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martes, 14 de diciembre de 2010

EL TIMO DE LOS ZARES

Por Clandestino Menéndez

Me está bien empleado, por morboso. Y por desmemoriado. Morboso porque siento una especial atracción por los grandes crímenes de la Humanidad — como imagino, por otra parte, que bastante gente, y de eso parten muchos éxitos de ventas —, y dentro de esos grandes crímenes está la ejecución, o el asesinato, de los Romanov en los primeros días de la Revolución Rusa.

Igual que con el guillotinamiento de Luis XVI y de María Antonieta, igual que con los sucesos de la noche de San Bartolomé, o el asalto último a la fortaleza de los cátaros, entre otros sucesos trágicos, la sangre, los gritos, los impactos ejercen en mí como una especie de fascinación y a veces me estremezco ante pequeños detalles que se revelan en las páginas, nimiedades como una última palabra dicha antes de caer, un gesto postrero, una última petición al verdugo, la reacción de la multitud ante el cadalso…

Soy morboso, lo sé, y quizás por ello, y en justo castigo, me esté bien empleado lo que me ha ocurrido con la última novela de John Boyne. ¿Y qué me ha ocurrido con la última novela de John Boyne, que parece tan grave?, te preguntarás. Pues que me la he leído, ahí es nada. Todo un castigo, también por mi desmemoria, porque yo me compré el libro atraído, repito, por el morbo que me produjo el título: La casa del propósito especial — que, como creo que todo el mundo sabe, es el nombre que dieron a la casa Ipatiev, el palacete de Ekaterimburgo donde encerraron a la familia imperial rusa, junto con sus sirvientes directos, y donde todos fueron finalmente aniquilados en la madrugada del 17 de julio de 1918 —, y, una vez abiertas las páginas, recordé de pronto que el autor, John Boyne, era el mismo de El niño del pijama a rayas, grotesca, pueril e incluso ridícula historia que había leído hacía poco, atraído aquella vez, como las moscas, por el aroma de su fama y sus millones de lectores en todo el mundo. Esta vez no cabe echar la culpa a la multitud; esta vez caí yo por mí mismo, y quizás de los primeros.

No es labor de un crítico, ni siquiera de un crítico dilettante, juzgar una novela en función del modo en que él, el crítico, la hubiera escrito, sobre la manera en que hubiera dispuesto él, el crítico, los elementos o resuelto las escenas. Hacer una crítica prejuiciosa, en resumen. El crítico, por el contrario, debe calificar una obra de acuerdo al modo en que el autor la ha realizado. Dicha esta regla, me la salto por completo para decir que, ya que me habían vendido un libro con ese título, yo esperaba algún detalle nuevo sobre el terrible ametrallamiento, siquiera fuese una recopilación y puesta en orden, novelada si se quiere, de lo que se sabe sobre el asunto. Esperaba, quizás, algún retrato psicológico de Yurovsky, el mando bolchevique que dirigía el comando ejecutor; alguna recreación de los días febriles en que, finalmente, se tomó la decisión irrevocable; pinceladas vívidas y emocionantes, cuantas más mejor, de los personajes que protagonizaron los hechos; incluso algo de sentimentalismo, si se quiere, sobre los cadáveres del zarevich y de las zarinas caídos (algunos de ellos sólo unos niños), o del médico y las sirvientes, inocentes de toda culpa. ¿Incluso un rasgo de humor, porque la situación no deja de tenerlo, sobre el hecho de que la familia imperial se cosiese las joyas en la ropa interior, tantas y de tanta calidad que algunos de los miembros no murieron al instante porque rebotaron las balas? Pues incluso eso podía tener cabida, ¿por qué no?, si estaba bien, y hasta regularmente contado.

La casa Ipátiev hacia 1928

Lo que no esperaba ni en la peor de mis predicciones era encontrarme con lo que finalmente me encontré: NADA. 397 páginas del más absoluto vacío. O peor: casi cuatrocientos folios que constituyen un auténtico timo, una verdadera estafa.

La novela comienza con una fecha: 1981. Se nos presenta a un emigrante ruso en Inglaterra que hace tiempo se ha jubilado de un trabajo bastante monótono. El hombre está casado y a su mujer le han detectado un cáncer. Buena parte de los capítulos iniciales se va en las idas y venidas de esta pareja al hospital para que a ella la hagan pruebas, revisiones, contrastes… Son muchas páginas sobre el particular; no me he tomado la molestia de contarlas, pero pongamos, grosso modo, que cien. Es decir, la cuarta parte de la novela se va en esto.

