy scouts, sobre la emulación de un grupo de
exploradores franceses y un grupo de exploradores ingleses dando la vuelta al
mundo. Hay en esta hora de la madrugada un gato que llora por alguna parte,
enamorado o así. Estos dos equipos luchan por llegar a París. Debe de resultar
difícil encontrar esos cuadernos en tres tomos; iba a decir que obesos, pero no
lo digo).
Me parece que Julio Verne es insustituible para
unos años generosos y hasta cabales. Ni Traven, ni Mac Orlan, ni Conrad, ni
siquiera Kipling, ni los diálogos de los dramas de O’Neill, pueden sustituirle.
Es un mundo donde le sigue Salgari, y mucho más lejos Aymard, Cooper, seguidos
de un largo etcétera. No hay muelle de las brumas en Verne. Le sigue una
luminosidad excepcional, donde tiembla toda la claridad de sus barbas blancas,
como el hielo. La vida de Verne, tras de ponerse a escribir sus relatos hacia
la aventura, es una de las vidas más dignas de todos los tiempos estos que van
pasando delante de nuestras narices. Quizás le faltó eso, precisamente eso: el
gran amor sin sombra, apretándose en los nudillos; no todo va a ser nudos más o
menos fuertes. Le faltó hacer de María Grant y Juan Mangless una decisión más
rotunda antes de la boda. Hubiese sido hasta bonito que María y Juan
levantaran, frente al mar de cualquier parte, sus palabras más capaces y
sencillas. Hacer que este diálogo adquiriese una dimensión cordial que
indignase a Fogg, a Barbicane y hasta Aronax, pero que el capitán Nemo y al
ingeniero Ciro Smith apenas les hubiera levantado una ceja por cabeza.
La obra de Julio Verne –mucho más que la de
Julián Viaud, alias Pierre Loti– ha
ocupado emocionalmente a unos y a otros. Yo pienso en un viejo volumen que leyó
mi abuelo, luego mi padre y después yo, y que no sé ahora dónde para. Verne es
un gran personaje, y sus globos, aeronaves, submarinos, se me ponen por delante
al escribir. Pienso en que los bigotes cordiales de mi abuelo temblasen al
leerle, y en que, tras los cristales con lluvia de un domingo, yo miraba la
calle estrecha mientras en el libro aparecía
el capitán Nemo visitando la Atlántida. Luego, Brigitte Helm (4) –uno de los
perfiles de mujer más hermosos del mundo– hizo la otra Atlántida, la del
desierto, la de Benoit (5), y uno la vio después de salir de su colegio con
bachillerato incluido. Pero hubiese resultado bonito poner el bello perfil de
la Helm junto a las barbas marineras de Nemo. No sé –he dicho hace un instante
que nunca se sabe–, pero Julio Verne es un excelente recuerdo. Traven es más
dramático; Conrad es más bello; London resulta más decidido; Mac Orlan, mucho
más excesivo. Sin embargo, siempre recordaremos a Verne los que le leímos en
las largas tardes del verano, o junto a las llamas enfáticas de los inviernos.
Verne es difícil de olvidar, porque resulta difícil dejar de acordarse del
primer amor al margen de la lectura si se quiere, pero que nos asediaba sin
palabras: era el tiempo en que la pluma –bueno, son ganas de exagerar; el
lápiz, que ni siquiera era lápiz tinta– ponía sobre el papel algo que nunca
llegaba al endecasílabo.
Julio Verne fue; fueron sus personajes la mejor
compañía. Huíamos en sus vehículos –globo, submarino y demás– de lo que nos
preocupaba fuera de la novela, mientras hacíamos gimnasia con abrigo o temíamos
el interrogatorio del latín. Abandonábamos el texto ese por saber lo que el
capitán Nemo llevaba entre manos, y el doctor Aronax nos fastidiaba. Ciro Smith
era –fue– algo grande. Creo que ninguna lectura posterior nos sedujo como este
ingeniero bigotudo, de mentón afeitado. En él vimos una generosidad y un
conocimiento que dejaba atrás a Carlos Perrault y a Hans Andersen, que en el
fondo le fastidiaban los niños. Me parece que Julio Verne era un tipo
excepcional. Puede que no fuese u genio, y me alegro, porque un genio resulta
siempre idiota –en el buen sentido de la palabra– o cargante. Verne era una
excelente compañía, alguien que era escuchado a través de la lectura. Creo que
es suficiente, y hasta sobra.
IX
Lo más sorprendente en Verne es su total mando
sobre la circunstancia. No lo siento, ni creo que nadie pueda sentirlo. Su obra
mantiene una decisión plena de apoderarse de lo que está pasando, de lo que
anda sobre la atención. Para mí, Verne
es el gran personaje de sus relatos, con un atuendo u otro, con una
nacionalidad o con la que sea. Julio Verne pasa el camino de sus novelas, y pone
en su decisión de paso una calidad vital extraordinaria. Puede que ahora, en
este mismísimo momento, se le lea menos. Pero resulta difícil olvidar que en
otro tiempo –el mío– se le leyó con una decisión casi abrumadora.
