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jueves, 28 de julio de 2016

La secta de las “sorguiñas” (Pío Baroja)


III

Desde hacía algún tiempo, todos los rincones de la tierra labortana y navarra estaban llenos de sorguiñas. En las dos vertientes del Pirineo vasco, desde Fuenterrabía hasta el Roncal y desde Bearn hasta Hendaya, las hechiceras imperaban, mandaban, curaban y hacían sortilegios.

¿Qué eran estas sorguiñas? ¿De dónde procedía su ciencia y su poder?

Para algunos, era la suya la clásica brujería de los romanos, llegada al país vasco por intermedio del Bearn; para otros, tenía esta secta reminiscencias de antiguas prácticas religiosas de los euscaldunas.

Como en todas las zonas selváticas de Europa no dominadas por la ideología del semitismo, en el país vasco existía un culto en donde la mujer era sacerdotisa: la sorguiñas. En las religiones africanas nacidas en el desierto, el hombre es el único oficiante, el profeta, el salvador, el mesías, el mahdi. La mujer está relegada al harén, la mujer es un vaso de impurezas, la mujer es un peligro, en cambio, en las religiones de las selvas europeas, la mujer triunfa, es médica, agorera, iluminada; se sienta sobre el sagrado trípode, habla en nombre de la divinidad y se exalta hasta la profecía.

En los cultos semíticos, la mujer aparece siempre proscrita de los altares, siempre pasiva e inferior al hombre; en cambio, en las religiones primitivas de los europeos, aun en aquellas más pobres y menos pomposas, aparece la mujer grande y triunfante. En la vida resplandeciente de los griegos es sacerdotisa y sibila; en la vida oscura y humilde de los vascos es sorguiñas.

La hostilidad del semita por la mujer se advierte en los primeros cristianos; para los evangelistas, María tiene una importancia secundaria; en el suplicio de Cristo no se indica su presencia en las relaciones de San Mateo, de San Lucas ni de San Marcos; ninguno de ellos habla de sus dolores de Madre, ni cita la fecha de su muerte.

Estos primeros cristianos, de raza judía, no tuvieron, no pudieron tener el culto de la Virgen; fue necesario que el cristianismo tomara carácter europeo, se injertara en una raza politeísta, que había adorado a Venus, a Ceres y a minerva, para que glorificase a la madre de Dios.

En los aquelarres vascos se adoraba al macho cabrío negro, al Aquerra. ¿Quién era este Aquerra? ¿Qué filiación tenía? No era, seguramente, este macho cabrío un personaje sin tradición. Ya entre los egipcios y los griegos, Pan y Baco tomaban las formas del gran chivo; los indios lo adoraban en la cueva de Mendes; los antiguos persas sabían las relaciones estrechas que hay entre los demonios y las cabras.

Maimónides afirma que el culto del macho cabrío formaba parte del sabeísmo, de la religión de los astros y de la Naturaleza. Thor, dios escandinavo, marchaba en su carro tirado por chivos. En época racionalista se hubiera visto en este macho cabrío negro un mito cosmogónico; en época de fanatismo y de estupidez, se veía en él, como en todo, a Satán. El macho cabrío era animal fantástico y caprichoso; el jesuita Martín del Río acepta como un hecho probado que Lutero era hijo de una bruja y de un chivo. Hubiera sido curioso, si Lutero hubiera podido conocer el libro de Martín del Río, preguntarle al grande y colérico reformador alemán de quién creía que era hijo el jesuita.

Al principio del siglo XVII, la secta de las sorguiñas tomaba un incremento extraordinario en el Labourd, el Bearn y Navarra; poco después, el Gobierno español y el francés tenían que tomar cartas en el asunto, y los inquisidores de Logroño juzgaban a los brujos de Zugarramurdi, y el juez de Burdeos, Pierre de Lancre, enjuiciaba a los de San Juan de Luz.

Los inquisidores españoles cargaron el proceso con detalles cómicos y ridículos, y fueron benignos en sus sentencias; el juez de Burdeos, elegante y melodramático, se mostró más duro. Los inquisidores de Logroño aparecieron tales como eran: unos buenos frailes burdos, crédulos, torpes, sin malicia y sin inteligencia. Monsieur de Lancre se manifestó como un hombre de mundo y como un magistrado cruel.

En esta época, la secta de las sorguiñas había prosperado mucho: las damas más bellas lo eran; muchas señoras de San Juan de Luz, de Urruña, de Saint-Pée y de Sara no se recataban en confesarlo. Sus reuniones, sus batzarres, eran grandes mascaradas y bailes a manera de pastorales suletinas, adonde iban las personas más importantes del país, con la cara cubierta por un antifaz. Ni aun los mismos que asistían a ellas tenían idea clara de lo que ocurría; unos las pintaban como fiestas alegres; otros como espectáculos horribles, en donde se evocaba a los muertos y se practicaban extraños ritos de necromancia.