Entre medias, de vez en cuando, como el protagonista es un exiliado ruso, nos ofrece los recuerdos que tiene de su juventud en su tierra natal. Año 1915; el lector se endereza en el asiento: “Bien, se dice, parece que ya nos vamos a meter en situación”. Aldea perdida de Kashin, en el interior de Rusia. Aquí otro buen montón de páginas se le va al autor en decirnos (que no en describirnos, ni en novelarnos) que la gente era muy pobre allí y entonces, pero eso no es lo importante: lo importante es que él, en protagonista, es un poco alfeñique, en comparación con su mejor amigo, lo cual disgusta a su padre, hombre rudo y chapado a la antigua (en el año 1915 sospecho que la gente solía estar chapada de esa forma, pero es sólo una impresión); además de ello, esa diferencia de complexiones hace que su amigo Kolek se lleve a todas las chicas de calle, mientras que el protagonista no se come un rosco, pero al fin Giorgi, como se llama éste, no le guarda rencor a su amigo por eso, ya que éste, pese a todo, no consigue conquistar a la hermana mayor de Giorgi … ¿Te estás aburriendo, amigo lector, con todo esto? Pues imagínate yo, que lo tuve que leer del original durante, insisto, muchas, muchas páginas.

Iglesia construida en el lugar donde estuvo la casa Ipátiev

Por desgracia para la aldea, pero por suerte para el lector, un día pasa por allí el hermano del zar y la visita sacude toda esa monotonía… Aquí un inciso: es recurso de muy buena, de excelente literatura demorarse en lo anodino, aburrido, insustancial incluso de una situación como preludio de un cambio que vaya a suceder. Crear una atmósfera reposada antes del estallido de la acción. Pero en el caso de esta novela, juzgue el lector qué ambiente crea John Boyne entre las páginas 35 y 36:

La pesadez que padecía durante la infancia abandonó mis huesos cuando empecé a correr varios kilómetros todos los días alrededor del pueblo y a despertar temprano para nadar durante una hora en las gélidas aguas del río Kashinka, que corría allí cerca. Mi cuerpo se tonificó, los músculos de mi vientre se tornaron más definidos [es decir, un campesino de la Rusia zarista que se levanta pronto para hacer carrera continua, natación y abdominales] (…) En 1915, podía plantarme junto a Kolek y no sentirme avergonzado ante la comparación (…) Y había chicas a las que yo gustaba, lo sabía. No tantas como las que suspiraban por mi amigo, eso es cierto, pero aun así no me faltaba popularidad. Uno lee esto, cierra los ojos, y en su retina no surgen imágenes de la Rusia eterna, las noches blancas de Dostoievsky, los campos nevados de Gogol, las isbas y los tílburis de Tolstoi… Uno lee esto, cierra los ojos, y en su retina surge un episodio de Hannah Montana o de los Jonas Brothers.

Pero estaba diciendo que, por desgracia para la aldea, un día cruza por ella un hermano del zar. Por desgracia porque entonces Kolek, el amigo del protagonista, se acuerda de que el pueblo está oprimido y atenta contra su alteza el gran duque. El protagonista, nadie sabe muy bien por qué, ni cómo, se interpone entre medias de la pistola y su objetivo, recibiendo él el impacto de la bala y salvando así al gran duque. “Quiero a ese hombre para mi equipo”, parece decir éste, cuando se llevan al protagonista malherido. Y en efecto, apenas Giorgi se recupera, se lo llevan al Palacio de Invierno, en San Petersburgo, como parte del cortejo imperial. A su amigo Kolek lo ahorcan y, además de eso, ya no verá más a su familia, pero en realidad da igual, parece decir Boyne, “como ya no van a volver a salir en la novela…”. Así que todo ese… siendo benevolentes, digamos rollo… que nos había soltado anteriormente sobre si Giorgi y su hermana Asya estaban muy unidos, pero ella se peleaba mucho con Liska, que nació un año después, y toleraba apenas a la pequeña Talya ante la atenta mirada de su madre Yulia… todo eso, para nada. Otras cincuenta páginas, pongamos, inútiles.

La zarina Alejandra y sus cuatro hijas, 1909

Bien es verdad que varios capítulos después, la tal Asya, con la que se llevaba muy bien, llegará a San Petersburgo para pedirle a Giorgi un enchufe en palacio. Pero la escena se resuelve, rápidamente en este caso, con que Giorgi no la puede enchufar y entonces Asya se vuelve al limbo de los personajes amortizados. O mejor, de los personajes intrascendentes.