Lo social es ajeno al argumento de Verne, en
tanto que expresión política. Es el de este novelista un mundo radicalmente burgués, donde se perfila el técnico a través
de conocimientos ajenos a su técnica. Es un mundo sin temblor, seguro de sí mismo,
donde lo paradójico anda en esa mezcla singular de quietud y de aventura.
Bernard Frank (6) puso título a un ensayo sobre el novelista: Jules Verne, ou l’aventure immobile.
Puede ocurrir que, cualquier día, Verne se
encuentre sin ningún lector. Cualquiera sabe. Muere en el quinto año del siglo
XX, asomándose por las rendijas de un tiempo que respiramos.
Desde un lado a otro de su obra, Julio Verne se
nos muestra como el más incruento narrador. La peripecia penetra en el peligro,
y él sabe sacar incólumes a sus personajes. Mientras otros novelistas
despueblan sus novelas a las primeras de cambio, Julio Verne está atento a
todo, y la muerte borra raras veces a un personaje en la narración sucesiva. No
hay nada de siniestro en Verne, y cuando Rosny (7) ideaba catástrofes o iba a
llegar Wells, cargado de supuesta sociología, menos inocente que el buen Verne,
éste atendía a sus personajes con una cordial decisión de permanencia: de que
vadeasen el relato sin una baja en las filas.
Desde Nantes asistió sobre el papel a un mundo
que representaba el mejor horizonte. Un horizonte sin cotidianidad. El suyo era
un mundo de fiesta, donde el horario, todo lo más, correspondía a la necesidad
de cumplir una apuesta. Sus gentes no tienen obligaciones. Hay vidas que se
repiten, día a día, en dirección hacia una mesa, un mostrador o bajo otras
determinaciones. Verne impulsa su obra a la negación de esto que acabo de
apuntar. Dese el viaje rompe tal posibilidad de repetición. Pero el viaje
adquiere unas direcciones rotundas. Viaja al centro de la tierra, al fondo del
mar o la luna, sin temor alguno a las circunstancias que puedan cruzarse.
X
Creo que era Blas Pascal quien decía algo así:
que todos los males del hombre están en no saber estarse quieto dentro de una habitación.
Julio Verne se está quieto; pero envía en comisión de servicio a sus
personajes, como una parte adelantada de él mismo. También, como he dicho antes
más de dos veces, estos personajes renuevan la aventura desde la habitación: el
proyectil, el submarino, el globo, la aeronave, la casa vapor, etc. Yo creo que
es importante esta situación de la aventura. Que el aventurero tenga una sede,
resulta una paradoja sorprendente.
Verne puebla la atención del lector con sus
personajes decididos a través de una dirección insoslayable casi siempre. Por un lado, el hombre de Medan (8), y, por
otro lado, el hombre de Nantes. Es el final de un siglo que no puede arrojarse
por la borda. Zola es un romántico, y es posible que el gran ensayo sobre Zola
esté en mirar su obra como actitud archirromántica. Julio Verne mira el mundo
sin ese gestillo miope de Emilio Zola. Puede que ninguno de los dos horizontes
–el de Zola y el de Verne– sean completamente ciertos; pero el ademán de Verne
es extraordinariamente humano. No es un soñador; es alguien que exagera lo que
se habla en las tertulias de sus años. Pero, sobre todo, es el escritor que
llena unos años, o que, por lo menos, los llenaba.
Desde mi ventana se asiste a un cielo gris, de
principios de otoño. La luz no fustiga los ojos duramente. Parece como si al
sol se le hubiese puesto una pantalla decidida. Uno piensa en el horizonte de
la obra de este escritor admirable. Sus libros han sido repasados, rápidamente,
en esta ocasión. ¿Volverán a ser leídos? ¿Habrá algún día en que releamos
lentamente, en la penumbra de un verano con persianas, o ante el fuego de la
chimenea del invierno, a este novelista de otros años? No es fácil decirlo. Entre
nuestros libros, Verne tiene sus volúmenes a pie firme, como el centinela que
aguarda el relevo.
El horizonte de Julio Verne crece ante nuestros
ojos con todo su poder de captación. Ha pasado el tiempo, y, sin embargo,
recordamos su obra sin esfuerzo. Su obra está ahí, a la vuelta de la esquina
del mundo, con sus personajes repetidos, con sus artefactos espectaculares.
Solamente hay que volver a darle cuerda.
Cuadernos
Hispanoamericanos, nº.
