Por: Emilia Pardo Bazán
En aquella calle popular, transitada, llena de
tiendas y próxima al mercado, la greguería de la Nochebuena era formidable
hasta el amanecer. La familia Sampedro, que iba a sentarse a cenar, cerró las
maderas, por no oír el rasgueo de las guitarras, los canticios de los beodos,
el estridor de las trompas, el repique de las panderetas. Cuando la gente está
contristada, el alborozo ajeno parece que aumenta el pesar.
La familia Sampedro no vestía luto; era algo
peor: el peso de un misterio, de una trágica incertidumbre. El hijo menor,
Solano, llevaba más de año y medio sin aparecer, aunque se le buscaba
incesantemente. Ciertos amoríos con una «pícara» chalequera de profesión -¡o
vaya usted a saber!-, determinaron severidades del padre, honrado industrial,
dueño de un importante establecimiento de ferretería; vino la tirantez, el
rompimiento y, por último, la desaparición del muchacho.
Abrumada por mortal pesadumbre, suponía la madre
que su hijo, al dar el «cabezazo», se había ido a la guerra, tragadora de
gente; a las trincheras, en que el hombre se esfuma. Todos los incidentes y
pormenores de tal hipótesis los repasaba constantemente en su imaginación doña
Mercedes Sampedro. Veía a su hijo tendido, desangrándose; le veía en el
hospital, agonizando, amputado, asistido por una mujer de blancas ropas y roja
cruz; le veía en la fosa, descompuesto, olvidado bajo la tierra helada. La
menos terrible de sus visiones era el hijo hambriento, calado, enfangado,
ardiendo en calentura, temblando de fiebre, sordo del estrépito del cañón,
loco, aullando...
El resto de la familia -dos hijas, otro hijo muy
laborioso y formal-, según iba pasando tiempo, por natural reacción, iba
tranquilizándose, y hasta hubiese deseado distraerse un poco, que la vida
normal siguiese su curso. Todos lo hubiesen deseado secretamente, sin
confesárselo a sí propios; pero, custodiando el fuego sagrado del recuerdo y
del dolor, manteniendo viva la memoria del desaparecido, estaba la madre, para
quien era siempre «ayer». Y ante su cara pálida y marchita, ante sus ojos de
rojizo borde hinchado, ante su paso espectral al través de las habitaciones,
como una sombra de desdicha, nadie se atrevía a sonreír, ni casi a levantar la
voz. Los conatos de alegría, natural en la juventud, se estrellaban contra
aquella amargura silenciosa y obstinada, aquel temblor de labios que delataba
la interior congoja.
Y no siempre era silenciosa la amargura, no...
Había días en que, como se desborda un río, salía el dolor de aquella alma. Sin
resignación, acusaba en veladas frases al padre por quien el chico había dado
el «cabezazo», a la mujer causa de los disgustos, y sobre todo, insistía en lo
imposible.
-Si yo no pido nada -articulaba roncamente-. Si
yo ¡ya no quiero que mi hijo esté vivo y sano! Si yo sólo quiero una cosa bien
sencilla, bien natural, bien justa... A ver si hay alguien que diga que no
tengo razón... Sólo quiero saber lo que le ha sucedido. Saber, saber... Si está
en un cementerio, que me lo digan. Si está herido, igual. No, no pido
disparates. ¡Saber!
-Puede que esté mejor que nosotros, mamá,
alegaba Celita, la hija mayor.
Y una mirada desgarradora, casi de odio,
contestación de la madre, probaba a la muchacha que, como siempre, el más
desgraciado era el único amado, amado hasta suprimir, en el sentimiento
maternal, a los restantes...
Por eso temían, en casa de Sampedro, a la cena
familiar de la santa Noche. Sería la menos regocijada, entre tantas que no lo
eran, ni un instante. Poco importaba que la sopa de almendras estuviese
exquisita, el besugo fresquísimo, con las rajas de limón taraceando su blanca
carne; de nada servía que la luz de la lámpara se reflejase tan alegre en el
cuerpo fino de las granadas y en el oro intenso de las naranjas agrupadas en el
centro de la mesa; era inútil la invitación de los turrones compactos, en sus
cajas de maderas claras y secas, y el rebrillar del manzanilla de las copas.
Presidiendo la mesa, grave y concentrada, estaba la madre, fiscalizando al
padre y a los hijos, contando, tal vez, los bocados que cada cual se llevaba a
la boca, reprobando el goce que al hacerlo experimentasen. De vez en cuando,
los ojos de la señora iban hacia el puesto vacío, la silla que no había
consentido quitar. Y este solo giro de una mirada, era suficiente para cortar
el apetito, para nublar la hora que debiera ser feliz, de expansión íntima, en
el recogimiento del hogar, consolador de todos los males. Así lo entendían el
mismo padre, los mismos hermanos del desaparecido. Tenían derecho al consuelo,
que si el vivir pasa como el humo, también la pena debe pasar, o, al menos,
calmarse. Lo pensaban, y jamás lo dirían. Un respeto, un amor les sujetaba al
potro de la tristeza. El padre, acusado por su rigor de tener «la culpa de
todo», hasta se hubiese arrodillado pidiendo perdón. La tragedia, sospechada,
adivinada, romántica, le subyugaba ante el enojo vengador de la madre...