El gran duque, por cierto, lleva al protagonista hasta San Petersburgo, le introduce en palacio y luego desaparece de la novela para siempre; igualmente, un amigo que se hace Giorgi entre los soldados de camino a la ciudad, también, llegados a ésta, se evapora for ever. Diríase que los personajes de esta novela aparecen, actúan un rato, y se van para no volver. Son personajes como eventuales, con contrato de fin de obra, fichados a través de una ETT.

¿He dicho arriba que el gran duque introdujo al protagonista en palacio? Pues bien, ni siquiera eso: ¡¡le dejó en medio de un pasillo!! Giorgi solo en la inmensidad del espacio, pero sospecho que no para realzar su soledad, sino porque es obvio que Boyne ni sabe ni tiene capacidad para evocar cómo sería la Corte zarista por entonces, quién podría recorrer las estancias, qué ruidos se oirían, que olores se filtrarían, qué tacto, qué sabor incluso —en las buenas novelas, no sé cómo, hasta el paladar se impresiona— tendría el Palacio de Invierno en aquella época. Él sitúa a su protagonista en un pasillo largo, desierto, casi en la oscuridad, para que no tenga que fijarse en cuadros ni demás chorradas; todo lo más, a este lado, le abre una ventana para que vea, abajo, el puerto y cómo llega un barco; un barco que, según el protagonista imagina, está “a rebosar de comida y bebida”, y sobre su cubierta “una generación de príncipes y duquesas que reían y chismorreaban, como si no tuvieran una sola preocupación en el mundo”. A raíz de ello, Boyne, por boca de su personaje, lanza una pequeña charla-diatriba-sermón-mitin sobre cómo es posible que unos vivan tan bien y otros tan mal (esa es, más o menos, la idea y parecido el tono) y en un momento de acaloramiento dice Giorgi que, aunque “no era como Versalles justo antes de la llegada de las carretas” se parecía mucho. Y bien: ¡es totalmente inverosímil que alguien de aquella época y de aquel extracto social, aislado además en su terruño, tuviera la menor noción sobre los episodios de la Revolución Francesa ni qué fuera y significase Versalles! ¿Querrá hacernos creer Boyne que su campesino en la Rusia zarista, después del entrenamiento diario, se cultivaba leyendo libros de Historia?, ¿que iba a la escuela nocturna?, ¿que se había apuntado a un curso CCC? Es una trampa muy burda atribuirle a un personaje así pensamientos de ese tono que, si acaso, sólo valen para que el autor engole la voz y deje establecido ante sus lectores que el está con los menos beneficiados, que es un tipo majete y solidario y que tiene un gran corazón. Y milagro que sólo se veía el río Neva desde el Palacio Imperial, que si se llega a ver el mar Ártico le hace abogar a Giorgi por la conservación de las ballenas o contra la caza de las focas.

Rasputín rodeado de admiradoras

Y ahora, entre las paginas 80 y 91, tiene lugar una de las escenas más ridículas que haya leído nunca. Más cutres y chapuceras. Bien es verdad que en las páginas anteriores, al asomarse a la susodicha ventana, el protagonista había visto que quienes bajaban del citado barco eran las cuatro hijas del zar (¡ya es casualidad llegar en ese momento!); también es cierto que, un poco más adelante, y por estirar las piernas, se había puesto a andar por el pasillo y tras una puerta entreabierta había visto a un hombre estrafalario y barbudo (Rasputín, lector, no mantendré la intriga) haciendo cosas raras con la zarina (rezando, en líneas generales). Pues bien, la escena que voy a resumir supera todo lo anterior. ¡Atentos! De vuelta de estirar las piernas y de nuevo en su sitio en el pasillo, se abre de pronto una puerta y aparece el zar. Con dos cojones, Nicolás II en persona. “Siento haberte hecho esperar —le dice a Giorgi Su Alteza Imperial, siempre tan campechano, mientras le invita a pasar a su despacho—, tenía muchos asuntos de Estado de que ocuparme”. Y entonces pasan al interior del despacho del zar, donde, como es lógico, se encuentran los dos solos, no hay nadie más, y pueden entonces conversar tranquilamente.

