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miércoles, 26 de septiembre de 2012

CARTA DE UN TRADUCTOR A EDWARD ALBEE



CARTA DE UN TRADUCTOR CATALÁN A EDWARD ALBEE

“Por favor, complete una planilla con todas aquellas expresiones en español que no se ajusten exactamente al texto original en inglés, explicando detalladamente por qué debió apartarse de él”: algo así le escribió el representante de Edward Albee al traductor catalán Joan Sellent, que estaba trabajando sobre la obra A delicate balance del octogenario dramaturgo estadounidense. Sellent accedió a cumplir con el extraño requerimiento, según él, por amistad hacia los productores españoles de la obra, ya que de lo contrario no podrían montarla.

Pero la semana pasada se dio a conocer una carta abierta dirigida a Albee por el catalán, que no es precisamente un recién llegado a la traducción ni un desconocedor de sus múltiples riesgos y desafíos. Nacido en Castellar del Vallés en 1948, es profesor de Traducción e Interpretación en la Universidad Autónoma de Barcelona, tradujo decenas de obras desde el francés y el inglés al catalán (desde novelas a guiones cinematográficos, pero sobre todo piezas teatrales) y entre los autores que vertió al español o catalán están los narradores Salman Rushdie, Paul Auster, Henry James, Noah Gordon y HG Wells, y también dramaturgos como Tennessee Williams, Harold Pinter, David Mamet, Arthur Miller, Neil LaBute, Oscar Wilde, George Bernard Shaw y, por supuesto, William Shakespeare.

Así dice parte de la carta —por las dudas: bilingüe— que dirigió al autor de Quién le teme a Virginia Woolf.

Creo que el respeto es una de las prioridades que el traductor debe tener siempre presente y que este respeto tiene dos destinatarios principales: por un lado, el texto original (y, por extensión, su autor); por otro, los espectadores potenciales de la obra.

Permítame explicarle los principales motivos por los cuales los requerimientos que recibí después de haber traducido su obra me provocaron el impulso inmediato de no perder ni un minuto en acatarlos: básicamente me sentí insultado como profesional al darme cuenta de que, luego de trabajar como traductor durante más de treinta años, alguien esperaba que dedicara una parte importante de mi tiempo a una tarea tan absurda como inútil.

En cuanto a la primera parte de sus exigencias —que anotara «cualquier desviación de las exactas palabras inglesas»—, bien le puedo asegurar que, exceptuando los nombres de los personajes y un par de topónimos o referencias culturales, el resto de mi traducción es una absoluta y radical desviación de las exactas palabras inglesas, sencillamente porque está escrita en otro idioma. Un idioma que, por cierto, no es el español —como erróneamente dice su correo— sino el catalán, una lengua que pertenece a la familia de las lenguas romances y tiene características propias suficientes para conferirle la condición de lengua autónoma en relación con el español y con otras ramas de esta familia. Imagínese el largo kilométrico de la planilla si hubiera decidido cumplir con este requerimiento literalmente.

Edward Albee

En cuanto a la parte final de sus exigencias —por qué escogió las palabras que usó como reemplazo»—, podría limitarme a argumentar que la dudosa oportunidad de una pregunta como ésta (piense por un momento en que alguien que desconociera su idioma le hiciera la misma pregunta respecto de una obra suya) me vuelve reticente a contestarla, pero dejaré de lado el amor propio y haré el esfuerzo: señor Albee, las palabras escogidas lo fueron simplemente porque el traductor las consideró apropiadas. Usted tenía todo el derecho de temer que podía escoger palabras que traicionasen o distorsionasen el sentido, la intención, el tono y el registro del original; no le diré que es un temor del todo injustificado, porque no escasean los traductores que maltratan y distorsionan lo que les cae en las manos, pero ¿cree que si yo fuera uno de éstos habría de explicitar mis errores en la planilla que se me obligaba a rellenar?

Creo firmemente que es decisivo y legítimo que el dramaturgo haga valer su autoridad, sobre todo en estos tiempos en los que proliferan los directores de escena que, en lugar de estar al servicio del texto, tienden a tomarse libertades difícilmente justificables y a otorgarse una supuesta autoría que no les corresponde. Estos directores con ínfulas de autor son uno de los flagelos de la escena contemporánea. También considero absolutamente legítimo el derecho del dramaturgo a controlar las traducciones de sus obras antes de que lleguen a la imprenta o al escenario. Faltaría más.

No obstante, creo que cuando uno decide hacer valer sus derechos —y ahora en referencia a cualquier ámbito de la actividad humana— cabe esperar que el pragmatismo, el sentido común y la ética más elemental lo inclinen a hacerlo de una manera inteligente y conveniente a sus intereses, y no de forma ofensiva hacia la parte que supuestamente podría poner en riesgo sus derechos. La experiencia de haber traducido su obra me ha hecho ver hasta qué punto puede resultar lamentable la autoridad cuando se ejerce de una manera que no tiene otra utilidad que humillar gratuitamente a un profesional que no quiere otra cosa que hacer bien su tarea.

ORIGINAL COMPLETO EN INGLÉS:

Sabadell, June 12th 2012

Dear Mr. Albee,

About a year ago I was commissioned to translate your play A Delicate Balance for a specific production which premiered in Barcelona last autumn.

As has always been the case with all the plays I have translated for the stage, I undertook this task with the intention of being as respectful as possible. I believe respect is one of the priorities a translator should always have in mind, and that such respect has two main addressees: the original text (and by extension its author) on the one hand, and the potential audience on the other.

