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martes, 2 de septiembre de 2014

Apología de La Fiera Literaria


Por: Arturo Seeber

Manuel García Viñó, quien fuera prolífico escritor, poeta, novelista, crítico literario y de arte, desarrolló una prosa precisa, elegante, de rico vocabulario y, lo que particularmente asombra en esta época, conocedora del significado de las palabras que usaba. Cómo, entonces, no habría de indignarse al ver lo que los grandes grupos editoriales (en particular Prisa y Planeta) estaban haciendo con la literatura.

Yo recuerdo que cuando empecé a leer (y fue en mí una afición tardía, pues hasta mis catorce años sólo miraba los dibujos de los tebeos) no se presentaba difícil distinguir a los literatos de los escribidores de ocasión. Todo estaba en su sitio: los grandes y buenos escritores por un lado, los autores de literatura a la moda, los autores de obras pasatistas, como se solía decir, lo que se dio en llamar best sellers por el otro, y nadie se cruzaba a la casa de enfrente ni les rompía a pedradas las ventanas. Bien mirado, los amantes de la literatura guardábamos un cierto respeto a los escritores populares, aquellos que satisfacían el gusto de un pueblo que no esperaba de la lectura más que un entretenimiento que no le exigiera un buen criterio selectivo. Así pues, cualquier mal escritor tenía derecho a un público que lo siguiera, y venderle sus libros, y hasta vender mucho. Como más, podría despertar una cierta envidia entre los escritores poco populares, pero ahí te quedas.


España, un país que, antes de la República de 1931 tenía tres millones de analfabetos, que el poco cultivo que le dio al pueblo la nueva gobernanza del General Franco (Unamuno, con sus palabras, dijo más o menos esto: “Se puede militarizar a un civil, pero no se puede civilizar a un militar”), quien sumió a los españoles en una ignorancia aún mayor, cae a su muerte en el más despiadado capitalismo, por obra y gracia de aquel heroico período que la historia conoce como “Transición”.

Así las cosas, a un pueblo inculto y educado en la obediencia, la televisión, las revistas, los “medios” en general podían convencerlo fácilmente de que el blanco es negro. Pero la culpa nunca le tiene el cerdo, sino quién le da de comer (si uso el término “cerdo” entiéndase que no es por tratar a los españoles de animales, sino por exigencia del refrán).

Esa entrada de España en Europa por la puerta de servicio, ese doloroso bienestar que no llegaremos a pagar nunca (he oído decir que la deuda externa española llega a los tres y medio billones de euros), que nos permitió realizarnos como ostentosos y manirrotas, disparó las ventas de cualquier cosas hasta grados casi inverosímiles. Todo se fue convirtiendo en mercancía. Y la cultura también. Ya entonces empezamos a hablar de “industria cultural”. Y con ello todo se va de su lugar, porque la España que dio a Cervantes, a Quevedo, a Lope de Vega, a Calderón, a Pérez Galdós, da ahora como glorias nacionales, como sumun de la cultura, a sofritos salidos del periodismo (bien se ha dicho que un escritor puede llegar a ser periodista, pero raramente un periodista escritor), y algunos ni eso, como en el caso de Javier Marías, cuyo sólo mérito es el de haber superado en pobreza intelectual a su padre, Julián Marías, pobrísimo imitador de Ortega y Gasset.


Es que, esta “industria cultural “, fabricada por Polanco, por Lara, por los grandes grupos editoriales, adolece de los mismos defectos de fabricación de las factorías de hogaño, materiales baratos, confección barata y, en el mejor de los casos, de pronta obsolescencia. Escritores improvisados, sin conocimiento de su propia lengua, vomitan obras pésimas que ya no sólo quedan en el ámbito de su círculo de lectores, no, sus promotores compran críticos literarios, revistas, programas de televisión, y hasta universidades, en donde programan cursillos para el estudio de la obra de estos ínclitos personajes a los que, el poderosos caballero Don Dinero los corona al fin como miembros de la Real Academia Española.