Pero espera, lector, que aún no ha acabado la escena. “Siéntate”, le dice más o menos el zar, al tiempo que él también se sienta, y a continuación le pregunta al otro por su lugar de nacimiento, sus familiares, sus estudios, en fin, por su currículum, como en cualquier entrevista de trabajo, Al mismo tiempo, sin embargo, y muy ladinamente, Nicolás II intenta sonsacar al campesino sobre sus inclinaciones políticas. ¡Realmente, esto es intolerable! Quiero decir, el modo en que algunos tipos como el zar se aprovechan de su condición de emperadores para meterse en asuntos ajenos. El campesino, sin embargo, es sumamente hábil, no se deja avasallar por el zar, y en poco tiempo le da la vuelta a la situación. No sé exactamente cómo, tanta es su habilidad, pero en apenas cinco líneas ahí tenemos al zar contándole al otro cómo vivió la tragedia de la muerte de su abuelo, Alejandro II, y cómo le afectó (a punto está, de hecho, de echarse a llorar en el hombro del campesino); después de esto, y en confianza, le deja tocar un huevo de Fabergé (quiero decir, un huevo fabricado por Fabergé) que había allí cerca, sobre una estantería; luego le lleva a un mapamundi, donde le señala el territorio de Rusia tal y como es entonces, en 1915, y al lado justo tiene otro mapa donde le indica como era dicho territorio, mucho menor, en 1613 (como si le dijera: “Aquí es donde vas a trabajar, somos una empresa en expansión”), y ya por último, antes de la despedida, el zar le cuenta al protagonista (“creo que puedo hacerte esta confidencia, Giorgi”) los problemas que tuvo el matrimonio real para concebir un hijo varón. Con esto acaba el capítulo y el campesino sale muy contento de la entrevista de trabajo, y agradecido al zar por su amabilidad. Y es que justo es reconocer que el zar ha estado muy amable. Bien podría aprender de él tanto directorucho de Recursos Humanos como hay por ahí, engreído y soberbio.

Nicolás II prisionero en Tsárskoye Seló (al fondo sus guardianes)

Leo en la solapa que John Boyne ha ganado dos Irish Book Awards y el Bisto Book of the Year Award, y ha sido finalista de los premios Borders Original Voices y Ottakar´s Children´s Boook Prices, además, naturalmente, de haberse convertido en un auténtico fenómeno de ventas en todo el mundo, “éxito que se ha repetido con su más reciente y madura novela [ésta que tengo entre garras]: La casa del propósito especial”. Pues yo tengo un primo que ganó el Teresa Herrera en la tanda de penaltis; claro que eso, comparado con lo de este fenómeno, es como no tener nada.

El protagonista, Giorgi, es finalmente contratado como guardaespaldas del zarevich, el príncipe heredero. Entre medias, pág. 113, y en un descanso de sus tareas, va a la biblioteca a conversar con el zar. El campesino y el hablan de política —el zar le confiesa que está preocupado por el curso de la guerra— y de otras cosas, como lo bello que es leer y la importancia que tiene la lectura en la formación de las personas. Derraman varias páginas de baba convencional, el típico “éxtasis ante la biblioteca repleta” que tan bien resulta entre los escritores hodiernos para darse pote de cultos y profundos, y luego el campesino da permiso al zar para abandonar la estancia.

Después de esto, el protagonista va a ver a las zarinas Olga, Tatiana, María y Anastasia, que están dando clases de francés, y como es de prever, apenas el protagonista y Anastasia cruzan sus miradas se enamoran. Las páginas que siguen de amor transido y excelente son para hacerse una colonoscopia. Ellos saben que su amor es imposible, pero en el fondo confían en que todo se arreglará de alguna manera. Y es que nada hay que temer del futuro cuando John Boyne es quien escribe. Seguro que habrá un final feliz: todos lo sabemos, y los protagonistas los primeros.

Luego viene un montón de páginas en torno a una confusión bastante boba. A Giorgi le han contratado como guardaespaldas del zarevich, pero nadie le ha dicho que éste es hemofílico, por lo que le deja jugar a lo que quiera. Hasta que a mediados de la página 137 el niño se cae de un árbol y entonces la emperatriz, alterada, lleva al campesino a un aparte y le revela, en apenas cuatro páginas, “le dije a Nico [por el zar] que deberíamos habértelo explicado”, la enfermedad del heredero y que, por tanto, costará mucho reparar el rasguño que se ha hecho. La cosa al final concluye bien, porque Giorgi, muy sensatamente, considera que los zares, con todo eso de la guerra y las revueltas obreras, tienen muchas cosas en la cabeza y les disculpa por no haberle informado.

