III
Desde hacía algún tiempo, todos los rincones de
la tierra labortana y navarra estaban llenos de sorguiñas. En las dos vertientes del Pirineo vasco, desde
Fuenterrabía hasta el Roncal y desde Bearn hasta Hendaya, las hechiceras
imperaban, mandaban, curaban y hacían sortilegios.
¿Qué eran estas sorguiñas? ¿De dónde procedía su ciencia y su poder?
Para algunos, era la suya la clásica brujería de
los romanos, llegada al país vasco por intermedio del Bearn; para otros, tenía
esta secta reminiscencias de antiguas prácticas religiosas de los euscaldunas.
Como en todas las zonas selváticas de Europa no
dominadas por la ideología del semitismo, en el país vasco existía un culto en
donde la mujer era sacerdotisa: la sorguiñas.
En las religiones africanas nacidas en el desierto, el hombre es el único
oficiante, el profeta, el salvador, el mesías, el mahdi. La mujer está relegada
al harén, la mujer es un vaso de impurezas, la mujer es un peligro, en cambio,
en las religiones de las selvas europeas, la mujer triunfa, es médica, agorera,
iluminada; se sienta sobre el sagrado trípode, habla en nombre de la divinidad
y se exalta hasta la profecía.
En los cultos semíticos, la mujer aparece
siempre proscrita de los altares, siempre pasiva e inferior al hombre; en
cambio, en las religiones primitivas de los europeos, aun en aquellas más
pobres y menos pomposas, aparece la mujer grande y triunfante. En la vida
resplandeciente de los griegos es sacerdotisa y sibila; en la vida oscura y
humilde de los vascos es sorguiñas.
La hostilidad del semita por la mujer se
advierte en los primeros cristianos; para los evangelistas, María tiene una
importancia secundaria; en el suplicio de Cristo no se indica su presencia en
las relaciones de San Mateo, de San Lucas ni de San Marcos; ninguno de ellos
habla de sus dolores de Madre, ni cita la fecha de su muerte.
Estos primeros cristianos, de raza judía, no
tuvieron, no pudieron tener el culto de la Virgen; fue necesario que el cristianismo
tomara carácter europeo, se injertara en una raza politeísta, que había adorado
a Venus, a Ceres y a minerva, para que glorificase a la madre de Dios.
En los aquelarres vascos se adoraba al macho
cabrío negro, al Aquerra. ¿Quién era
este Aquerra? ¿Qué filiación tenía?
No era, seguramente, este macho cabrío un personaje sin tradición. Ya entre los
egipcios y los griegos, Pan y Baco tomaban las formas del gran chivo; los
indios lo adoraban en la cueva de Mendes; los antiguos persas sabían las relaciones
estrechas que hay entre los demonios y las cabras.
Maimónides afirma que el culto del macho cabrío
formaba parte del sabeísmo, de la religión de los astros y de la Naturaleza.
Thor, dios escandinavo, marchaba en su carro tirado por chivos. En época racionalista
se hubiera visto en este macho cabrío negro un mito cosmogónico; en época de
fanatismo y de estupidez, se veía en él, como en todo, a Satán. El macho cabrío
era animal fantástico y caprichoso; el jesuita Martín del Río acepta como un
hecho probado que Lutero era hijo de una bruja y de un chivo. Hubiera sido
curioso, si Lutero hubiera podido conocer el libro de Martín del Río,
preguntarle al grande y colérico reformador alemán de quién creía que era hijo
el jesuita.
Al principio del siglo XVII, la secta de las sorguiñas tomaba un incremento
extraordinario en el Labourd, el Bearn y Navarra; poco después, el Gobierno
español y el francés tenían que tomar cartas en el asunto, y los inquisidores
de Logroño juzgaban a los brujos de Zugarramurdi, y el juez de Burdeos, Pierre
de Lancre, enjuiciaba a los de San Juan de Luz.
Los inquisidores españoles cargaron el proceso
con detalles cómicos y ridículos, y fueron benignos en sus sentencias; el juez
de Burdeos, elegante y melodramático, se mostró más duro. Los inquisidores de
Logroño aparecieron tales como eran: unos buenos frailes burdos, crédulos,
torpes, sin malicia y sin inteligencia. Monsieur de Lancre se manifestó como un
hombre de mundo y como un magistrado cruel.
En esta época, la secta de las sorguiñas había prosperado mucho: las
damas más bellas lo eran; muchas señoras de San Juan de Luz, de Urruña, de
Saint-Pée y de Sara no se recataban en confesarlo. Sus reuniones, sus batzarres, eran grandes mascaradas y
bailes a manera de pastorales suletinas, adonde iban las personas más
importantes del país, con la cara cubierta por un antifaz. Ni aun los mismos
que asistían a ellas tenían idea clara de lo que ocurría; unos las pintaban
como fiestas alegres; otros como espectáculos horribles, en donde se evocaba a
los muertos y se practicaban extraños ritos de necromancia.
