Por: Javier Coria. Ilustración: Josep M. Maya
Para el público de habla hispana son
desconocidas las más de una treintena de entrevistas que Jules Verne concedió,
a periodistas y admiradores, en su casa de Amiens. Celoso de su intimidad y
reacio a alterar su ritmo de trabajo y vida, no era fácil convencer al escritor
bretón para que se dejara hacer una interviú,
como se decía entonces.
En el
sitio web del insigne verniano Ariel Pérez podemos encontrar seis, traducidas
por él, y que amablemente nos ha permitido acceder a la que le mostramos, quizá
menos conocida que las concedidas a Robert H. Sherard, que le hizo dos
entrevistas, la primera en 1889, en la que se hizo acompañar por la también
periodista Nellie Bly (Elizabeth Jane Cochran,1864 -1922), intrépida reportera
que emulando a Phileas Fogg se lanzó a dar la vuelta al mundo, pero lográndolo
en 72 días. O la visita que le hizo Edmondo De Amicis, que luego relató en sus
memorias el célebre escritor italiano. Pero aquí les presentamos la última
entrevista de Verne, cuando al escritor le quedaban poco más de nueve meses de
vida. La entrevista se la hizo el periodista británico Gordon Jones.
Jules Verne en
casa
Por: Gordon Jones
Había
escrito desde París solicitándole al veterano novelista el honor de una
entrevista y me fue gratificante el hecho de que a mi regreso a Amiens me
esperaba una tarjeta con esta simple inscripción "Mañana jueves, a las
diez de la mañana". De acuerdo con la hora fijada, me presenté en su
residencia situada en el No. 44 Boulevard Longueville, una casa grande, pero
modesta, típicamente francesa con pesadas ventanas. Al darle mi nombre a la
sirvienta, fui guiado inmediatamente hacia la sala donde lo esperé.
Unos
minutos después el señor Verne entró y después de unas corteses palabras de
bienvenida se sentó en un gran sillón y amablemente comenzó la conversación.
Físicamente,
el autor de Cinco semanas en globo es
un hombre bien forjado, de una estatura un poco por debajo de la media, su
mirada zarca y simpática y una corta barba plateada. Siempre viste con un
modesto traje negro y cuando está en casa usa una gorra puntiaguda de tela
fina, la cual le es necesaria debido a los frecuentes ataques de un viejo enemigo:
el reumatismo.
No
hay sobre su persona el rastro más ligero de ostentación. Es singularmente
reservado en sus palabras y modales y su vida entera -cualquier habitante de la
ciudad pudiera contarle- es, calmada y sin pretensiones, la de un hombre retirado
del mundo, la de un simple hombre de campo, que raramente hace visitas, en muy
pocas ocasiones recibe y sólo se consagra a su familia y sus libros.
Mi primera pregunta fue naturalmente
con respecto a su vista, sobre la cual han aparecido, recientemente, noticias
contradictorias en los periódicos ingleses.
Sí
-dijo, en respuesta a mi pregunta-, es cierto que mi vista se ha dañado
considerablemente en los últimos tiempos, pero no tanto como algunas de las
noticias sugieren. Todavía puedo ver bien con mi ojo izquierdo, pero en el
derecho una catarata se está formando y los doctores recomiendan una operación,
a la cual no estoy decidido a someterme tomando en cuenta que a mi edad sería
arriesgado.
Por supuesto, bajo tales
circunstancias, ¿su trabajo literario se afecta bastante?
Naturalmente,
no puedo trabajar como solía hacerlo. Durante muchos años, he producido dos
volúmenes anuales y en estos momentos tengo otro libro en preparación. Sin
embargo, siento que ha llegado para mí el tiempo en que me tome un descanso.
Esta última producción será mi número cien y supongo -continuó él, sonriendo-,
que ya, a estas alturas, puedo decir que me he ganado mi derecho a descansar.
¿Cuándo empezó su carrera como autor?