Lugar donde fueron ejecutados los Romanov

Bromas aparte, salvo que éste sea el primer libro (y último, a la vista de su calidad) que uno lea en su vida, cualquier lector medianamente formado sabe de la hemofilia del zarevich. Pintar una cosa, tan sabida, como un gran misterio a lo largo casi de una veintena de páginas sólo demuestra el perfil de sus lectores y el grado de formación que les supone Boyne mientras escribe.

Pocas páginas después, y con parecida rimbombancia, desvelará a sus asombrados lectores que Rasputín, aquel monje extraño que había vislumbrado varias páginas más arriba, pulula por la Corte y tiene tanta influencia en los zares porque se ha presentado como el único que puede curar al zarevich de sus dolencias. Sorpresa tras sorpresa, La casa del propósito especial avanza a un ritmo trepidante. Andamos ya por la pág. 180.

Si la novela, por un lado, sigue una cronología ascendente, de 1915 hacia adelante, por otro, que se va intercalando, por el lado que arranca en 1981, cuando el protagonista es anciano y a su mujer le detectan un cáncer, la historia discurre hacia detrás. Nos hallamos en 1941 y el protagonista trabaja en la biblioteca del Museo Británico. Alguien advierte que tiene acento ruso y un tipo le capta entonces para el servicio secreto. Su misión va a ser traducir las comunicaciones y todos los escritos oficiales procedentes de la URSS. Grigori lo hace tan bien que al final le llevan a ver a Winston Churchill, para que éste le felicite. Churchill le recibe fumando un puro y le dice al agente que le ha captado: “Vaya tiempo tan competente se ha conseguido”. Y luego, con la flema y el hieratismo propio de los británicos, le dice que buen trabajo y que ya se puede ir. Cualquiera podría pensar que Grigori, acostumbrado como estuvo en su infancia a las confesiones del zar, los lloriqueos de la zarina y los abrazos emocionados del gran duque, esto frío tratamiento de Sir Winston le ha decepcionado; pero no, enseguida se advierte que, a la hora de tratar con emperadores y primeros ministros, él prefiere, sin duda, el british style. Sea como sea, la historia del espionaje acaba en este punto y ya no se va a volver a hacer referencia a ella en todo el libro, ni puede deducirse que haya tenido una repercusión posterior. ¿A qué viene entonces introducirla aquí?, ¿qué gana la novela con ella? Que qué gana preguntas, lector: 21 páginas, ¿te parece poco? Vamos ya por la 212. Todo vale para el objetivo final de una novela, que es llegar a las 400 páginas. O más.


De retorno a 1916, la zarina insiste a sus hijas en que, a la vista del sesgo que está tomando la guerra, y como forma de reconciliarse con el pueblo enfadado, estaría bien que echasen una mano como enfermeras en los hospitales. La gran duquesa Tatiana se horroriza ante la idea de ver sangre y muertos, pero Anastasia, la enamorada del protagonista, el protagonista mismo, y otros amigos que piensan como ellos, la disuaden hablándole de la importancia que tiene la solidaridad en nuestros días, cómo hay que ayudar a los demás y cómo son muy importantes los proyectos colectivos. Empiezan a soltarle este discurso en la página 215 y en la página 222 la gran duquesa reacia a la colaboración queda, por fin, disuadida. Anastasia, inflamada por el discurso, le pide permiso a su padre para ir ella también a ayudar a los pobres soldados, pero el padre se lo deniega con la excusa de que es menor de edad. Cuando cumpla los dieciocho podrá ir. Anastasia se retira a sus aposentos refunfuñando, porque no sabe si podrá refrenar sus instintos solidarios y buen rollistas hasta entonces.

Viene luego un paseo de incógnito de la pareja Georgi-Anastasia por las orillas del Neva que —hazme caso, lector— mejor lo dejamos pasar.

Siguiendo la cuenta atrás de la otra historia, estamos en 1935 y la pareja de ancianos —que ya, evidentemente, no lo son—, recién llegada a Londres, se aloja en la casa de una tal señora Anderson. Hace tiempo que se ve venir el final de la novela —estoy seguro que tú también, lector, sabrás a lo que me refiero; es tan obvio— y estoy seguro que la introducción de esta mujer y, sobre todo, de su apellido: Anderson, tiene como objetivo dejar ahí un leve detalle, francamente ridículo, pero que servirá para que algún incauto piense: “he aquí una clave”, y a ver si hay suerte y puede dispararse la polémica y surgir otro código Da Vinci. Otra razón, salvo esa de meter a alguien con el apellido Anderson, no hay para este capítulo, que se va todo en hacer que los protagonistas acudan al cine a ver Ana Karenina y se queden en casa a oír por la radio conciertos de Tchaikovsky, y emocionarse en ambos casos como manda el tópico.