82. Madrid, octubre de 1956, págs. 95 a 107.
*Francisco Alemán Sainz (Murcia,
1919-19819) fue un escritor destacando en el relato que han calificado de un
“realismo mágico”. Para ello es recomendable leer el ensayo de Ramón Cantero
Pérez “Valor del destello fantástico en algunos cuentos realista de Francisco
Alemán Sainz”, en la revista Murgetana,
nº. 66, 1984. Con una dilatada carrera en Radio Nacional de España en Murcia,
entre otros programas, cultivó el radioteatro. Francisco Alemán fue académico
de la Real Academia Alfonso X. Es autor de muchos ensayos y libros sobre
tierras y personajes de su región, poesía y teatro, pero para el asunto que nos
interesa, destacaremos los ensayos Teoría
de la novela del Oeste, Real Sociedad Económica de Amigos del País, Talleres
Tipográficos Guirao, Murcia, 1953 o Las
literaturas de Kiosko, publicado por ed. Planeta. Barcelona, 1975. En
narrativa publicó muchas novelas cortas, novelas y relatos: La vaca y el sarcófago (doce cuentos), edición
propia en Talleres Tipográficos Guirao, Murcia, 1952; Patio de luces y otros relatos, Patronato de Cultura de la Excma.
Diputación, Murcia, 1957; Carta bajo la
lluvia, la más apreciada por la crítica, ed. Universidad de Murcia, 1962; Regreso al futuro, editado por Nogués y
consiguiendo el Premio Nogués de Novela, Barcelona, 1968; El último habitante, relato largo recogido en un volumen dedicado
al Premio de Novela Corta Gabriel Sijé, donde obtuvo un accésit. Ed. Caja de
Ahorros de Alicante y Murcia, 1976; Un
largo etcétera, Premio Novela Corta “Gabriel Sijé”, ed. Caja de Ahorros de Alicante y Murcia, 1978,
etc.
Ilustraciones: Édouard
Riou, Viaje al centro de la tierra,
1864.
NOTAS
JAVIER CORIA:
(1) Aquí
Francisco Alemán se refiere a Juan Torrent Frabregas, y a su libro Julio Verne o la pasión científico-geográfica
del siglo XIX, Ediciones Mediterráneas, Barcelona, 1943.
(2) La casa de vapor se publicó por primera
vez de forma seriada en Magasin
d’Éducation et de Récréation entre 1879 y 1880. La primera autocaravana a
vapor que se conoce data de 1890.
(3) El
submarino atómico Nautilus fue puesto
en servicio por los Estados Unidos en 1955. Si bien, en contra de la creencia
popular, Julio Verne no prefiguró el submarino en Veinte mil leguas de viaje submarino, ya que existieron
antecedentes experimentales desde el siglo XVII y, durante la Guerra de
Independencia estadounidense, ya hubo un sumergible que participó en una acción
de guerra, el Turtle (Tortuga). A
finales del siglo XVII y principios del siglo XIX, Robert Fulton quiso vender
un submarino al gobierno francés, en la época del Consulado. Aquel submarino se
llamaba Nautilus, quizás Verne
escogió el nombre para su submarino literario de este hecho histórico. Lo que
sí predijo Verne fue la navegación subpolar, ya que el citado submarino atómico
navegó por debajo del casquete polar en 1958, casi un siglo después de que lo
hiciera su “hermano” de ficción.
(4) Brigitte
Helm (1908-1996) fue una actriz alemana que hizo el doble papel de María y
Robot en Metrópolis (1927), de Fritz
Lang. Ya en el cine sonoro destacó en la película que cita Francisco Alemán, Die Herrin von Atlantis (La Atlántida, 1932), del director
austriaco George Wilhelm Pabst.
(5) Pierre
Benoit (1886-1962), novelista francés, publicó L’Atlantide en 1919.
(6) Con ese
título, Bernard Frank dio una conferencia en 1955. Frank fue biógrafo de Verne con el libro
titulado: Jules Verne et ses Voyages,
editado por Flammarion, París, 1941. A él se le atribuye el relato del primer
encuentro entre Verne y Alejandro Dumas padre, aunque dijo haberlo copiado de
un periódico belga, nunca citó la fuente exacta. Por lo que el encuentro, o
mejor dicho encontronazo, porque Verne chocó literalmente con el voluminoso
Dumas cuando los dos bajaban la escalera en la casa de Madame Barrére, bien
pudo ser un invento del biógrafo.
(7) Con el
seudónimo de J. H. Rosny, firmaban los hermanos belgas Joseph y Séraphin Boex.
Escribieron, juntos y por separado, varias novelas de aventuras y
ciencia-ficción. Quizás su novela más conocida, que fue llevaba al cine, fue En busca del fuego (Le guerre du feu, 1911).
(8) Medan,
ciudad de Indonesia, en la provincia de Sumatra Norte. Situada a orillas del
estrecho de Malaca. Por dicho estrecho viajan los protagonistas de La vuelta al mundo en 80 días.
Adenda:
En este escrito hemos mantenido los nombres
propios que el autor, como era costumbre en la época con algunos nombres
extranjeros, traduce al español. También hay algunos datos y aseveraciones que
hoy están superadas por las últimas investigaciones sobre Verne y su obra.
Magnífico trabajo de recuperación de un texto que no conocía. Gracias, Javier.
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