Esa
es una pregunta que podría tener dos respuestas. Ya a los doce o catorce años,
siempre estaba con una pluma en mi mano y durante mis días de escolar me
encontraba continuamente escribiendo, trabajando sobre todo la poesía. Durante
toda mi vida he sentido gran pasión por las obras poéticas y dramáticas. Prueba
de esto es que, en mi juventud, publiqué un número considerable de obras de
teatro, algunas de las cuales tuvieron un cierto éxito. Mi segunda y principal
carrera comenzó cuando tenía más de treinta años y fue provocada por un súbito
impulso. Se me ocurrió, un buen día, que quizás podría utilizar mis
conocimientos científicos para mezclar la ciencia y la novela juntas bajo una
forma narrativa que atrajera al público. La idea tomó tanta forma dentro de mí
que decidí inmediatamente ejecutarla. El resultado fue Cinco semanas en globo. El libro tuvo un éxito asombroso, y
rápidamente sus ediciones se agotaron. Mi editor me consultó sobre la
posibilidad de producir más volúmenes con el mismo estilo. Aunque no me agradó
totalmente la idea, accedí a sus demandas, y el resultado fue que desde
entonces, en lo que concierne a mis publicaciones, he abandonado completamente
mi vieja pasión por otra a la cual he consagrado toda mi energía y atención.
(¡Es
un hecho afortunado para la juventud de hoy que la inspiración de un momento
pueda haber forjado este cambio decisivo en los escritos del señor Verne! ¿Qué
muchacho o muchacha de esta generación habría preferido, por un momento, el
verso más glorioso a los extraordinarios viajes de hombres tales como el
capitán Nemo o Robur y su inigualable Albatros? El
lado poético del carácter del señor Verne es, sin embargo, frecuentemente
visible en muchas de sus descripciones. Por ejemplo, tal como ocurre en su
encantadora novela, Las indias negras,
donde encontramos ese cuadro descriptivo tan encantador de la pequeña Nell
quien, después de ser sacada de la prisión subterránea donde había estado toda
su vida, ve, por primera vez, desde la montaña cercana a la mina, los
esplendores del alba escocesa).
Con su modestia usual, Verne
desaprobó completamente la idea de ser considerado un inventor…
Sólo
he hecho sugerencias, sugerencias que, después de una debida consideración,
debían, según mi juicio, descansar sobre una base práctica, y que trabajaba
sobre una forma más o menos imaginaría que respondiera a la perspectiva que me
había trazado.
Pero muchas de sus sugerencias que
hace veinte años fueron rechazadas y declaradas como imposibles son ahora
hechos reales.
Sí,
es cierto. Pero estos resultados no son más que el desarrollo natural de la
tendencia científica del pensamiento moderno y, como tal, muchas de estas cosas
han sido previstas indudablemente por muchos otros además de mí. Su llegada era
inevitable, aún si se hubiera o no anticipado, y lo más que puedo decir es que
quizás he mirado un poco más lejos en el futuro que la mayoría de los que me
han criticado.
Al llegar a este punto de la
conversación apareció ante nosotros la señora Verne, una encantadora dama de
cabellera plateada, quien disfruta, con el mayor placer los triunfos de su
marido. Le pregunté si debido a su ayuda su esposo había podido elaborar alguna
novela.
Oh,
no, no tomo parte alguna en las creaciones de mi marido; todo lo que hago es
leerlas cuando están terminadas y cuando finalmente estén impresas es que llego
a conocer algo de ellas. Supongo que habrá notado que los personajes
principales de mi esposo son ingleses. Él siente una gran admiración por sus
compatriotas y ha declarado que ellos se prestan maravillosamente bien para sus
novelas.
Sí
-intervino Verne-. Los ingleses, por su carácter independiente y su flema
producen personajes admirables; especialmente cuando la naturaleza de los
hechos les exige que se enfrenten, en cada instante, con dificultades
completamente imprevistas como es el caso de Phileas Fogg.
Me aventuré a recordarle al señor
Verne que este cumplido hacia nuestra nacionalidad no era ignorado en este lado
del canal y que difícilmente existía un joven británico que no hubiera, al
menos, pasado algunas horas de deleite en compañía de una u otra de sus
maravillosas aventuras.