Así pasan los días y, lo que es más importante, así pasan las páginas. En frase que parece ser hoy día definitoria para un libro bueno, éste “se lee de un tirón”. Efectivamente. No ha pasado nada relevante hasta ahora (puedes volver atrás sobre la crítica a comprobarlo) pero el caso es que, sin sentir, andamos ya por la página 250. Eso es lo que importa, el tirón.

Yákov Mijáilovich Yurovski

¡Pero Boyne no ha sacado aún el partido que merece a Rasputín! Se nota que le tenía ahí aparcado, para sacarle a escena cuando se requiriera un golpe de efecto. “Calienta, que vas a salir pronto a la cancha”, parece decirle el autor en la pág. 252 y, ciertamente, apenas una página después, ya tenemos al staretz en medio de una fiesta organizada por él y a la que acude el protagonista engañado. Una fiesta llena de mujeres peligrosas y semidesnudas que le dan la bienvenida con movimientos lascivos. El protagonista se quiere ir — ¡realmente se quiere ir!—, firme en el amor que le guarda a Anastasia, pero el pérfido monje le echa algo en la bebida, que le deja mareado y… total, que se tiene que quedar allí a dormir. A la mañana siguiente, cuando se levanta y nota, y siente, y palpa que el monje le ha pervertido, imbuido por el amor que le tiene a Anastasia y por el lema “Di no a las drogas”, toma una pistola y decide ir a por Rasputín. Pero, para su desgracia, ya se le han adelantado. Esa misma noche, el príncipe Yusupov ha invitado al monje a cenar a su casa y allí ha acabado con él. Quiere la suerte que el protagonista y el príncipe se encuentren llegando el uno y saliendo el otro del escenario del crimen. Yusupov, hombre de natural expansivo, comienza a describirle al protagonista cómo ha sido el asesinato, en plan resumen de un párrafo, casi con las mismas palabras con que el hecho aparecerá narrado, años después, en distintos libros de divulgación y en la Wikipedia. A Yusupov le ha ayudado un compinche, que esta ahí, al lado de ellos mientras hablan, pero cuyo nombre no se cita porque no aparece en ninguna enciclopedia. ¡¡Pero aún queda un último golpe de efecto!! Mientras Yusupov le está recitando al otro el trabajo escolar que ha hecho sobre la muerte de Rasputín, éste, que parecía muerto, se incorpora de pronto con una sonrisa diabólica, y no tienen más remedio que darle otro tiro, cogerle entre los tres y arrojarle al río helado.

De nuevo, cualquier lector medio ha leído alguna vez sobre las circunstancias del (costoso) asesinato de Rasputín y sus tres “fases”: el envenenamiento, los tiros y el ahogamiento. No había forma de acabar con él. Esto, repito, lo sabe cualquiera que haya leído un poco, no es que yo esté especialmente instruido. Como ocurrió con la hemofilia del zarevich, narrar aquí este episodio de forma tan zarrapastrosa, haciendo llegar al otro entre los tiros y el ahogamiento, sólo es muestra de la estética cutre de Boyne y del pobre concepto que tiene de sus lectores.


1917: el zar firma la abdicación en un vagón de tren. Boyne nos narra las conversaciones que tienen el emperador y su mujer antes de la firma (ella está furiosa porque han asesinado a Rasputín), y asimismo la charla íntima entre el zar y el protagonista en el vagón del tren —el emperador le cuenta al hijo del mujik unos sueños lúgubres que ha tenido—. Todo esto es antes de que llegue el general Ruzski, ante quien debe abdicar. En el vagón están solos el zar, el protagonista y el general… ¿nadie más?, parecen mirarse los tres, atónitos… no, nadie más, ellos tres solos, porque sospecho que Boyne no tiene ni la menor idea de cómo será una ceremonia oficial de este tipo, ni la menor imaginación para suponerla, ni ganas de documentarse. Cómo será de paupérrima la escena y a qué extremo estará falta de presupuesto y literatura este libro, que el propio protagonista ha de servir de testigo en la firma de la abdicación, por la simple razón de que Boyne es incapaz de imaginarse siquiera sea un subteniente, un asistente, un revolucionario, siquiera sea un ministro de la Duma con levita.