Y apenas se atrevía a masticar su trozo de pez
sabroso, jugoso de aceite dorado; doña Mercedes, de reojo, le condenaba, por
aquel placer egoísta -el hijo acaso, a tal hora, no tendría ni un mendrugo de
pan que roer-, cuando la criada, entrando aprisa, le habló al oído. Sampedro
saltó en la silla, se levantó, salió precipitado. Suspendiose la cena. Una
interrogación curiosa se expresó en los semblantes.
-¿Quién es, Manuela?, preguntó al fin Celita, la
más avispada.
-Es... yo no le puedo decir... Es una chica...
guapa ella... Quería ver al señor, en seguida.
-¡Es raro!, observó Celita. A tales horas...
Una luz singular pasó por las pupilas de la
madre. Siempre esperaba el milagro... Se irguió, echó a correr. Y vio a la
«pícara», con su cara graciosa de chula afinada, su mantillita echada atrás, su
atavío entre populachero y aseñoritado; y oyó que repetía:
-Que sí, que es verdad. Que vengo a que
disfruten una Nochebuena tranquila. Él no me lo ha encargao, no señor, al
contrario, me mandó que me callase; pero a mí me da lástima de la señora, su
mamá, de lo que estará cavilando. No le ha pasao ná malo, gracias a Dios. Allá
en Montevideo se encuentra, y con una colocación buenísima, según dice...
-¿Pero eso es seguro?, gritó el padre.
-¡Vaya! ¡Sí, que iba a engañarme él a mí! Les
pueo enseñar las cartas.
La madre oía, fascinada, inmóvil. Una ola de
sangre subía del corazón al rostro siempre descolorido, y lo enrojecía de
púrpura. Pugnaba por hablar, por gritar, y un espasmo le cerraba la garganta.
Agitó las manos en el aire y se dejo caer en un sillón, medio desvanecida. Las
hijas, que ya estaban allí, corrieron al comedor otra vez, trajeron una
servilleta húmeda, agua, vinagre; frotaron sienes y pulsos... Y la señora
rompió en sollozos, en gritos delirantes.
-¡Mi hijo! ¡Hijo de mi alma!
La «pícara» no sabía qué hacer. Sin duda había
sido imprudente. Debió dar la noticia así, más poquito a poco...
-Bueno, señores, dispensar, que no ha habío mala
intención... murmuró confusa, disponiéndose a retirarse.
Don Elías la detuvo, casi con enojo. ¿Por qué no
había dado antes la noticia?
-¡Anda! -murmuró ella, sonriente-. Si ya lo
saben... Porque me prohibió que dijese a alma viviente palabra de lo que
sucedía. Y le parecerá mal cuando lo sepa; pero ahora ya no me importa. Yo le
desenfadaré, si se enfada. Voy a juntarme con él; dentro de unos días embarco
en Cádiz. Allá nos casaremos. Perdonen si estuve imprudente. ¡Y que les vaya
bien, y tengan felices Pascuas!
Media hora después, la familia volvía a sentarse
a la mesa, para acabar la cena interrumpida. Estaban contentos; las cosas se
habían arreglado. ¡Ya les parecían a ellos fantasías lo de las trincheras, y lo
de las balas, y todo lo que discurría la pobre mamá! ¡Esto era mucho más
natural y sencillo, y ahora, a sacudir la pesadilla, a vivir! Y saboreaban la
compota, con su gusto de canela, su color simpático rosa intenso. En los vasos,
el jerez lucía un instante, y su sangre, trasegada a las venas de la familia,
era animación y gozo.
La madre, aturdida aún, empezaba a reponerse, a
darse cuenta... Su hijo vivía, su hijo era hasta feliz... Y, sin embargo, en el
fondo del atormentado corazón, el hábito de la pena dominaba. El desaparecido
le parecía más desaparecido que antes. Le parecía hasta muerto... Por él, nunca
sus padres hubiesen tenido noticias de su existencia. Fue necesario que
«aquélla», la «pícara» se compadeciese, hablase, curase la llaga... Y el acíbar
de los celos se mezcló con el viejo poso de la desesperanza, removido. Al
ofrecerle Celita, con cariño, una copa de vino generoso, contestó la madre:
-No... Bebed vosotros... ya que podéis...
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