Es así como, en abril de 1995, de la mano de Manolo García Viñó nace La Fiera Literaria, libelo (así lo quiso llamar y eso fue) que saca su nombre de otro italiano que circuló por los años sesenta, La Fiera Litteraria. Sin la piedad que no se merecen, la Fiera va sacando los trapos al sol de este conjunto de escribidores y, para dejar bien demostrada su incompetencia, crea un método de crítica literaria que, bien mirado, es lo más humillante que puede aplicarse a un autor de escritos, la “crítica acompasada”, que ya no es juzgar la obra como una estructura, es juzgarla palabra por palabra para demostrar que estas glorias ignoran la gramática, la sintaxis, la composición, en pro, además, del desarrollo de las ideas más vulgares. La “crítica acompasada” es algo así como la corrección que hace la maestra de las composiciones de sus alumnos.


Como muestra valga un botón: transcribiré un texto de Javier Marías (nuestro pésimo escritor predilecto), salido de mi memoria, pues no tengo en estos momentos el original, y ruego a Dios que mi inconsciente no me haya traicionado mejorándolo. Relata una escena que se desarrolla en un gran centro comercial. El personaje se dirige a la sección caballeros y allí se coloca perfume en el dorso de sus manos. Esto es lo que quiso decir, veamos lo que dijo:

“Se dirigió a la sección viril, y se colocó aroma en el envés de sus sendas manos”.

Y una cosa nos lleva a la otra, y un cierto día, a raíz del distributivo “sendos”, leemos en el suplemento cultural de el diario El País, Babelia (al que Manolo denominó por justicia Babieca), que un crítico, al hablar de la obra de un escritor, nos dice que antes nos ha dejado sendas obras: tal y cual. Y allí ya es que nos empezamos a descojonar de risa, y ya en la jerga de la Fiera sendos pasará a significar, a partir de entonces, dos. Si dos era sendos, cuatro habrá de ser sendos sendos, tres sendos y medio, y un medio sendos la unidad. Así se fue gestando entre nosotros tan revolucionarias matemáticas, que de continuar acaso hubiese superado la teoría de los fractales.

Fue algunos años después de su inicio cuando conocí La Fiera. Llevábamos con el editor Manuel Blanco Chivite un taller literario en la sede de Ediciones Vosa (hoy El Garaje Ediciones), por entonces en la calle Hermosilla, y un día me acercó un par de ejemplares de aquel libelo. Yo venía de una dura decepción, una decepción de persona mayor, que no se supera tan fácilmente como las juveniles, había leído, de la biblioteca de la que fuera entonces mi mujer, un Premio Planeta, acogido en mis manos con la ilusión de tener ante mí una joyita literaria. Pasmado, lo leí de principio a final, sin saltar una sola letra. Decía para mi sayo que cómo obra tan mal escrita y tan pobre de ideas podría llevarse uno de los premios más aclamados de España. Ingenuo de mí, no tardé en darme cuenta lo que luego leería en La Fiera: los grandes premios literarios están todos apañados, no concursan sino que se dan de antemano y, curiosamente y eso es fácil de constatar, casi siempre a los mismos, cuando no a personajillos de transitoria gloria, como el dado al muy “mediático” Boris Izaguirre y a la ex ministro de Cultura, gran defensora de la industria cultural, Ángeles González-Sinde.


“Colgaba” yo por entonces en Internet una revista cultural, Idos y Venidos y, tras suscribirme a La Fiera Literaria, le solicité a Manolo García Viñó que me concediera una entrevista para mi revista online, realización de la cual se concretó pocos días después en el bar del Hotel Cuzco, de Madrid.

Nació entonces entre “sendos” una total conveniencia y una amistad que se prolongó por más de una década, y pronto pasé a formar parte del plantel de la revista, por activa y por pasiva pues, además de escribir algunos artículos, todos los meses me reunía en la sede de la Fiera, la amplia cocina del piso de Manolo, a compartir la tarea de ensobrar cada nuevo número para su envío. Y a darle dale que te pego a la sin hueso, claro.