Por supuesto, no se ha hecho hasta ahora ni la menor mención a Kerensky, ni a Kornilov, ni al príncipe de Lvov, ni a ningún otro protagonista de la Revolución de Febrero —con que salga el general un par de páginas, vale, habrá pensado Boyne—, ni han aparecido por allí —pedir unas pinceladas psicólogo-literarias sobre ellos ya sería excesivo— Lenin o Troski, ni se han tratado, siquiera mencionado, los sucesos que estuvieran teniendo lugar en San Petersburgo. Bah, nada de eso. ¿Para qué? Aquí lo que interesa es el romance cursi, banal, superficial del protagonista y la zarina, y la gran pregunta es si el destino puede separar a dos enamorados. Eso es lo importante. Eso y que se lea de un tirón.

Hemos entrado ya en el último centenar de páginas. 25 se resuelven con la historia de un amigo pintor que encontró el matrimonio “regresivo” en París a su llegada allí en 1922, y cómo fue acusado del asesinato de un gendarme, pero no le quiso matar, que fue un accidente… En fin, un episodio sin conexión alguna con lo que sigue ni con lo que antecede, lo cual puede admitirse en una obra pura de ficción, pero no olvidemos que esto se presenta, y sobre todo se vende, como una novela que trata sobre los últimos días de los Romanov. De la 323 a la 337, todas estas páginas se le van al protagonista en intentar averiguar adónde han llevado a la familia real, de la que fue separado ya no me acuerdo cómo, lector, si te soy sincero. Al final, el protagonista lo descubre con un método tan ingenioso como darle unas monedas a un guardia y pedirle que se lo revele en confianza. Casi quince páginas para esto, que un escritor de raza habría resuelto en un párrafo, todo lo más en una escena, y transmitiendo, además, angustia y emoción (con sus idas y venidas, Boyne sólo consigue transmitirnos cansancio y dolor de pies). Pero claro, entonces las novelas no tendrían 400 páginas ni podrían venderse a 20 euros. Por lo menos.

El matrimonio “regresivo” ha desembocado en 1919, casi en el mismo año que el protagonista anda de aquí para allá en busca de la familia imperial. Quince páginas aquí para describirnos su boda, que fue muy modesta en un piso de París. Quedan apenas cincuenta páginas para que acabe la novela y mucho me temo que Boyne ya no va a presentarnos a nadie de la época, ni siquiera a los sirvientes de la casa que también fueron asesinados; ya está claro que no va a trazarnos ningún retrato psicológico, ni a revelarnos ningún detalle significativo. Apenas queda espacio ya, por desgracia o por suerte.

Rasputín

Si antes he dicho que el capítulo de la llegada del protagonista al Palacio de Invierno era, posiblemente, el más cochambroso que haya leído nunca, el episodio con el que concluye la novela no le anda muy lejos, y si me dan a elegir entre los dos me pondrían en un brete. Pero juzgue el lector. El protagonista llega, por fin, ante la casa Ipatiev, donde los revolucionarios tienen recluida a la familia imperial. Cuando está vigilando la mansión para ver lo que puede averiguar, o dar con un modo de acceder a los prisioneros, mira de pronto al suelo y (pág. 367) se encuentra una cartera en el suelo llena de billetes. “Miré alrededor para comprobar si alguien me había visto, pero nadie me prestaba atención, de modo que me metí el dinero en el bolsillo, entusiasmado con mi buena suerte”. Como lo lees, lector, con estos elementos se resuelven los modernos best-sellers. Ah, pero la cosa no va a ser tan fácil, porque Giorgi, que es un tío legal, en un primer momento piensa en devolver el dinero a su legítimo propietario, llevarlo a comisaría o poner un anuncio de su hallazgo, por si alguien lo reclama, pero luego, después de pensarlo un poco, decide quedárselo. Y se disculpa: “Hice lo que habría hecho cualquiera en mi empobrecida y hambrienta situación: me lo quedé”. ¿Qué te creías, lector, que la resolución de esta novela iba a ser tan fácil, de este modo rublo ex machina? Nada de eso: como ves, el protagonista tuvo que luchar con su conciencia. En esta vida, desde luego, nada es fácil.