Estoy
orgulloso de saber que es así -contestó Verne-. Nada me da más placer que
conocer que mis libros han sido medios para proporcionar interés e instrucción
- ya que siempre he tratado de que, en cierto modo, sean educativos- a los
jóvenes, que, de otra manera, nunca podría contactar. Durante mi infortunio
actual he recibido innumerables telegramas y mensajes de simpatía provenientes
de mis lectores ingleses, y hace poco tiempo tuve el placer de recibir un
hermoso bastón de uno de mis jóvenes amigos en esa nación.
¿Seguramente ha visitado Inglaterra?
Sí,
hace muchos años, cuando era relativamente un hombre joven. Hice el viaje por
mar a Southampton en mi yate y después de visitar Londres y la mayor parte de
sus monumentos, fui a Brighton, un lugar encantador, con sus malecones y
magníficos paseos. Sin embargo, la ciudad que mejor conozco de Inglaterra es
Liverpool y allí estuve durante algún tiempo con algunos amigos y tuve la
oportunidad de explorarla, sobre todo sus muelles y el Mersey, apariencia esta
última que he tratado de reproducir en Una
ciudad flotante.
¿Ha hecho alguna visita a Escocia o
Irlanda?
Sí,
hice un viaje muy agradable a Escocia y entre otras excursiones visité Fingal's
Cave y la isla de Staffa. Esta inmensa caverna, con sus sombras misteriosas,
sus cámaras oscuras con sus cubiertas de hierba y sus maravillosos pilares
basálticos me produjeron tal impresión, al extremo de que ese fue el origen de
mi libro El..., El... Verne hizo una pausa. Realmente olvidé el nombre -dijo-.
¿Lo recuerdas? -preguntó dirigiéndose a su esposa…
¿No
es El rayo verde? -sugirió la señora
Verne.
Oh
sí, ese es, por supuesto, El rayo verde.
Uno debe ser perdonado -agregó riéndose- si entre tantos títulos, se le olvida
alguno de ellos en un momento determinado.
(Muchos
de los libros de Verne deben su origen a la inspiración del momento. Además de Cinco semanas en globo y El rayo verde, la novela Una ciudad flotante, fue completamente
ideada cuando el autor viajaba hacia América en el trasatlántico Great Eastern.
La idea de La vuelta al mundo en ochenta
días, quizás la más célebre de todas sus novelas, se debe a un anuncio
turístico visto por casualidad en las páginas de un periódico).
Ilustración Josep M. Maya
¿Cuál de sus libros es su favorito?
Esa
pregunta me la han hecho varias veces. En mi opinión, un autor, al igual que un
padre, nunca debe tener favorito. Todos sus trabajos deben tener el mismo
valor, puesto que son el producto de lo mejor de uno mismo, y aunque
naturalmente cada uno de ellos fueron producidos bajo diferentes condiciones de
humor y temperamento, cada uno representa el punto extremo de su pensamiento y
energía en el momento de su creación.
Aún
-continuó- cuando no tengo preferencia alguna, esto no quiere decir que mis
lectores no deban tener una. Indudablemente usted, por ejemplo, puede decirme
cuál es el que más le agrada de todos.
(Contesté
que Veinte mil leguas de viaje submarino es la que más me fascina,
aunque Miguel Strogoff, que ha sido
dramatizada y se está escenificando ahora en el Teatro Châtelet en París,
también era mi gran favorito.
Verne
se mostró interesado al oír que había estado en el teatro la noche anterior y,
levantándose de su silla, me cuestionó con animación).
Ahora pregunta Verne: ¿Fue bien
representada?, ¿fue bien recibida?
Le
aseguro que sí. De hecho, la inmensa escena del Teatro Châtelet permite la
representación de la obra a gran escala y en una oportunidad había más de
trescientos actores en escena, muchos de ellos montados sobre caballos.
Desde
hace unos años a la fecha, raramente visito París -dijo Verne-, aunque tengo un
palco que ocupo frecuentemente. Estoy contento con Amiens; su atmósfera tranquila
me conviene admirablemente. He perdido toda la inclinación de viajar fuera de
la ciudad para ver nuevas cosas. Hemos estado en esta casa desde hace más de
veinte años y es aquí donde he redactado la mayoría de mis libros. Algunos años
atrás nos habíamos mudado a otra residencia situada en la esquina de Rue
Charles Dubois, pero era demasiado grande para nuestras necesidades, de manera
que volvimos aquí.
