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domingo, 26 de diciembre de 2010

LA EDUCACIÓN (Relato)


Por Gatopardo

Doña Rosaura jamás se ha dejado tutear por sus amistades, y habla consigo misma cuando está sola para escuchar los arpegios de su voz de soprano, sin permitirse una palabra más alta que otra. Es nieta, hija, hermana y viuda de militares, y supo ser una madre estricta, que inculcó a su hija Verónica las virtudes de una disciplina férrea.

Su esposo, el Coronel Páez, supo secundarla y jamás la desautorizó, y eso se lo reconoce, pero piensa que le perdió la falta de ambición, la carencia de espíritu castrense. Para él su puesto en el Ejército era un trabajo de funcionario en el Ministerio de nueve a tres; pero llegaba a casa y se cambiaba de ropa, comía, dormitaba un rato y se iba a jugar al ajedrez o se juntaba con los del Club Numismático, luego, volvía a las siete de la tarde, tomaba una merienda-cena ligera y se metía a su despacho con su colección. No se preocupó de nada ni quiso saber nunca del mundo, y su máxima aspiración fue que no se rompiera su rutina.

Cuando murió legó billetes y monedas de doscientos veinte países y más de trescientos libros de numismática al Ministerio del Ejército. Doce años después, Doña Rosaura limpiaba el polvo del legado todos los días, y lo mantenía en perfecto estado de revista, pero le recordaba a su difunto el poco aprecio que habían hecho de su regalo:

-Ya lo decía mi padre: •”Lo que no es pagado, ni agradecido ni apreciado”.

Su padre fue un militar de la cabeza a los pies, un militar a la antigua usanza, que estuvo destinado en África y fue herido y condecorado: pero no supo ser un político y murió con el grado de sargento y una paga de miseria. Ella lo recordaba siempre con su pata de palo y su ojo de cristal, hablando de las batallas en las que había luchado, y se emocionaba recordando cómo los moros, que eran traicioneros y sanguinarios, habían pasado a cuchillo a los supervivientes y se salvó porque lo dieron por muerto… Doña Rosaura se sentía tan curtida en estas atrocidades como ajena a los escrúpulos por las muertes inútiles.

-Un hombre ha de luchar en la guerra y si muere, el compañero lo sustituirá. Así se hizo la grandeza de España y así se mantendrá. La mujer tiene otras batallas que librar…

Y cuando le tocó estar en la trinchera como madre supo luchar sin una vacilación. A Verónica la obligó a soportar estoicamente las sábanas heladas de aquella casa sin calefacción, las camisetas ásperas, los zapatos fuertes y anudados con cordones, y siempre faldas por debajo de la rodilla, jamás pantalones, ni en los más crudos fríos de enero, y desenredaba con gesto decidido su pelo rizado, sin permitirle otra cosa que unas lágrimas silenciosas, hasta dejarlo recogido en dos trenzas.


Una vez, cuando Verónica tenía nueve años, doña Rosaura vio la puerta de su dormitorio cerrada y se acercó sigilosamente para descubrir la anomalía; Verónica estaba ante el espejo con el pelo suelto, y su camisón recogido por encima del vientre, desnuda… Tenía una expresión extraña y fija, “como una hembra”, que llenó de repugnancia a doña Rosaura, y sin decirle una palabra, la abofeteó hasta que las manos se convirtieron en puños, pero no bastaron y cogió la fusta del Coronel, y continuó golpeándola, jadeante y llena de odio. Verónica gemía, pero ahogaba sus gritos y sin embargo su padre acudió con sus gafas caídas y un gesto de estupor, abrazó a su hija y miró a su mujer con una expresión de horror que años después se convertiría en algo habitual. No preguntó porqué, nadie explicó el suceso; pero al día siguiente doña Rosaura rapó el pelo de su hija y un mes después la llevó interna a un colegio de monjas con instrucciones para que extremaran su severidad.

El Coronel no supo entenderla; pero tampoco discutió, sólo demostró su desacuerdo durmiendo en el sofá de su despacho y negándose a hablar con su mujer, salvo cuando había visitas y fingía un trato cortés.

Verónica pidió permiso para quedarse en verano con las monjas y cuando iba doña Rosaura a visitarla le hablaba de las actividades piadosas a las que se dedicaba, con su extraña voz ronca, sin énfasis, como si estuviera leyendo sus palabras. Y doña Rosaura pensaba que una buena educación, una disciplina estricta estaban consiguiendo cortar de raíz aquella fuerza sensual, casi zoológica, que vio en todo su esplendor aquel día en que su hija, sin pudor alguno, se mostraba ante el espejo sin bragas.

Cuando el Coronel no se despertó aquel día, Verónica había cumplido diecisiete años, y seguía en el Colegio interna. Doña Rosaura tuvo que llamar al Hospital Militar adonde lo atendían de unas vagas molestias estomacales, hubo de explicar que “a veces” el Coronel tenía insomnio y para no molestarla se venía a dormir al sofá; pero supo que no le habían creído y sin apenas preguntarle, se llevaron el cadáver, avisaron a la Madre Superiora para que dejaran venir a Verónica al entierro, y un compañero del Ministerio, que dijo ser amigo del Coronel y albacea testamentario, le habló del cáncer que desde hacía dos años aquejaba al Coronel. A los pocos días del entierro vino para acompañarlas al Notario y allí recibió Verónica su emancipación, algunos objetos personales y el dinero en efectivo que su padre le había destinado. Legó su colección numismática al Ministerio y a su mujer le dejó el usufructo de aquel piso de sesenta metros cuadrados, que había sido su única propiedad.

Durante diez años doña Rosaura imaginó todas las atrocidades y todas la bajezas de su hija, que le escribía una tarjeta de vez en cuando desde Londres, que ella sabía cuna de todas las perversiones; desde Roma, que en su mente sólo era allí donde los cristianos eran arrojados a las fieras, desde Corfú, que no era capaz de ubicar en el mapa, y más tarde desde la India…

Pero desde hacía un año doña Rosaura sabía a ciencia cierta que la buena educación, la estricta disciplina y la severidad moral habían dado frutos.

Volvió Verónica, vestida con un traje de chaqueta negro, una blusa abotonada hasta el cuello, su hermoso pelo recogido en un moño de donde no se escapaba ni un rizo, con la falda por debajo de la rodilla, zapatos abotinados con cordones, y de su equipaje salieron dos docenas de trajes similares, en gris marengo, azul marino, negro, blusas de inmaculada blancura, zapatos cómodos, con cordones y sin apenas tacón y, algo que a su madre le conmovió profundamente, la fusta del coronel con la que una vez le había golpeado ella. Rezumaba serenidad y elegancia.


Y cada día, cuando su hija, llevando su maletín negro, acudía a su trabajo como profesora de idiomas, en un colegio que ella no conocía, pero imaginaba elegantísimo, doña Rosaura entraba en el dormitorio de su hija, tan austero y falto de comodidades, y miraba su camita perfectamente hecha, quitaba el polvo inexistente, se sentaba en la descalzadora, abría el buró y de un tarjetero de cuero elegantísimo extraía una tarjeta profesional de cartulina gris, y acariciaba las letras doradas, en relieve, adonde estaba reflejado el resultado de su educación:

Verónica Páez y Sotorreal.
Huérfana del Coronel Páez.
Griego. Francés. Disciplina inglesa

URL relato: Gatopardo

2 comentarios:

  1. Genial !!! Pero se ha olvidado poner el teléfono que seguro está en la tarjeta profesional, es que por Sotorreal no me viene nada...

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  2. Muy bueno. Los personajes están descritos con precisión. Y el toque final, perfecto.

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