Tanta mala leche tuvimos, que no le caímos bien a mucha gente. Pero si ladran los perros es porque galopamos (¿en alguna parte de El Quijote se dice esto?). Se nos ha tachado de envidiosos, de querer buscar nuestra propia gloria denigrando a los demás, de ser prepotentes y atentar contra la “libertad” de los lectores, porque cada cual tiene el derecho democrático de juzgar por bueno lo que se le dé la gana.


Nada menos cierto. Llamemos a las cosas por su nombre: que porque a cualquiera le guste tal libro o tal autor no es per se sinónimo de calidad literaria, que no por el solo hecho de hallarnos en democracia y en Estado de derecho se han de despertarse en cada cual las glorias del entendimiento. Por ejemplificar lo dicho al lector, me viene a la memoria un programa de televisión en el que, un periodista cachondo sale a la calle a consultar a la gente su opinión sobre las “relaciones heterosexuales”. De entre los consultados, un muchacho respondo: Mire, no me venga a mí con cosas raras, Yo sólo admito las relaciones de hombres con mujeres.

Este ejemplo nos lleva fácilmente a deducir que, para hablar con propiedad de cualquier cuestión, hay que tener autoridad para hacerlo, es decir, tener cierto dominio de la materia. El primer diccionario de la Real Academia Española se llamó, precisamente, Diccionario de Autoridades, porque la definición de las palabras iba acompañada de un breve texto en donde un calificado autor le daba uso. Pero cuando los académicos proyectaron el diccionario, no salieron a la calle a preguntarle al tendero, al tabernero o a los serenos qué significaba tal o cual palabra. Acaso ello hubiese servido para hacer un vocabulario de términos populares o germanías, pero no para un diccionario de la Lengua.


La creación artística, en todas sus formas, tiene su propia naturaleza. Todas utilizan un soporte y unos medios materiales, y requieren del creador una ductilidad en el manejo de las herramientas, es decir, oficio. Así, de la tela, los pinceles, las pinturas, surge un cuadro. De cincelar un bloque de mármol, de madera, de modelar una materia blanda surge una escultura. De organizar con palabras una idea literaria surge el libro. A eso agréguese el talento de cada cual, pero no hay talento que surja de la nada. Alguien dijo que el arte es un diez por ciento de inspiración y un noventa por ciento de transpiración, pero sin ese diez por ciento el otro noventa es un ejercicio inútil.

¿Y qué es esa cosa artística que contiene una obra para que sea literaria? No se lo podré decir al lector ni podría hacerlo. Sólo diré que quien quiera saberlo, debe dejar la pereza intelectual de lado y leer, leer mucho, informado al principio de lo que es bueno (por informantes “autorizados”). Leer también es un oficio, como escribir, y un oficio se domina con conocimientos pero, por sobre todo, con práctica.

Este largo oficio de leer, como todos los oficios, no es para todo el mundo. Nadie nace ebanista, ni médico, ni piloto de aviones. El disfrute artístico, en todas sus formas, no es patrimonio de todo el mundo, aunque todo el mundo se crea capacitado para opinar, sino de la élite de los que tienen vocación para ello, así como podemos hablar de una élite de panaderos, albañiles, fotógrafos, boxeadores o de cualquier oficio aprendido a conciencia.


Esto lo digo, amable lector, no por decirle que es usted un bruto, ignorante, para quién al arte es materia vedada. No, se lo digo para que sepa que, si quiere entender de arte o ser un artista, póngale tiempo y voluntad, no sólo ganas. Ser gustoso y hasta entendido en arte, aunque parece que de mucho status, no es obligatorio para nadie, ni siquiera es bueno o malo de por sí. Es una elección, como tantas que hacemos en la vida.

Pero si ha surgido en usted el gusanillo de la lectura, Tiene usted La Fiera Literaria como un buen manual para saber lo que no debe leer. Debe olvidarse del común denominador de que hay que leer la novedad, en particular los “libros más vendidos”, listas mentirosas que se inventan los grandes grupos editores, de los best sellers. No les tenga miedo a los escritores del pasado, que el tiempo termina reconociendo lo bueno, así, cuando llegue a los actuales, lo haga con el suficiente sentido crítico para separar la mies de la cizaña. 

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