After I had finished my translation of A Delicate Balance I was informed about the obligation to submit to you, as the author of the original text, an exhaustive five-column grid with the detailed specification of —I quote literally from the e-mail sent by your agent— “any deviation from the exact English words and the explanation why this couldn’t be directly translated into Spanish, and why the words that were chosen were used.”

Allow me to expose the main reason why those requirements triggered in me the immediate impulse of not wasting a single minute in complying with them: I basically felt insulted as a professional at realizing that, after having worked as a translator for over thirty years, someone expected me to devote a hardly negligible part of my own time to a task that was as preposterous as it was useless.

As for the first part of the above statement —“any deviation from the exact English words”— I can assure you that, with the exception of the characters’ names and the odd place name or cultural reference, the rest of my translation is an absolute deviation from the exact English words, simply because it is written in another language. A language, by the way, which is not Spanish —as is erroneously specified in the quoted e-mail— but Catalan, which belongs to the family of romance languages and has enough differential features as to enjoy the status of an autonomous language with regard to Spanish or to any other in that family. Fancy the kilometrical length the grid would have attained if I had decided to meet such requirement literally.

As for the final part of your demands —“… why the words that were chosen were used”—, I could simply argue that the doubtful relevance of such a question (just imagine someone who doesn’t know your language asking you such question regarding an original work of yours) makes me rather reluctant to answer it, but nevertheless I shall leave my self-esteem aside and will make the effort: Mister Albee, the words that were chosen were used simply because the translator thought them appropriate.

Joan Sellent

You were perfectly entitled to fear I might have chosen and used some words that betrayed or distorted the meaning, the intention, the tone and the register of the original; I am not saying such fear would be altogether groundless, since translators that ill-treat and distort any text they come across are not scarce —but do you really think it possible that, had I been one of those, I would have made my misdeeds explicit in the grid I was being compelled to fill in?

If I finally gave in to your demands it was merely out of friendship with the producers of the play, who had let me know that, if such demands were not fulfilled, the author would stop the rehearsals and would not allow the play to be staged (which would have inflicted a very serious financial blow to that production company). Therefore I wasted some ten or twelve hours of my life on making up a number of pompous pseudo-philological explanations in order to fill in your grid; in other words, I drew up a list of utterly sterile absurdities from beginning to end. What I can assure you is that, if I had been aware of your demands before translating the play, I would have declined the commission with hardly a second thought.

Perhaps what I have written so far will make you suspect that I question the moral, intellectual and legal right of a playwright to have the final say whenever one of his plays is in the process of being produced. If this is the case, let me hasten to say that nothing could be further from my intention. I firmly believe in the legitimacy and importance of a playwright enforcing his authority, especially in this day and age when stage directors proliferate who, instead of being at the service of the text, tend to take quite a few hardly justifiable liberties and bestow themselves with an authorship that does not belong to them. Those stage directors who give themselves such author’s airs are indeed one of the curses of the present-day theatrical world.

And needless to say, I also regard as something totally legitimate the playwright’s right to control the translations of his plays before they reach the press or the stage. Of course I do. There are a lot of bad translations that, with their semantic mistakes and stylistic imperfections, represent an annoying burden a specific theatrical production may have to drag up to the stage and which is often in a big problem for the production and its audience’s reception.

However, when someone decides to enforce his rights —and now I am referring to any field of human activity—I should think that practical logic, common sense and the most elementary ethics would incline him to do it in such a way that is both clever and useful to his own interests, rather than offensive to the party that might supposedly endanger those rights. My personal experience of having had to translate this play of yours has made me see how pathetic authority can be when it is exerted in such a way that it’s of absolutely no use other than to gratuitously humiliate a professional who has tried to do his job as well as he can.

And allow me to be a bit repetitive: your way of exerting your authority as a playwright —at least as far as translations are concerned—  is, from a pragmatic point of view, absolutely useless. The grids you compel your translators to fill in do not guarantee in the least the quality of a translation. Do you honestly think it possible that anyone who has done a bad translation will be able to detect his own translation mistakes and be as reckless as to enumerate them explicitly?

In order to guarantee some positive results in this sense, I cannot think of any other way of achieving that than engaging the services of someone who is both proficient in the source language and the target language and is at the same time familiar enough with the requirements of theatrical language. Only if such person does a detailed reading of the translation of the full text and confronts it with the original will you be able to have a solid base for approving of or refusing a translation, apart from saving your future translators a waste of time and an unnecessary humiliation.

At the beginning of this letter I mentioned respect as one of the priorities that govern my work as a translator; it would have been really thoughtful of you if such attitude had been reciprocal.

Yours,

Joan Sellent

FUENTES: Revista Núvol y El castellano.org

Notas del bloguero: Parece que al representante literario de Albee le gustó la respuesta del traductor, pero presumo que no al destinatario de la misiva. Como dice Sallent, el respecto debe ser mutuo, y si el autor desconfía del trabajo de su traductor, lo tenía fácil, contratar los servicios de alguien que domine  la lengua de origen y la de destino y, por supuesto, que conozca el lenguaje teatral. Luego confrontar los dos textos y así, llegado el caso, tener una base sólida para la crítica. Esto está muy lejos de molestar, y en cierta forma humillar, al traductor pidiéndole que la haga una absurda lista. Además ni sabía a que lengua estaba traduciendo Sallent, ya que le habla de “palabras españolas”. Por otra parte, decir que la profesionalidad y calidad de las traducciones teatrales de Sellent son conocidas y reconocidas por profesionales, críticos y todo amante del teatro que conoce su trabajo.

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