Supongo que cuando está escribiendo
sus ideas no fluyen a menos que esté completamente solo.
Al contrario
-intervino la señora Verne-, esa no es una dificultad para mi esposo. No se
toman precauciones especiales en ese sentido. Trabaja calladamente arriba en el
segundo piso y el ruidos parece no perturbarlo en lo más mínimo y mis hijas y
yo podemos hacer lo que queramos sin tener miedo a protestas de su parte.
¿Y cuál es su método de trabajo,
señor?
¿Mi
método de trabajo? Bien, hasta hace algunos meses atrás, invariablemente me
despertaba a las cinco y escribía durante tres horas antes de desayunar. El
gran volumen de mi trabajo siempre se hizo a estas horas y, aunque en algunas
ocasiones cuando ya el día estaba avanzado volvía a sentarme durante algunas
horas, casi todas mis historias han sido escritas cuando la mayoría de las
personas duermen. Siempre he sido un lector empedernido, sobre todo de
periódicos y revistas y es mi costumbre recortar y conservar para referencia
futura cualquier párrafo o artículo que me interese. Es de esta manera que
acumulo mis ideas y al mismo tiempo me mantengo completamente actualizado con
respecto a las materias del dominio científico. La tarea es laboriosa, es
cierto, pero el resultado reembolsa el esfuerzo y si el artículo es
cuidadosamente clasificado nunca será un problema encontrar alguno de estos
textos, aún después de que hayan transcurrido varios años.
(Sorprenderá
a muchos lectores el hecho de que éste es el método adoptado por Charles Reade,
el cual ha defendido vigorosamente, siendo el único medio satisfactorio para
que un escritor pueda enfrentarse a ese calidoscopio de eventos siempre
nuevos).
¿Lee usted, entre otros, los trabajos
de muchos escritores ingleses?
He
leído una gran cantidad de ellos, de hecho trabajos de sus escritores más
conocidos, incluyendo a sus poetas, pero solo por medio de traducciones. Tengo
la impresión que he perdido la buena oportunidad que hubiera significado haber
aprendido el idioma inglés, pero he dejado pasar el tiempo y ahora es demasiado
tarde para empezar.
¿Cuál es su autor favorito?
¿Vivo
o muerto?
Bien, digamos muerto.
Solo
hay una respuesta a esa pregunta -dijo Verne con entusiasmo-. Para mí las obras
de Charles Dickens son únicas en su género, eclipsando a todos los otros por su
increíble fuerza y justeza de expresión. ¡Qué humor y qué exquisito sentimiento
pueden ser encontrados en sus páginas! ¡De qué forma parecen vivir los
personajes de sus novelas y cómo uno sabe entender sus propósitos! He leído y
releído sus obras maestras, al igual que mi esposa. David Copperfield, Martin
Chuzzlewit, Nicholas Nickleby, La vieja tienda de curiosidades. Todas
las hemos leído, ¿no es así?
¡Ah,
sí! -contestó la señora Verne-. Tienen una fuerza verdadera.
(Es
un hecho agradable el oír a un autor hablando en términos de tal admiración
incondicional con respecto a otro, especialmente cuando, como en el caso que
nos ocupa, están separados, no solamente por diferentes tipos de estilo, sino
también por la barrera de la nacionalidad).
Y entre los escritores vivos, ¿a
quién prefiere?
Esa
es una pregunta más difícil -dijo Verne reflexivamente-, y debo reflexionar
antes de contestarle... Creo que puedo decidir -dijo, después de un minuto. Hay
un autor cuyo trabajo me ha atraído muy fuertemente teniendo en cuenta su
posición imaginativa y he seguido sus libros con considerable interés. Me
refiero al señor Herbert George Wells. Algunos de mis amigos me han dicho que
su trabajo se parece mucho al mío, pero creo que se equivocan. Lo considero un
escritor puramente imaginativo, digno de los más grandes elogios, pero nuestros
métodos son completamente diferentes. En mis novelas siempre he tratado de
apoyar mis pretendidas invenciones sobre una base de hechos reales y utilizar,
para su puesta en escena, métodos y materiales que no sobrepasen los límites
del saber hacer y de los conocimientos técnicos contemporáneos.