Pero el capítulo no ha terminado todavía. Aún hay más. De una manera completamente confusa, Giorgi logra establecer comunicación con los prisioneros y convence a su amada Anastasia para que esa misma noche se escabulla, aprovechando las sombras, a un bosque cercano a decirse ternuras. Recién caída la noche, y esperando a su amada, Giorgi oye de pronto un estruendo de disparos en la casa. Asustado con el ruido, va a correr hacia la casa, pero en ese momento aparece su amada Anastasia, despeinada y jadeante. Cuando consigue recuperar el habla, la zarina le cuenta a su amado que, estando ya a punto de salir de la mansión, un pie de hecho ya en la calle, sintió que llegaban unos revolucionarios y conducían a su familia a una habitación. Su padre, el zar, la vio entonces por una ventana de esa habitación y con un gesto disimulado le dijo que se fuese, que se alejase. Y acto seguido comenzaron los disparos…

¿Qué importa que, en la realidad, los hechos ocurrieran no de noche, sino de madrugada?, ¿qué que la matanza sucediera en un sótano, donde no hay ventanas?, ¿qué que se reuniese a familia y sirvientes con el engaño de que iban a hacerles una fotografía y qué que el zar fuese el primer sorprendido cuando el jefe del pelotón sacó la pistola?, No importa que, según testigos presenciales, apenas tuviera tiempo de decir” “pero…” antes de caer muerto; la realidad está hecha para transgredirla, y nada supone un freno para Boyne a la hora de lanzarse de cabeza al disparate y superar las cimas, ya que ya antes colocó bastante altas, de la estupidez.

Tierna foto, de autor desconocido, de Clandestino Menéndez*

Comoquiera que sea, la pareja escapa entre los árboles del bosque, y con ese dinero que providencialmente encontró Giorgi en el suelo unos días antes, les da para salir del país, llegar a París, alquilar un pisito… Tienen que pasar unos cuantos apuros económicos, bien es verdad, porque el autor creyó ya inverosímil dejarles en el suelo, en vez de unos cientos de rublos, unos millones. O quizás es que no se le ocurrió. De todos modos, ningún obstáculo hay insalvable para dos enamorados.

Y ya estamos a sólo diez páginas del final, de las 400 hojas justas. Es entonces cuando Boyne juega su carta definitiva: vuelve a 1981, fecha de inicio de la novela, y nos revela que la mujer del anciano, la que acaba de morir víctima del cáncer, no es en realidad Zoya, como decía llamarse, ¡¡sino la gran duquesa Anastasia!! ¡¡Pero qué sorpresa!! —exclama el lector, alucinado—, ¡¡no lo hubiera sospechado nunca!! Pues así es —dice Boyne, sacudiéndose una mota de polvo del hombro y asombrado él mismo de su pericia literaria y del modo cómo ha culminado esta fantástica creación novelesca que, no lo dudo, le volverá a procurar el reconocimiento unánime y le aupará otra vez a la lista de los más vendidos. Pero, eso sí, la obra ha de leerse de un tirón, porque en cuanto se pare uno un momento a hacer una lectura atenta, y ya no digamos a reflexionar un poco, entonces se desmorona todo el tinglado.

*Nota: En exclusiva para este blog, y gracias a unos documentos interceptados por Wikileaks, descubrimos la verdadera identidad del afamado crítico que se esconde tras el seudónimo de Clandestino Menéndez.

Fuente: Cuadernos Críticos

4 comentarios:

  1. Clandestino es el mejor, la pena es que tenga que tragarse esos bodrios de una forma altruista y poniendo su salud mental en franco, con perdón, peligro. Gracias a los dos.

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  2. Creo que a estas alturas pagaría dinero por saber no ya quién es, sino más o menos qué pinta tiene Clandestino.

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  3. Si el libro se desarrolla tal como cuentas me dejas atónito. Una novela histórica sobre los últimos años de los romanov da, obviamente, para mucho más. Es en realidad fastidioso que no se introdujera más en la personalidad y carácter de las zarinas, es decir, sus aficiones, lo que les gustaba, sus defectos, ese tipo de cosas que inevitablemente hace que les cogas a los personajes cierto cariño. El detalle de la cartera es realmente burdo, como un enorme y grotesco parche puesto para evitar calentarse más la cabeza. Y los ya machacados discursitos sobre los pobres y los ricos... una verdadera chapuza.
    Aunque...bueno, supongo que en un principio, si hubiera desarrollado como debiera la novela se le podría perdonar el no haber introducido cierto personajes, supongo que lo que sí habrás hechado de menos es al menos un poco de cultura protocolaria con respecto a la corte, solo por curiosidad.

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  4. Acabo de terminar de leer el libro y coincido en muchas cosas contigo; no hice tanto coraje con la historia, me entretuvo, hasta eso, pero sí tiene situaciones absurdas y otras que no tienen ni para qué aparecer...en fin. Eso sí, tu reseña la disfruté muchísimo de principio a fin, me hiciste reír con las obvias equivocaciones que tiene el libro y tú tienes un estilo muy bueno para platicarlo. ¡Felicidades!

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