Señalando el progreso de los aquelarres, dice el
magistrado Lancre: “No se veían antes en ellos más que idiotas de las Landas;
hoy, acuden gentes de calidad”.
“Es asombroso –añade el mismo- el número de
demonios y de hechiceros que hay en el país de Labourd”.
¿Qué causa podía haber producido esta inusitada
aglomeración de diablos? El señor de Lancre, hombre perspicaz, a su modo, da la
siguiente explicación:
Según él, los misioneros de las Indias y del
Japón han echado de estos países a los espíritus malignos, y los espíritus
malignos se han refugiado en la tierra vasca.
¿Por qué habían elegido el Labourd, y no la
Gascuña, La Gironda, el Armañac o la Turena?
Este era uno de los secretos del señor de
Lancre.
“El caso es –dice el magistrado, reforzando su
argumentación- que muchos ingleses, escoceses y otros viajeros que vienen a
cargar vinos a esta ciudad de Burdeos, nos han asegurado haber visto durante su
viaje tropas de demonios en formas de hombres espantosos, que pasan a Francia”.
Después de señalar el probable origen de los
malos espíritus, el señor de Lancre indaga los motivos del por qué en el
Labourd se ha fomentado esta maldita casta, y dice, refiriéndose a los vascos:
“Son gente que anda a gusto de noche, como las
lechuzas; son amantes de las veladas y de la danza, y no de la danza reposada y
grave, sino de la agitada y turbulenta”.
El señor de Lancre, bordelés, que sabía hermanar
la obligación con el placer y que tocaba el laúd en los entreactos de los
juicios, y hasta hacía bailar a las sorguiñas
en su presencia antes de mandarlas quemar, define así a las mujeres labortanas:
“Son ligeras y movedizas de cuerpo y de
espíritu, prontas y animadas en todas sus acciones, teniendo siempre un pie en
el aire, y, como se dice, la cabeza cerca del gorro…”.
“En fin, es un país de manzanas: las mujeres no
comen más que manzanas, no beben más que jugo de manzanas; lo que da ocasión a
que muerdan tan a menudo la manzana prohibida”.
El señor de Lancre era un humorista injerto en
un inquisidor; la hoguera, el laúd y la pluma constituían sus medios de
convencimiento.
La secta de las sorguiñas vascas tenía algunos caracteres comunes a la brujería
general y muchas particularidades especiales. Las sorguiñas no celebraban el sábado, sino otros días de la semana,
sobre todo aquellos de grandes solemnidades en la Iglesia.
Hubo tiempo en que se respetaba y se temía a las
sorguiñas. En Navarra, como en el
Labourd, todo el mundo iba a sus conciliábulos, que en Navarra se celebraban en
prados, cuevas y sitios rústicos, y en el Labourd, en caseríos y en castillos.
¿Qué impulsaba a las gentes a asistir a estas
reuniones, a estos aquelarres? A unos, la promesa de bacanales y de placeres,
de orgías y de bailes desenfrenados; a otros, la inclinación por lo
maravilloso. Algunos acudían a la cita a recoger de manos de una hechicera el
filtro para hacerse amar, el conjuro o el veneno para vengarse. Los pobres, los
desgraciados, locos de hambre, de desesperación y de rabia, iban a los
aquelarres a insultar impunemente al rey, a la Iglesia y a los poderosos…
Quizá era éste, el de la protesta social, el
aspecto más hondo de la secta de los brujos. Así, la brujería francesa se
complicó con la Jacquería a mediados del siglo XVI, y se hizo anárquica y
revolucionaria.
La brujería, que era rebelde a la Iglesia y al
poder, tenía defensores en las clases acomodadas, que creían en los
conocimientos médicos de las sorguiñas.
En Navarra, las razas despreciadas, los agotes
del Baztán, los húngaros y los gitanos, se acogían a ella, y las cuevas en
donde las viejas hechiceras hacían sus ungüentos y sus elixires, eran refugio
de los perseguidos por la justicia y de los despreciados por el pueblo.
Y en el fondo de estos cultos extravagantes y
bárbaros latía un anhelo de fraternidad humana quizá mayor que en las iglesias
solemnes y pomposas, llenas de oro y pedrería.
Pío
Baroja. Fragmentos del relato –o novela corta- “La dama de Urtubi”, publicado en la
revista La Novela Corta, núm. 24, 17
de junio de 1916, 54 págs. en 8ª. Reeditado en La Novela Mundial, núm. 80, 22 de septiembre, Madrid, 1927.)
¿Hay una edición en España que recoja estos relatos?
ResponderEliminarSí, varias. Yo manejo la edición de Libros Clan de 1997, "Cuentos de amor y muerte". Pero seguro que hay otras más actuales.
ResponderEliminar¡Me encanta don Pío!
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