Señalando el progreso de los aquelarres, dice el magistrado Lancre: “No se veían antes en ellos más que idiotas de las Landas; hoy, acuden gentes de calidad”.

“Es asombroso –añade el mismo- el número de demonios y de hechiceros que hay en el país de Labourd”.

¿Qué causa podía haber producido esta inusitada aglomeración de diablos? El señor de Lancre, hombre perspicaz, a su modo, da la siguiente explicación:

Según él, los misioneros de las Indias y del Japón han echado de estos países a los espíritus malignos, y los espíritus malignos se han refugiado en la tierra vasca.

¿Por qué habían elegido el Labourd, y no la Gascuña, La Gironda, el Armañac o la Turena?

Este era uno de los secretos del señor de Lancre.

“El caso es –dice el magistrado, reforzando su argumentación- que muchos ingleses, escoceses y otros viajeros que vienen a cargar vinos a esta ciudad de Burdeos, nos han asegurado haber visto durante su viaje tropas de demonios en formas de hombres espantosos, que pasan a Francia”.

Después de señalar el probable origen de los malos espíritus, el señor de Lancre indaga los motivos del por qué en el Labourd se ha fomentado esta maldita casta, y dice, refiriéndose a los vascos:

“Son gente que anda a gusto de noche, como las lechuzas; son amantes de las veladas y de la danza, y no de la danza reposada y grave, sino de la agitada y turbulenta”.

El señor de Lancre, bordelés, que sabía hermanar la obligación con el placer y que tocaba el laúd en los entreactos de los juicios, y hasta hacía bailar a las sorguiñas en su presencia antes de mandarlas quemar, define así a las mujeres labortanas:

“Son ligeras y movedizas de cuerpo y de espíritu, prontas y animadas en todas sus acciones, teniendo siempre un pie en el aire, y, como se dice, la cabeza cerca del gorro…”.

“En fin, es un país de manzanas: las mujeres no comen más que manzanas, no beben más que jugo de manzanas; lo que da ocasión a que muerdan tan a menudo la manzana prohibida”.

El señor de Lancre era un humorista injerto en un inquisidor; la hoguera, el laúd y la pluma constituían sus medios de convencimiento.

La secta de las sorguiñas vascas tenía algunos caracteres comunes a la brujería general y muchas particularidades especiales. Las sorguiñas no celebraban el sábado, sino otros días de la semana, sobre todo aquellos de grandes solemnidades en la Iglesia.

Hubo tiempo en que se respetaba y se temía a las sorguiñas. En Navarra, como en el Labourd, todo el mundo iba a sus conciliábulos, que en Navarra se celebraban en prados, cuevas y sitios rústicos, y en el Labourd, en caseríos y en castillos.

¿Qué impulsaba a las gentes a asistir a estas reuniones, a estos aquelarres? A unos, la promesa de bacanales y de placeres, de orgías y de bailes desenfrenados; a otros, la inclinación por lo maravilloso. Algunos acudían a la cita a recoger de manos de una hechicera el filtro para hacerse amar, el conjuro o el veneno para vengarse. Los pobres, los desgraciados, locos de hambre, de desesperación y de rabia, iban a los aquelarres a insultar impunemente al rey, a la Iglesia y a los poderosos…

Quizá era éste, el de la protesta social, el aspecto más hondo de la secta de los brujos. Así, la brujería francesa se complicó con la Jacquería a mediados del siglo XVI, y se hizo anárquica y revolucionaria.

La brujería, que era rebelde a la Iglesia y al poder, tenía defensores en las clases acomodadas, que creían en los conocimientos médicos de las sorguiñas.

En Navarra, las razas despreciadas, los agotes del Baztán, los húngaros y los gitanos, se acogían a ella, y las cuevas en donde las viejas hechiceras hacían sus ungüentos y sus elixires, eran refugio de los perseguidos por la justicia y de los despreciados por el pueblo.

Y en el fondo de estos cultos extravagantes y bárbaros latía un anhelo de fraternidad humana quizá mayor que en las iglesias solemnes y pomposas, llenas de oro y pedrería.

Pío Baroja. Fragmentos del relato –o novela corta- “La dama de Urtubi”, publicado en la revista La Novela Corta, núm. 24, 17 de junio de 1916, 54 págs. en 8ª. Reeditado en La Novela Mundial, núm. 80, 22 de septiembre, Madrid, 1927.) 

3 comentarios:

  1. ¿Hay una edición en España que recoja estos relatos?

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  2. Sí, varias. Yo manejo la edición de Libros Clan de 1997, "Cuentos de amor y muerte". Pero seguro que hay otras más actuales.

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  3. ¡Me encanta don Pío!

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