Tome,
por ejemplo, el caso del Nautilus. Bien considerado, tiene un mecanismo de
submarino que no tiene nada de extraordinario y que no pasa más allá de los
límites del conocimiento científico actual. Flota o se sumerge según procedimientos
enteramente factibles y muy conocidos, los sistemas de mando y de propulsión
son perfectamente racionales y comprensibles. Su fuerza motriz ni siquiera es
un secreto. El único aspecto novedoso sobre el cual he acudido a la ayuda de la
imaginación radica en la aplicación práctica de esta fuerza motriz, y aquí he
dejado intencionalmente un espacio en blanco para que el lector arribe a sus
propias conclusiones, un mero hiato técnico, por así decir, que una mente
práctica y de alto nivel es muy capaz de llenar.
Por
otra parte, las creaciones del señor Wells, pertenecen a una edad y grado de
conocimiento científico bastante lejano del presente, para no decir que
completamente más allá de los límites de lo posible. No sólo elabora sus
sistemas a partir del reino de lo imaginario, sino también los elementos que le
sirven para construirlas. Por ejemplo, en su novela Los primeros hombres en la luna se recordará que introduce una
sustancia antigravitatoria completamente nueva –Nota Javier Coria: la Cavorita, que en la novela Nova de
Samuel R. Delany se llamó Ilirión, y en la serie de Buck Rogers, Inertrón. El español
Pérez Zúñiga también utiliza una sustancia que sustrae de la gravedad, y
Pascual Enguídanos en La Saga de los Aznar la llama Dedona-
de la cual no conocemos ni la pista más ligera acerca de su modo de preparación
o su composición química real. Tampoco hace referencia al conocimiento
científico actual que nos permita, por un instante, imaginar un método por el
cual se pudiera lograr semejante resultado. En La guerra de los mundos, una obra por la cual siento gran
admiración, nuevamente nos deja completamente a oscuras en lo que respecta a la
naturaleza real de los marcianos, o la forma en que fabrican el maravilloso
rayo térmico con el cual provocan gran estrago entre sus atacantes.
Que
se tenga en cuenta -continuó Verne-, que al decir esto no estoy cuestionando en
modo alguno los métodos del señor Wells; al contrario, siento un gran respeto
por su genio imaginativo. Solo estoy exponiendo los contrastes que existen
entre nuestros dos estilos y estoy señalando las diferencias fundamentales que
existen entre ellos y deseo que se entienda claramente que no expreso ninguna
opinión sobre la superioridad de uno sobre el otro. Pero ahora -agregó
levantándose de su silla-, me temo que estoy empezando a aburrirlo. Los minutos
pasan tan rápidamente en una conversación, y ya ve, hemos estado hablando desde
hace más de una hora.
(Le
aseguré al señor Verne que pasarían muchas horas antes de que alguien pudiera
aburrirse estando en su presencia, pero no queriendo abusar más de su tiempo, y
en contra de mi voluntad, puse fin a esta visita. Con una cortesía encantadora
y un poco anticuada, Verne y su esposa insistieron en acompañarme hasta la
entrada, y una vez afuera, al vislumbrar la puesta del sol, mi último recuerdo
del famoso autor fue el de una amable silueta de cabellera blanca de pie en la
puerta del vestíbulo, cuyo alegre “Hasta luego" me llegó desde el otro
lado de la pavimentada calle, sonando aun agradablemente en mis oídos al tiempo
que muchos kilómetros separaban ya la villa de Amiens del expreso de Dieppe).
(Publicada en Temple Bar, número 129, junio de 1904. Páginas 664-67. Con el
título: “Jules Verne at home”. Traducción española: Ariel Pérez. Edición y
correcciones: Javier Coria. Ilustración de Josep M. Maya).
NOTA: Para más información le recomendamos
el libro Entretiens avec Jules Verne 1873-1905 de Daniel Compère y Jean-Michel Margot, publicado por la
editorial Slatkine en Génova, en 1998.
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